Durante la Audiencia general el Papa recordó la curación de un leproso al que Cristo llega a tocar sin temor de contagio o de romper las convenciones sociales de la época
Queridos hermanos y hermanas:
La súplica que el leproso dirige a Jesús: «Señor si quieres puedes limpiarme», manifiesta el deseo profundo del hombre de una auténtica purificación que lo una a Dios y lo integre en la comunidad. Esta petición, fruto de la fe y de la confianza en Dios, encuentra la respuesta en la acción y en los gestos de Jesús, que, sintiendo compasión, se acerca, lo toca y le dice: «Quiero queda limpio».
Jesús nunca permanece indiferente a la oración hecha con humildad y con confianza y, rechazando todos los prejuicios humanos, se muestra cercano para enseñarnos que no tenemos que tener miedo de acercarnos y tocar al pobre y al excluido, porque en ellos está el mismo Cristo. La acción de Jesús no busca el sensacionalismo, sino que cura con amor nuestras heridas, modelando pacientemente nuestro corazón conforme al suyo. El gesto mesiánico Jesús culmina con la inclusión del leproso en la comunidad de los creyentes y en la vida social: así se llega a la plena curación, que además convierte al sanado en testigo y anunciador de la misericordia de Dios.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que movidos por la humildad y la confianza de la petición del leproso, nos sintamos todos necesitados de la sanación del Señor, y aprendamos a acercarnos al pobre y al excluido reconociendo en ellos al mismo Cristo. Muchas gracias.
¡Señor, si quieres, puedes limpiarme! (Lc 5,12)[1]. Es la petición que hemos oído dirigir a Jesús por un leproso. Este hombre no pide solamente ser curado, sino ser purificado, es decir, sanado íntegramente, en el cuerpo y en el corazón. De hecho, la lepra era considerada una forma de maldición de Dios, de impureza profunda. El leproso debía mantenerse alejado de todos; no podía acceder al templo y a ningún servicio divino. Alejado de Dios y alejado de los hombres. ¡Triste vida llevaba esa gente!
A pesar de esto, aquel leproso no se resigna ni a la enfermedad ni a las disposiciones que hacen de él un excluido. Para llegar a Jesús, no teme infringir la ley y entra en la ciudad −cosa que no debía hacer, le estaba prohibido−, y cuando lo encontró se postró con el rostro en tierra y le rogó, diciendo: ¡Señor, si quieres, puedes limpiarme! (v. 12). ¡Todo lo que este hombre, considerado impuro, hace y dice es la expresión de su fe! Reconoce el poder de Jesús: está seguro de que tiene el poder de sanarlo y que todo depende de su voluntad. Esa fe es la fuerza que le permite romper todo convencionalismo y buscar el encuentro con Jesús. Y, arrodillándose ante Él, lo llama Señor.
La súplica del leproso demuestra que cuando nos presentamos a Jesús no es necesario hacer largos discursos. Bastan pocas palabras, siempre que estén acompañadas de la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad. Encomendarnos a la voluntad de Dios significa remitirnos a su infinita misericordia. Os haré una confidencia personal. Por la noche, antes de irme a la cama, rezo esta breve oración: ¡Señor, si quieres, puedes limpiarme! Y rezo cinco Padrenuestros, uno por cada llaga de Jesús, porque Jesús nos purificó con las llagas. Pues si eso lo hago yo, también vosotros podéis hacerlo en casa, y decir: ¡Señor, si quieres, puedes limpiarme! y pensar en las llagas de Jesús y decir un Padrenuestro por cada una. Y Jesús nos escucha siempre.
Jesús está profundamente sorprendido por este hombre. El Evangelio de Marcos subraya que teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio (Mc 1,41). El gesto de Jesús acompaña sus palabras y hace más explícita su enseñanza. Contra las disposiciones de la Ley de Moisés, que prohibía acercarse a un leproso (cfr. Lv 13,45-46), Jesús extiende la mano e incluso le toca. ¡Cuántas veces encontramos a un pobre que viene a nuestro encuentro! Puede que hasta seamos generosos, que tengamos compasión, pero habitualmente no lo tocamos. Le damos la moneda, se la echamos ahí, pero evitamos tocarle la mano. ¡Y olvidamos que ese es el cuerpo de Cristo! Jesús nos enseña a no tener miedo de tocar al pobre y al excluido, porque Él está en ellos. Tocar al pobre puede purificarnos de la hipocresía y preocuparnos por su condición. ¡Tocar a los excluidos! Hoy me acompañan aquí estos chicos. Muchos piensan de ellos que es mejor que se hubieran quedado en su tierra, pero allí sufrían mucho. Son nuestros refugiados, pero muchos los consideran excluidos. ¡Por favor, son nuestros hermanos! El cristiano no excluye a nadie, da sitio a todos, deja venir a todos.
Después de haber curado al leproso, Jesús le manda que no se lo diga a nadie, pero le dice: muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu purificación, según mandó para testimonio a ellos (v. 14). Esta disposición de Jesús muestra al menos tres cosas. La primera: la gracia que actúa en nosotros no busca el sensacionalismo. Habitualmente se mueve con discreción y sin ruido. Para curar nuestras heridas y guiarnos al camino de la santidad, trabaja modelando pacientemente nuestro corazón según el Corazón del Señor, para asumir cada vez más sus pensamientos y sentimientos. La segunda: haciendo comprobar oficialmente la curación realizada a los sacerdotes y celebrando un sacrificio expiatorio, el leproso es readmitido en la comunidad de los creyentes y en la vida social. Su reintegro completa la curación. Como él mismo había suplicado, ¡ahora está completamente purificado! Finalmente, presentándose a los sacerdotes, el leproso les da testimonio de Jesús y de su autoridad mesiánica. La fuerza de la compasión con la que Jesús ha curado el leproso, ha llevado la fe de este hombre a abrirse a la misión. Era un excluido, ahora es uno de nosotros.
Pensemos en nosotros, en nuestras miserias… Cada uno tiene la suya. Pensemos con sinceridad. ¡Cuántas veces las tapamos con la hipocresía de las ‘buenas maneras’. Y entonces es necesario estar solos, ponerse de rodillas ante Dios y rezar: ¡Señor, si quieres, puedes limpiarme! Hacedlo, hacedlo antes de ir a dormir, todas las noches. Y ahora digamos juntos esta bonita oración: ¡Señor, si quieres, puedes limpiarme!
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
[1] En italiano dice “purificarme”, pero la versión castellana siempre traduce “limpiarme” (ndt).
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