“El Papa, en privado es exactamente el mismo que en público”, resume el director de La Croix, para quien esta entrevista quedará como “un recuerdo absolutamente memorable de mi vida profesional y personal”
Antes de conseguir la entrevista, nuestro enviado especial permanente en Roma, Sébastien Maillard, tuvo que solicitarla varias veces pues, según el mismo Papa, quería hacerla de manera «humilde». Se llegó a un acuerdo de principio con el Papa, y un domingo, un correo del P. Federico Lombardi, director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, fijó la cita para el lunes 9 de mayo a las 16:30. La lista de preguntas ya había sido previamente enviada al Papa, a petición suya. Ese día, Sébastien Maillard y Guillaume Goubert, director de la redacción, acompañados por el P. Lombardi, acudieron a la Casa Santa Marta, donde reside el Papa en el Vaticano. Le esperaron en un salón de la planta baja.
El Papa llegó solo, con algunos minutos de antelación. Tras una breve sesión de fotos, la conversación se desarrolló en italiano, aunque el Papa la salpicaba con un poco de francés: «¡Ah, la laicidad francesa!», exclamó arrastrando maliciosamente la penúltima sílaba. Guillaume Goubert describe un Papa «buen comunicador», pero que «asume el riesgo de la franqueza», en un ambiente «distendido, alegre». «¡Hasta nos reímos en algunos momentos!». «El Papa, en privado es exactamente el mismo que en público», resume el director de La Croix, para quien esta entrevista quedará como «un recuerdo absolutamente memorable de mi vida profesional y personal».
En su discurso sobre Europa, recordó las «raíces» del continente, pero sin calificarlas nunca de cristianas. Más bien, definió «la identidad europea» como «dinámica y multicultural». En su opinión, ¿la expresión raíces cristianas es inapropiada para Europa?
Hay que hablar de raíces en plural, porque hay muchas. En ese sentido, cuando hablo de las raíces cristianas de Europa, pretendo suavizar el tono, que podría parecer triunfalista o vengativo, y entonces se convertiría en colonialismo. Juan Pablo II lo trató en tono tranquilo. Europa, sí, tiene raíces cristianas. El cristianismo tiene por tarea sembrar, pero con un espíritu de servicio, como en el lavatorio de los pies. El deber del cristianismo para Europa es el servicio. Erich Przywara, gran maestro de Romano Guardini y de Hans Urs von Balthasar, nos lo enseña: la aportación del cristianismo tiene una cultura y es la de Cristo en el lavatorio de los pies, es decir, el servicio y el don de la vida. Y eso no tiene por qué ser una aportación colonialista.
Ha hecho usted un gesto fuerte trayendo refugiados de Lesbos a Roma el pasado 16 de abril. Pero, ¿Europa puede acoger a tantos inmigrantes?
Es una pregunta justa y responsable porque no se pueden abrir las puertas de modo irracional. Pero la cuestión de fondo que hay que plantearse es por qué hay tantos inmigrantes hoy. Cuando fui a Lampedusa, hace tres años, el fenómeno ya había empezado. El problema inicial son las guerras en Medio Oriente y en África y el subdesarrollo del continente africano, que provoca hambre. Si hay guerras, es por-que hay fabricantes de armas −que podría justificarse para la defensa− y, sobre todo, traficantes de armas. Si hay tanto desempleo, es por falta de inversiones que creen trabajo, que África tanto necesita. Esto nos lleva a la cuestión más amplia del sistema económico mundial, que ha caído en la idolatría del dinero. Más del 80% de las riquezas de la humanidad está en manos de aproximadamente un 16% de la población. Un mercado completamente libre no funciona.
El mercado en sí es algo bueno, pero hace falta, como punto de apoyo, un tercero, el Estado, para controlarlo y equilibrarlo. Es lo que se llama economía social de mercado. Pero volvamos a los inmigrantes. El peor punto son los guetos porque logran lo contrario que integrarlos. En Bruselas, los terroristas eran belgas, hijos de inmigrantes, pero venían de un gueto. En Londres, el nuevo alcalde (Sadiq Khan, hijo de pakistaníes, musulmán) ha prestado juramento en una catedral y sin duda será recibido por la reina.
Esto muestra para Europa la importancia de recuperar su capacidad de integrar. Pienso en Gregorio Magno (Papa del 590 al 604), que trató con los llamados bárbaros, y se integraron en seguida. Esa integración es más necesaria hoy que Europa padece un grave problema de baja natalidad, por culpa de una búsqueda egoísta de bienestar. Se está sentando un vacío demográfico. Sin embargo, en Francia, gracias a la política familiar, esa tendencia se ha atenuado.
El miedo a la acogida de los emigrantes se alimenta en parte por miedo al Islam. ¿Cree usted que el miedo a esa religión está justificado?
No creo que haya miedo hoy al islam, en cuanto tal, sino al Daesh y su guerra de conquista, alentada en parte por el islam. La idea de conquista es inherente al alma del islam, es verdad. Pero se podría interpretar, con la misma idea de conquista, el final del Evangelio de Mateo, cuando Jesús envía a sus discípulos a todas las naciones.
Ante el actual terrorismo islamista, convendría preguntarse por la manera en la que hemos exportado un modelo de democracia demasiado occidental en países donde había un poder fuerte, como en Irak. O en Libia, con una estructura tribal. No se puede avanzar sin tener en cuenta esas culturas. Como decía un libio, hace tiempo: «Antes teníamos a Gadafi; ¡ahora tenemos 50!». En el fondo, la coexistencia entre cristianos y musulmanes es posible.
Yo vengo de un país donde cohabitan en buena familiaridad. Los musulmanes veneran a la Virgen María y a san Jorge. En un país de África, me contaron que, para el Jubileo de la misericordia, los musulmanes hacen largas colas en la catedral para pasar la puerta santa y rezar a la Virgen María. En África Central, antes de la guerra, cristianos y musulmanes vivían juntos y deberían de volver a hacerlo hoy. También el Líbano muestra que eso es posible.
La importancia del islam hoy en Francia, como las raíces históricas cristianas del país, plantean cuestiones recurrentes sobre el lugar de las religiones en el espacio público. ¿Qué es, para usted, una buena laicidad?
El Estado debe ser laico. Los Estados confesionales acaban mal. Van contra la historia. Yo creo que una versión de la laicidad, acompañada por una sólida ley que garantice la libertad de religión, ofrece un marco de referencia para avanzar. Todos somos iguales, como hijos de Dios y con nuestra dignidad personal. Pero cada uno debe tener la libertad de expresar su propia fe. Si una mujer musulmana quiere llevar el velo, debe poder hacerlo. Y lo mismo si un católico quiere llevar una cruz.
Tenemos que poder profesar la fe no a escondidas sino en el seno de la cultura. La pequeña crítica que haría a Francia sería que exagera el laicismo, por considerar las religiones como sub-culturas en lugar de culturas a pleno título. Me temo que ese enfoque, comprensible por la herencia de la Ilustración, sigue existiendo. Francia necesita dar un paso adelante en este tema y aceptar que la apertura a la trascendencia es un derecho para todos.
En ese marco laical, ¿cómo deben los católicos defender sus convicciones frente a leyes como la eutanasia o las uniones civiles?
El Parlamento es el que debe discutir, argumentar, explicar, dar razones. Así crece una sociedad. Una vez que la ley ha sido aprobada, el Estado debe respetar las conciencias. El derecho a la objeción de conciencia debe ser reconocido en cada estructura jurídica, porque es un derecho humano. También para un funcionario público, que es una persona humana. Y el Estado también debe respetar las críticas. Esa sería una verdadera forma de laicidad. No se pueden despreciar los argumentos de los católicos diciendo: ‘hablas como un cura’. ¡No! Se basan en el pensamiento cristiano que Francia ha desarrollado notablemente.
¿Qué representa Francia para usted?
La primogénita de la Iglesia, ¡pero no la más fiel! (ríe) En los años 50 se decía: Francia, país de misión. En ese sentido, es una periferia para evangelizar. Pero hay que ser justos con Francia. La Iglesia posee una capacidad creadora. Francia es también una tierra de grandes santos, de grandes pensadores: Jean Guitton, Mau-rice Blondel, Emmanuel Levinas −que no era católico−, Jacques Maritain. Pienso también en su profunda literatura.
También aprecio cómo la cultura francesa impregnó la espiritualidad jesuita, en comparación con la corriente española, más ascética. La corriente francesa, que comenzó con Pierre Favre, que siempre insistió en el discernimiento del espíritu, da otro sabor. Y los grandes autores espirituales franceses: Louis Lallemant, Jean-Pierre de Caussade, y los grandes teólogos franceses, que tanto ayudaron a la Compañía de Jesús: Henri de Lubac y Michel de Certeau. Estos dos últimos me gustan mucho: dos jesuitas que son creativos. En definitiva, eso es lo que me fascina de Francia. De un lado, esa laicidad exagerada, herencia de la Revolución francesa y, de otro, tantos grandes santos.
¿Y a quién prefiere?
A Santa Teresa de Lisieux.
Ha prometido venir a Francia. ¿Cuándo sería posible?
Hace poco recibí una carta de invitación del presidente François Hollande. Y la Conferencia episcopal también me ha invitado. No sé cuándo tendrá lugar ese viaje, porque el año que viene es electoral en Francia y, en general, la práctica de la Santa Sede es no hacer desplazamientos en ese periodo. El año pasado, se empezaron a plantear varias hipótesis para ese viaje, incluyendo pasar por Paris y alrededores, por Lourdes y por alguna ciudad donde no haya estado ningún Papa, Marsella por ejemplo, que represente una puerta abierta al mundo.
La Iglesia en Francia padece une grave crisis de vocaciones sacerdotales. ¿Qué hacer hoy con tan pocos curas?
Corea ofrece un ejemplo histórico. Ese país fue evangelizado por los misioneros llegados de China pero que regresaron en seguida. Luego, durante dos siglos, Corea fue evangelizada por laicos. Es una tierra de santos y de mártires con una Iglesia fuerte hoy. Para evangelizar, no son absolutamente necesarios los sacerdotes. El bautismo da la fuerza de evangelizar. Y el Espíritu Santo, recibido en el bautismo, empuja a salir, a llevar el mensaje cristiano, con valentía y paciencia. Es el Espíritu Santo el protagonista de lo que hace la Iglesia, su motor. Muchos cristianos lo ignoran.
Un peligro contrario, para la Iglesia, es el clericalismo. Es un pecado que se comete entre dos, ¡como el tango! Los curas quieren clericalizar a los laicos y los laicos piden ser clericalizados, por comodidad. En Buenos Aires, conocí muy buenos curas que, al ver un laico competente, solían decir: «¡Hagámoslo diácono!» No, hay que dejar hacer a los laicos. El clericalismo es muy fuerte en América latina. Si la piedad popular es tan fuerte allí, es justamente porque es la única iniciativa de los laicos que no es clerical. El clero queda fuera.
La Iglesia en Francia, en particular en Lyon, está actualmente afectada por es-cándalos de pedofilia que se remontan al pasado. ¿Qué debe hacer ante esta situación?
Es verdad que no es fácil juzgar los hechos después de decenios, en otro contexto. La realidad no siempre está clara. Pero para la Iglesia, en este tema, no hay recetas. Por esos abusos, un cura que tiene vocación de conducir a Dios a un niño, lo destruye. Siembra el mal, el resentimiento, el dolor. Como dijo Benedicto XVI, la tolerancia debe ser cero. Según los datos que tengo, creo que en Lyon, el cardenal Barbarin ha tomado las medidas necesarias, y tiene bien resuelto el asunto. Es valiente, creativo, misionero. Ahora hay que esperar la continuación del proceso ante la justicia civil.
Entonces, ¿no debe dimitir el cardenal Barbarin?
No, sería un contrasentido, una imprudencia. Ya se verá después del proceso. Pero ahora, eso sería hacerle culpable.
El pasado 1 de abril recibió a Mons. Bernard Fellay, superior general de la Fraternidad sacerdotal de San Pío X. ¿La reintegración de los lefebvrianos en la Iglesia está de nuevo en estudio?
En Buenos Aires, siempre hablaba con ellos. Me saludaban, me pedían la bendición de rodillas. Ellos se consideran católicos. Aman la Iglesia. Mons. Fellay es un hombre con quien se puede dialogar. No es el caso de otros sujetos un poco raros, como Mons. Williamson, o de otros que se han radicalizado. Pienso, como dije en Argentina, que son católicos en camino hacia la plena comunión. Durante este Año de la misericordia, me pareció que debía autorizar a sus confesores e perdonar el pecado de aborto. Y me han agradecido el gesto. Antes, Benedicto XVI, a quien respetan mucho, había liberalizado la misa del rito tridentino. Dialogamos bien, se está haciendo un buen trabajo.
¿Estaría dispuesto a concederles un estatuto de prelatura personal?
Sería una posible solución, pero antes hay que establecer un acuerdo fundamental con ellos. El Concilio Vaticano II tiene su valor. Avanzamos lentamente, con paciencia.
Ha convocado dos Sínodos sobre la familia. ¿Ese largo proceso, en su opinión, ha cambiado la Iglesia?
Es un proceso que comenzó en el consistorio (de febrero de 2014) introducido por el cardenal Kasper, antes del Sínodo extraordinario de octubre del mismo año, seguido por un año de reflexión y un Sínodo ordinario. Creo que todos hemos salido de ese proceso diferentes a como entramos. Yo también. En la exhortación post-sinodal (Amoris laetitia), he procurado respetar al máximo el Sínodo. No encontrará allí precisiones canónicas sobre lo que se puede o no hacer. Es una reflexión serena, pacífica, sobre la belleza del amor, sobre cómo educar a los hijos, cómo prepararse al matrimonio…
Valora las responsabilidades que podrían ser tomadas por el Consejo pontificio para los laicos, en la forma de líneas directrices. Más allá de este proceso, debemos pensar en la verdadera sinodalidad, en qué significa la sinodalidad católica. Los obispos están cum Petro et sub Petro. Esto nos distingue de la sinodalidad ortodoxa y de las Iglesias greco-católicas, donde el patriarca solo es una voz más. El Concilio Vaticano II expone un ideal de comunión sinodal y episcopal. Todavía hay que hacerlo crecer, incluido a nivel parroquial, respecto a lo que está previsto. Por ejemplo, hay parroquias que no tienen ni consejo pastoral ni consejo económico, cuando el Código de Derecho Canónico les obliga a tenerlos. La sinodalidad se juega allí también.
Entrevista publicada en La Croix.
Traducción de Luis Montoya.
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