Unos rasgos de su personalidad que se fortalecieron desde julio de 1935 con el deslumbramiento derivado de la figura y de la predicación del futuro san Josemaría Escrivá de Balaguer
Recuerdo bien el comentario de un conocido profesor de antropología, Antonio Ruiz Retegui, ya fallecido, ante la primera edición de la estampa para la devoción privada del entonces Siervo de Dios Álvaro del Portillo: ¡Qué bien le cuadra ese arranque: “Dios Padre misericordioso...”. Me vino a la cabeza al preparar mi intervención dirigida a los voluntarios de la Obra Social Familiar que funciona en la parroquia vallecana de san Ramón Nonato. Tendría lugar el 12 de mayo, segundo año en que la diócesis matritense festeja la memoria de este beato: Álvaro de Madrid, unido ya para siempre en la Iglesia a su tocayo y patrono de Córdoba...
Los organizadores habían pensado en una charla sobre las iniciativas sociales que el prelado del Opus Dei impulsó en otros continentes. Pero en vez de resumir en unos minutos un elenco descriptivo de obras de promoción, me pareció preferible evocar el profundo corazón humano y cristiano que presidió todo en la vida de don Álvaro, en un crescendo de santidad.
Como suelo repetir, juego con la ventaja del conocimiento directo durante temporadas largas de mi vida. He tenido también la fortuna de conocer a personas muy próximas a él, como Mercedes Santamaría, que trabajaba en el domicilio familiar en la calle del Conde de Aranda. Ella le atendió el primer domingo de febrero de 1934, cuando llegó a casa con la cabeza y la ropa ensangrentada por la grave agresión sufrida esa mañana, con ocasión de su labor asistencia justamente en la parroquia de san Ramón. Se empeñó en acompañarle, para que le atendieran en la “casa de socorro”, como se llamaban entonces los servicios médicos de urgencia. Estaba situada cerca de casa, donde tiene sede ahora el distrito municipal de Salamanca: en la calle Velázquez. Ella me contó también otros detalles de cómo Álvaro ayudaba a hermanos y compañeros de estudio a resolver sus dificultades, por ejemplo, en materia de dibujo.
Como entre los asistentes al acto en Vallecas había mayoría de mujeres, se me ocurrió decir que aquel joven estudiante que acudía a las barriadas desfavorecidas de Madrid, era un “buen partido”, como se diría en la época. Pertenecía a una familia de posición, aunque no gozase de fortuna excepcional. Vivía en uno de los más distinguidos barrios de la capital. Acudía al colegio del Pilar, uno de los dos mejores entonces, donde completó una excelente formación cultural, con un excelente manejo de la lengua castellana. Por si fuera poco, estudiaba en la escuela de ingeniero de caminos, hacia una de las profesiones envidiables de la época. Pero era hombre fuerte, de buen corazón, sin bondadosidad: atento a los problemas de los demás y, concretamente, al de los más pobres y desvalidos.
Esos rasgos de su personalidad se fortalecieron desde julio de 1935 con el deslumbramiento derivado de la figura y de la predicación del futuro san Josemaría Escrivá de Balaguer. Durante años, antes y después de su ordenación sacerdotal, don Álvaro cooperará directa y continuamente con el fundador del Opus Dei, pasando inadvertido, también en el plano de la promoción de iniciativas sociales. Sólo se exceptúa quizá el proyecto de Salto di Fondi, al sur de Roma, donde, dentro de una extensa finca de Terracina facilitada por su amigo el Marqués de Bisleti, donde funcionaría a partir de 1953 la sede de verano del Colegio Romano de la Santa Cruz. Don Álvaro ideó una fórmula −hoy diríamos ingeniería financiera− que hizo propietarios a cientos de campesinos aparceros de aquellas tierras: se movió con una entidad de crédito, para que las fueran pagando con una parte del producto de las cosechas, además de vivir con dignidad.
Después de 1975, al frente del Opus Dei, fomentó la responsabilidad social de todos, desde Roma o en sus viajes pastorales. Tras estancias en México, Guatemala o Filipinas, o en lugares semejantes, florecerían no mucho tiempo después nuevos centros dedicados a la promoción social de los más necesitados.
Especial sensibilidad sentía hacia África, y de modo especial hacia las mujeres, que o no iban a la escuela, o la abandonaban muy pronto. Su debilidad humana y social determinaba también unos índices intolerables de mortalidad en torno a la concepción y nacimiento de los hijos. Se comprende que, con motivo de su beatificación en 2014, se pusieran en marcha o se ampliasen proyectos para la formación personal y la asistencia médica de la mujer: en Enugu (Nigeria), cerca de la capital marfileña Abiyán, o en Kinshasa (antiguo Congo belga).
Como consultor de la Congregación para la doctrina de la fe, conoció bien la teología de la liberación: una respuesta equivocada a problemas reales muy graves. Prefería apelar al compromiso cristiano de los fieles, a su responsabilidad en la construcción de un recto orden social, "respetando plenamente la libertad de todos en lo que es opinable −escribía el 1 de agosto de 1990−, pero ayudando a que nadie, so capa de libertad (cfr. 1ª Epístola de San Pedro II, 16), busque pretextos para desentenderse de colaborar en lo que esté de su parte− a la solución de muchas injusticias".