Correríamos riesgo de extraviarnos en la polémica si, para comenzar, no retrocediéramos tomando perspectiva ante este texto, que es un gran texto y merece amplia atención y altura de miras
San Juan Pablo II proponía en Familiaris consortio la llamada «ley de gradualidad» con la conciencia de que el ser humano «conoce, ama y realiza el bien moral según diversas etapas de crecimiento». No es una «gradualidad de la ley», sino una gradualidad en el ejercicio prudencial de los actos libres en sujetos que no están en condiciones sea de comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la ley. Porque la ley es también don de Dios que indica el camino, don para todos sin excepción que se puede vivir con la fuerza de la gracia, aunque cada ser humano «avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y social» (Amoris laetitia 295)
No constituye un buen método el hecho de precipitarse de golpe en el capítulo ocho, el más polémico, que se refiere a las situaciones de crisis de la pareja. Eso es mirar el paisaje por el lado contrario de los anteojos de larga vista.
Como es inevitable que se produzca −y más de una vez− este estrechamiento, el Papa prevé con realismo una recepción bastante difícil para su texto. Él no está predispuesto de antemano contra quienes tendrían dificultades para percibir su intuición y apreciar la dirección de su impulso. “Comprendo −escribe él mismo− a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna (n. 308)”. Sin embargo, pide a la Iglesia otorgarle su confianza y seguirlo.
Hay que confiar en el piloto, en este caso el Santo Padre. No estamos obligados a creerlo infalible en todo instante. Debemos incluso creer lo contrario. Con todo, si se piensa que Cristo no cesa de dirigir su Iglesia, de enviarle su Espíritu Santo, y que nunca la abandonará, siempre se tiene a priori confianza y respeto, y también gratitud, por una enseñanza o ciertas orientaciones, aun cuando uno pueda encontrarlas difíciles de asimilar. Estas dificultades son indicadoras de una crisis de crecimiento favorable para nosotros y más bien es conveniente alegrarse por eso.
Correríamos riesgo de extraviarnos en la polémica si, para comenzar, no retrocediéramos tomando perspectiva ante este texto, que es un gran texto y merece amplia atención y altura de miras.
Desde el punto de vista de la filosofía práctica (ahí residen mi formación, mi competencia y mi perspectiva), advierto en primer lugar la orientación aristotélica o tomista de este texto, como en todo el pensamiento del Santo Padre. El nombre de Tomás de Aquino se repite cinco veces en el texto, remitiendo a no menos de 10 textos del Aquinate, y se cita también el libro del Padre Sertillanges, O.P., teólogo tomista, sobre el amor (nota 139).
Al mismo tiempo que de este modo el tomismo (símbolo de lo que los medios de comunicación masiva llamarían "conservación") experimenta un significativo retorno, el magisterio de Francisco es denunciado por algunos, de hecho con frecuencia más papistas que el Papa, como el triunfo posterior al golpe de los progresistas del Concilio Vaticano II. Esto basta para poder adivinar que la situación es compleja y paradojal y que las nociones ya constituidas no son suficientes para comprender lo que Francisco quiere decir. Es preciso sencillamente entrar en lo concreto de una intuición que no se reduce a las categorías vigentes.
El concepto de felicidad (n. 149, por ejemplo), centrado en la alegría, y la virtud de la prudencia (especialmente en el capítulo 8) dominan el campo del pensamiento moral. Ahí están, con la noción de amistad, que sirve de base para la definición del amor (n. 120) y del amor conyugal (n. 123), los elementos fundamentales de la sabiduría práctica, retomados aquí, ciertamente, en una visión de fe.
La referencia a Tomás no es irónica ni táctica, sino auténtica y substancial, ya que proporciona también la definición de la alegría, que es “dilatación del corazón” (n. 126).
Muy lógicamente, la noción de ley está presente, pero subordinada. La conciencia no se visualiza en primer lugar en su relación con la ley como principio universal, sino en la prudencia (o imprudencia) de su obrar. La ley natural, a la cual se hace referencia (n. 305), depende del “corazón” gracias a la epístola a los Romanos, 2, 15 (n. 222). Esta ley no es una legislación de razón pura que imponga obligaciones a priori (exclusión de la concepción racionalista y kantiana, pero también jansenista, de la ley), sino “una fuente de inspiración objetiva para el hombre” entendido como tomador de decisiones.
El pensamiento de Francisco en materia de teología moral es algo que me gustaría llamar un eudemonismo sobrenatural muy natural (significando eudaimonia en griego felicidad). La felicidad es vista como alegría. El término “alegría” se repite no menos de 57 veces y la mejor manera de comprender este texto sería exponiendo la diversidad y la coherencia de todos esos usos de la palabra “alegría”. Básicamente, la alegría es la alegría de amar. Esa alegría de amar, para la inmensa mayoría de los humanos, para empezar toma sencillamente forma de familia. Por el contrario, la desgracia toma forma de decepciones afectivas y dificultades familiares, en la pareja o entre padres e hijos.
Este eudemonismo es sobrenatural, porque cada uno conoce por experiencia la dificultad de amar, especialmente en familia, y por consiguiente de ser feliz. Las raíces de esta dificultad son profundas. Es una especie de enfermedad más que física o psíquica. Esta enfermedad ontológica se llama “el pecado original” (cf. El nombre de Dios es misericordia). El acceso a la felicidad no es un camino fácil. Se confunde con el de la terapéutica (de la salvación) y de la liberación (redención) que cura esta enfermedad. Cristo es el médico. La Iglesia es su hospital de campaña (n. 291). El remedio se llama cruz. La curación se llama resurrección.
Este eudemonismo es muy natural, porque se trata de traer la alegría a la vida de todos los días y de toda la gente. La evangelización no es sino ese esfuerzo por resucitar la alegría en el tiempo y eternizarla. Por cuanto trae la alegría, incluso en las penas y las dificultades de la vida, y porque únicamente con esta condición es plenamente auténtica y viva, la religión de Cristo es una buena nueva, en griego “evangelio”. La alegría de amar en forma de familia prolonga así La alegría del Evangelio. La esencia de la vida cristiana es idéntica a su objetivo: es la alegría de amar. La alegría es la señal de la vida en el Espíritu. Evangelizar es hacer que alguien desee estar lleno de la alegría de Cristo.
La insistencia del Papa en la misericordia se comprende entonces sin dificultad: sin misericordia, uno se condena a estar seco, duro y triste. Además, únicamente esta insistencia permite integrar plenamente la cruz, sin la cual no hay cristianismo, sin por ello traumatizar o hacer huir.
El número 317 es quizás la culminación del texto: “Si la familia logra concentrarse en Cristo, él unifica e ilumina toda la vida familiar. Los dolores y las angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo con él permite sobrellevar los peores momentos. En los días amargos de la familia hay una unión con Jesús abandonado que puede evitar una ruptura. Las familias alcanzan poco a poco, «con la gracia del Espíritu Santo, su santidad a través de la vida matrimonial, participando también en el misterio de la cruz de Cristo, que transforma las dificultades y sufrimientos en una ofrenda de amor». Por otra parte, los momentos de gozo, el descanso o la fiesta, y aun la sexualidad, se experimentan como una participación en la vida plena de su Resurrección. Los cónyuges conforman con diversos gestos cotidianos ese «espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado»”.
Henri Hude
Filósofo francés. Miembro del Consejo de Revista Humanitas
Fuente: humanitas.cl.
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