Un documento que reafirma la doctrina capital sobre los fieles católicos configurada brillantemente en el Concilio Vaticano II hace medio siglo
El papa Francisco dirigió el 19 de marzo una carta al cardenalMarc Armand Ouellet, Presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, que se hizo pública a finales de abril, sobre la participación pública de los laicos en la vida de los pueblos de América Latina. Como suele suceder, la información destaca lo negativo: la clara y dura crítica al clericalismo, que «no sólo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente».
El documento reafirma la doctrina capital sobre los fieles católicos configurada brillantemente en el Concilio Vaticano II hace medio siglo. Ya entonces se empleó mucho la frase “hora de los laicos”. Lo menciona el papa para prevenir a los pastores de declaraciones (eslóganes) «que son bellas frases pero no logran sostener la vida de nuestras comunidades. Por ejemplo, recuerdo ahora la famosa expresión: “es la hora de los laicos” pero pareciera que el reloj se ha parado». Se impone acompasar los relojes, para evitar retrasos.
He leído, incluso, un comentario que enfoca la cuestión en términos de autoridad y descentralización. No me parece interpretación adecuada de las palabras del papa: «No es nunca el pastor el que le dice al laico lo que tiene que hacer o decir, ellos lo saben tanto o mejor que nosotros. No es el pastor el que tiene que determinar lo que tienen que decir en los distintos ámbitos los fieles. Como pastores, unidos a nuestro pueblo, nos hace bien preguntamos cómo estamos estimulando y promoviendo la caridad y la fraternidad, el deseo del bien, de la verdad y la justicia. Cómo hacemos para que la corrupción no anide en nuestros corazones».
Sin duda, corresponde a la Jerarquía y a los pastores la gran tarea de contribuir a la madurez doctrinal y moral de los fieles, a la formación de la conciencia de cada persona, «porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad» (Gaudium et Spes, 16).
El papa Francisco recuerda la centralidad del pueblo de Dios, «al que como pastores estamos continuamente invitados a mirar, proteger, acompañar, sostener y servir». En cierta medida, se puede decir que, al servir a la formación y a la vida cristiana de los fieles, les ayudan a cumplir su fin propio en la Iglesia y en la sociedad: en expresión de Lumen Gentium 31, les «corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios». Han recibido una llamada divina en medio de las «condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida». En definitiva, «de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor».
Esa tarea no se realiza mediante mandatos −ni siquiera sería posible en una sociedad tan compleja y acelerada como la actual−, sino fomentando la responsabilidad y las iniciativas. Siempre sobre la base de que no existen soluciones católicas a los problemas, sino compromisos personales en busca de respuestas, unidos a los demás, también los no creyentes o los agnósticos.
En esa línea, tienen cada vez menos sentido las intervenciones ocasionales de la Jerarquía ante situaciones concretas: por ejemplo, ante consultas electorales. Pudo ser necesario en tiempos de graves crisis, como en la Italia de la postguerra. Pero los fieles tienen hoy abundantes medios de información y documentación para tomar sus propias decisiones: incluida la de abstenerse, como manifestación de su voluntad respecto de políticas que han mostrado no merecer la mínima adhesión. Comprendo que el abstencionismo preocupe a los dirigentes públicos, porque se sienten rechazados, pero no se sostiene, ahora y aquí, afirmar un deber de votar...
Vale la pena leer y sopesar la carta del papa, justamente porque, como expresa, «no se pueden dar directivas generales para una organización del pueblo de Dios al interno de su vida pública. La inculturación es un proceso que los pastores estamos llamados a estimular alentado a la gente a vivir su fe en donde está y con quién está. La inculturación es aprender a descubrir cómo una determinada porción del pueblo de hoy, en el aquí y ahora de la historia, vive, celebra y anuncia su fe. Con la idiosincrasia particular y de acuerdo a los problemas que tiene que enfrentar, así como todos los motivos que tiene para celebrar. La inculturación es un trabajo de artesanos y no una fábrica de producción en serie de procesos que se dedicarían a “fabricar mundos o espacios cristianos”».