Carta del Santo Padre al Presidente de la Pontificia comisión para América Latina
El pasado 4 de marzo, el Santo Padre recibió a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina y el Caribe, al concluir los trabajos sobre «el indispensable compromiso de los fieles laicos en la vida pública de los países latinoamericanos».
En esa ocasión el Santo Padre compartió espontáneamente algunas reflexiones. El sábado 19 de marzo el Cardenal Marc Oeullet, en cuanto Presidente de la CAL, recibió un texto en el que el Santo Padre ha querido continuar la reflexión sobre el tema de la Plenaria.
Eminencia, al término del encuentro de la Comisión para América Latina y el Caribe tuve la oportunidad de encontrar a todos los participantes de la asamblea, en la que se intercambiaron ideas e impresiones sobre la participación pública del laicado en la vida de nuestros pueblos. Quisiera recoger todo lo tratado en aquel encuentro y proseguir aquí la reflexión vivida aquellos días, para que el espíritu de discernimiento y reflexión “no caiga en saco roto”, y nos ayude y siga empujándonos a servir mejor el Santo Pueblo fiel de Dios.
Es precisamente de esta imagen de la que me gustaría partir para nuestra reflexión sobre la actividad pública de los laicos en nuestro contexto latinoamericano. Evocar al Santo Pueblo fiel de Dios es evocar el horizonte al que estamos invitados a mirar y del que reflexionar. Es al Santo Pueblo fiel de Dios al que, como pastores, estamos continuamente invitados a mirar, proteger, acompañar, sostener y servir. Un padre no se concibe a sí mismo sin sus hijos. Puede ser un óptimo trabajador, profesional, marido, amigo, pero lo que le hace padre tiene un rostro: son sus hijos. Lo mismo nos pasa a nosotros, somos pastores. Un pastor no se concibe sin un rebaño, al que está llamado a servir. El pastor es pastor de un pueblo, y al pueblo se le sirve desde dentro. Muchas veces irá delante abriendo camino, otras volverá sobre sus pasos para que ninguno quede atrás, y no pocas veces estará en medio para oír bien el palpitar de la gente.
Mirar al Santo Pueblo fiel de Dios y sentirnos parte integral del mismo nos sitúa en la vida, y por tanto en los temas que tratamos, de manera diversa. Esto nos ayuda a no caer en reflexiones que pueden, per sé, ser muy buenas, pero que acaban con homologar la vida de nuestra gente o con teorizar hasta tal punto que la especulación acaba matando la acción. Mirar continuamente al Pueblo de Dios nos salva de ciertos nominalismos declaracionistas (slogan) que son frases bonitas pero que no logran sostener la vida de nuestras comunidades. Por ejemplo, recuerdo ahora la famosa frase: “es la hora de los laicos”, pero parece que el reloj se haya parado.
Mirar al Pueblo de Dios es recordar que todos hacemos nuestro ingreso en la Iglesia como laicos. El primer sacramento, el que sella para siempre nuestra identidad, y del que deberíamos estar siempre orgullosos, es el bautismo. A través de él y con la unción del Espíritu Santo, (los fieles) “quedan consagrados para formar un templo espiritual y un sacerdocio santo” (Lumen gentium, n. 10). Nuestra primera y fundamental consagración hunde sus raíces en nuestro bautismo. Nadie fue bautizado cura ni obispo. Nos han bautizado laicos y es la señal indeleble que nadie podrá borrar jamás. Nos viene bien recordar que la Iglesia no es una élite de sacerdotes, de consagrados, de obispos, sino que todos forman el Santo Pueblo fiel de Dios. Olvidarnos de eso comporta varios riesgos y deformaciones en nuestra misma experiencia, tanto personal como comunitaria, del ministerio que la Iglesia nos ha confiado. Somos, como bien subraya el concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, cuya identidad es “la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyo corazón habita el Espíritu Santo como en un templo” (Lumen gentium, n. 9). El Santo Pueblo fiel de Dios está ungido con la gracia del Espíritu Santo, y por eso, en el momento de reflexionar, pensar, valorar, discernir, debemos estar muy atentos a esta unción.
Al mismo tiempo, debo añadir otro elemento que considero fruto de un modo equivocado de vivir la eclesiología propuesta por el Vaticano II. No podemos reflexionar sobre el tema del laicado ignorando una de las deformaciones más grandes que América Latina debe afrontar −y a las que os pido prestar una atención particular−, el clericalismo. Esta actitud no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiende incluso a disminuir y minusvalorar la gracia bautismal que el Espíritu Santo ha puesto en el corazón de nuestra gente. El clericalismo lleva a una homologación del laicado; tratándolo como un “mandado”, limita las diversas iniciativas y esfuerzos y, me atrevería a decir, las audacias necesarias para poder llevar la Buena Nueva del Evangelio a todos los ámbitos de la actividad social y sobre todo política. El clericalismo, lejos de impulsar las diversas contribuciones y propuestas, va apagando poco a poco el fuego profético del que toda la Iglesia está llamada a dar testimonio en el corazón de sus pueblos. El clericalismo olvida que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenecen a todo el Pueblo de Dios (cfr. Lumen gentium, nn. 9-14), y no solo a unos pocos elegidos e iluminados.
Hay un fenómeno muy interesante que se ha producido en nuestra América Latina y que deseo citar aquí: creo que es uno de los pocos espacios donde el Pueblo de Dios se ha librado de la influencia del clericalismo: me refiero a la pastoral popular. Ha sido uno de los pocos espacios donde el pueblo (incluyendo a sus pastores) y el Espíritu Santo se han podido encontrar sin el clericalismo que intenta controlar y frenar la unción de Dios sobre los suyos. Sabemos que la pastoral popular, como bien escribió Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, “tiene ciertamente sus límites. Frecuentemente está expuesta a muchas deformaciones de la religión”, pero “si está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, está llena de valores. Manifiesta una sed de Dios que solo los sencillos y los pobres pueden conocer; hace capaces de generosidad y de sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe; comporta un sentido agudo de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante; genera actitudes interiores raramente observadas en otras partes al mismo nivel: paciencia, sentido de la cruz en la vida ordinaria, desprendimiento, apertura a los demás, devoción. Con motivo de estos aspectos, nosotros la llamamos con gusto ‘piedad popular’, es decir, religión del pueblo, en vez de religiosidad… Bien orientada, esa religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo” (n. 48). El Papa Pablo VI usa una expresión que considero fundamental: la fe de nuestro pueblo, sus orientaciones, búsquedas, deseos, anhelos, cuando se logran escuchar y orientar, nos acaban manifestando una genuina presencia del Espíritu. Confiamos en nuestro Pueblo, en su memoria y en su “olfato”, confiamos que el Espíritu Santo actúa en y con él, y que ese Espíritu no es solo “propiedad” de la jerarquía eclesiástica.
He puesto este ejemplo de la pastoral popular como clave hermenéutica que nos puede ayudar a entender mejor la acción que se genera cuando el Santo Pueblo fiel de Dios reza y actúa. Una acción que no queda ligada a la esfera íntima de la persona sino que, al contrario, se transforma en cultura; “una cultura popular evangelizada contiene valores de fe y de solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una mirada llena de gratitud” (Evangelii gaudium, n. 68).
Entonces, de aquí podemos preguntarnos: ¿qué significa que los laicos estén trabajando en la vida pública?
Hoy muchas de nuestras ciudades se han convertido en auténticos lugares de sobrevivencia. Lugares donde parece haberse implantado la cultura del descarte, que deja poco sitio a la esperanza. Ahí encontramos a nuestros hermanos, inmersos en esas luchas, con sus familias, que intentan no solo sobrevivir, sino que, entre contradicciones e injusticias, buscan al Señor y desean darle testimonio. ¿Qué significa para nosotros pastores que los laicos estén trabajando en la vida pública? Significa buscar el modo de poder animar, acompañar y estimular todos los intentos y esfuerzos que hoy ya se hacen para mantener viva la esperanza y la fe en un mundo lleno de contradicciones, especialmente para los más pobres, especialmente con los más pobres. Significa, como pastores, comprometernos en medio de nuestro pueblo y, con nuestro pueblo, sostener la fe y su esperanza. Abriendo puertas, trabajando con él, soñando con él, reflexionando y sobre todo rezando con él. “Necesitamos reconocer la ciudad” −y por tanto todos los espacios donde se realiza la vida de nuestra gente− “a partir de una mirada contemplativa, o sea una mirada de fe que descubra aquel Dios que habita en sus casas, en sus calles, en sus plazas… Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esta presencia no debe ser fabricada, sino descubierta, desvelada. Dios no se esconde a los que lo buscan con corazón sincero” (Evangelii gaudium, n. 71). Nunca es el pastor quien tiene que decir al laico lo que debe hacer y decir; lo sane tanto y mejor que nosotros. No es el pastor quien debe establecer lo que los fieles deben decir en los diversos ámbitos. Como pastores, unidos a nuestro pueblo, nos hace bien preguntarnos cómo estamos estimulando y promoviendo la caridad y la fraternidad, el deseo del bien, de la verdad y de la justicia. Qué hacemos para que la corrupción no anide en nuestros corazones.
Muchas veces hemos caído en la tentación de pensar que el laico comprometido es el que trabaja en las obras de la Iglesia y/o en las cosas de la parroquia o de la diócesis, y hemos pensado poco cómo acompañar a un bautizado en su vida pública y diaria; cómo, en su actividad ordinaria, con las responsabilidades que tiene, se compromete como cristiano en la vida pública. Sin darnos cuenta, hemos generado una élite laical creyendo que son laicos comprometidos solo los que trabajan en cosas “de los curas”, y hemos olvidado, descuidándolo, al creyente que muchas veces quema su esperanza en la lucha ordinaria para vivir la fe. Son estas las situaciones que el clericalismo no puede ver, porque está más preocupado en dominar espacios que en generar procesos. Debemos por tanto reconocer que el laico, por su realidad, por su identidad, inmerso en el corazón de la vida social, pública y política, partícipe de formas culturales que se generan constantemente, necesita nuevas formas de organización y de celebración de la fe. ¡Los ritmos actuales son tan diferentes (no digo mejores o peores) que los que se vivían hace treinta años! “Esto requiere imaginar espacios de oración y de comunión con características novedosas, más atractivas y significativas para las poblaciones urbanas” (Evangelii gaudium, n. 73). Es ilógico, e incluso imposible, pensar que nosotros como pastores deberíamos tener el monopolio de las soluciones para los múltiples desafíos que la vida contemporánea nos presenta. Al contrario, debemos estar de parte de nuestra gente, acompañándola en sus búsquedas y estimulando aquella imaginación capaz de responder a la problemática actual. Y eso discerniendo con nuestra gente, y nunca por nuestra gente o sin nuestra gente. Como diría san Ignacio, “según las necesidades de lugares, tiempos y personas”. O sea, no uniformando. No se pueden dar directivas generales para organizar al Pueblo de Dios en su vida pública. La inculturación es un proceso que los pastores estamos llamados a estimular, animando a la gente a vivir su fe donde está y con quien está. La inculturación es aprender a descubrir cómo una determinada porción del pueblo de hoy, en el aquí y ahora de la historia, vive, celebra y anuncia su fe. Con una identidad particular y según los problemas que debe afrontar, así como con todos los motivos que tiene para alegrarse. La inculturación es un trabajo artesanal y no una fábrica para la producción en serie de procesos que se dedicarían a “fabricar mundos o espacios cristianos”.
En nuestro pueblo se nos pide proteger dos memorias. La memoria de Jesucristo y la memoria de nuestros antepasados. La fe, la hemos recibido, fue un don que nos llegó en muchos casos de manos de nuestras madres, de nuestras abuelas. Ellas han sido la memoria viva de Jesucristo en nuestras casas. Fue en el silencio de la vida familiar donde la mayor parte de nosotros aprendió a rezar, a amar, a vivir la fe. Fue en una vida familiar, que luego asumió la forma de parroquia, de escuela y de comunidad, donde la fe llegó a nuestra vida y se hizo carne. Fue esa fe sencilla la que nos acompañó muchas veces en las diversas vicisitudes del camino. Perder la memoria es desarraigarse del lugar del que venimos y, por tanto, no saber tampoco a dónde vamos. Esto es fundamental, cuando desarraigamos a un laico de su fe, de la de sus orígenes; cuando lo desarraigamos del Santo Pueblo fiel de Dios, lo desarraigamos de su identidad bautismal y así lo privamos de la gracia del Espíritu Santo. Lo mismo nos pasa a nosotros cuando nos desarraigamos como pastores de nuestro pueblo, nos perdemos. Nuestro papel, nuestra alegría, la alegría del pastor, está precisamente en ayudar y estimular, como hicieron muchos antes de nosotros, madres, abuelas y padres, los verdaderos protagonistas de la historia. No por nuestra concesión de buena voluntad, sino por derecho y estatuto propio. Los laicos son parte del Santo Pueblo fiel de Dios y por tanto son los protagonistas de la Iglesia y del mundo; estamos llamados a servirlos, no a servirnos de ellos.
En mi reciente viaje a tierras mexicanas tuve la oportunidad de estar solo con la Madre, dejándome mirar por Ella. En ese espacio de oración, le pude presentar también mi corazón de hijo. En aquel momento estabais también vosotros con vuestras comunidades. En aquel momento de oración, pedí a María que no deje de sostener, como hizo con la primera comunidad, la fe de nuestro pueblo. ¡Que la Virgen Santa interceda por vosotros, os proteja y os acompañe siempre!
Vaticano, 19 de marzo de 2016.
Francisco
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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