Tomado del capítulo IV de la exhortación apostólica postsinodal ‘Amoris laetitia’
El cuarto capítulo de Amoris Laetitia trata del amor en el matrimonio, que es ilustrado a partir del himno al amor de san Pablo (cfr. 1 Cor 13, 4-7). El capítulo es en realidad una exégesis atenta, puntual, inspirada y poética del texto paulino. Se trata como de una colección de fragmentos de un discurso amoroso que está atento a describir el amor humano en términos absolutamente concretos.
Incluimos un extracto del citado capítulo, donde se recoge la glosa que hace el Papa Francisco al himno de la caridad de San Pablo:
90. En el llamado himno de la caridad escrito por san Pablo, vemos algunas características del amor verdadero:
El amor es paciente,
es servicial;
el amor no tiene envidia,
no hace alarde,
no es arrogante,
no obra con dureza,
no busca su propio interés,
no se irrita,
no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad.
Todo lo disculpa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta (1Co 13,4-7).
Esto se vive y se cultiva en medio de la vida que comparten todos los días los esposos, entre sí y con sus hijos. Por eso es valioso detenerse a precisar el sentido de las expresiones de este texto, y buscar una aplicación a la existencia concreta de cada familia.
91. La primera expresión utilizada es makrothymei. La traducción no es simplemente que «todo lo soporta», porque esa idea está expresada al final del v. 7. El sentido se toma de la traducción griega del Antiguo Testamento, donde dice que Dios es «lento a la ira» (Ex 34,6; Nm 14,18). Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los impulsos y evita agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que convoca a su imitación también en la vida familiar. Los textos en los que Pablo usa este término se deben leer con el trasfondo del Libro de la Sabiduría (cf. 11,23; 12,2.15-18); al mismo tiempo que se alaba la moderación de Dios para dar lugar al arrepentimiento, se insiste en su poder que se manifiesta cuando actúa con misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio de la misericordia con el pecador y manifiesta el verdadero poder.
92. Tener paciencia no es dejar que nos maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como objetos. El problema es cuando exigimos que las relaciones sean celestiales o que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de dominar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla. Por eso, la Palabra de Dios nos exhorta: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad» (Ef 4,31). Esta paciencia se afianza cuando reconozco que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, tal como es. No importa si es un estorbo para mí, si altera mis planes, si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si no es todo lo que yo esperaba. El amor tiene siempre un sentido de profunda compasión que lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa de un modo diferente a lo que yo desearía.
93. Sigue la palabra jrestéuetai, que es única en toda la Biblia, derivada de jrestós (persona buena, que muestra su bondad en sus obras). Pero, por el lugar en que está, en estricto paralelismo con el verbo precedente, es un complemento suyo. Así, Pablo quiere aclarar que la «paciencia» nombrada en primer lugar no es una postura totalmente pasiva, sino que está acompañada por una actividad, por una reacción dinámica y creativa ante los demás. Indica que el amor beneficia y promueve a los demás. Por eso se traduce como «servicial».
94. En todo el texto se ve que Pablo quiere insistir en que el amor no es sólo un sentimiento, sino que se debe entender en el sentido que tiene el verbo amar en hebreo: hacer el bien. Como decía san Ignacio de Loyola, el amor se debe poner más en las obras que en las palabras1. Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de entregarse sobreabundantemente, sin medir, sin reclamar pagos, solo por el gusto de dar y servir.
95. Luego se rechaza como contraria al amor una actitud expresada como zeloi (celos, envidia). Significa que en el amor no hay lugar para sentir malestar por el bien de otro (cf. Hch 7,9; 17,5). La envidia es la tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos interesa la felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en el propio bienestar. Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el propio yo. El verdadero amor valora los logros ajenos, no los siente como una amenaza, y se libera del sabor amargo de la envidia. Acepta que cada uno tiene dones diferentes y distintos caminos en la vida. Entonces, procura descubrir su propio camino para ser feliz, dejando que los demás encuentren el suyo.
96. En definitiva, se trata de cumplir lo que pedían los dos últimos mandamientos de la Ley de Dios: No codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él (Ex 20,17). El amor nos lleva a una sentida valoración de cada ser humano, reconociendo su derecho a la felicidad. Amo a esa persona, la miro con la mirada de Dios Padre, que nos regala todo para que lo disfrutemos (1Tm 6,17), y entonces acepto en mi interior que pueda disfrutar de un buen momento. Esa misma raíz del amor es lo que me lleva a rechazar la injusticia de que algunos tengan demasiado y otros no tengan nada, o lo que me mueve a buscar que también los descartables de la sociedad puedan vivir un poco de alegría. Pero eso no es envidia, sino deseos de equidad.
97. Sigue el término perpereuotai, que indica la vanagloria, el ansia de mostrarse como superior para impresionar a otros con una actitud pedante y algo agresiva. Quien ama, no sólo evita hablar demasiado de sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás, sabe ponerse en su lugar sin pretender ser el centro. La palabra siguiente −physioutai− es muy parecida, porque indica que el amor no es arrogante. Literalmente expresa que no se «agranda» ante los demás, e indica algo más sutil. No es sólo una obsesión por mostrar las propias cualidades, sino que además se pierde el sentido de la realidad. Se considera más grande de lo que es, porque se cree más espiritual o sabio. Pablo usa este verbo otras veces, por ejemplo para decir que la ciencia hincha, el amor en cambio edifica (1Co 8,1). Es decir, algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican a exigirles y controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes es el amor que comprende, cuida y protege al débil. En otro versículo también lo aplica para criticar a los que se agrandan (cf. 1Co 4,18), pero en realidad tienen más palabrería que verdadero poder del Espíritu (cf. 1Co 4,19).
98. Es importante que los cristianos vivan esto en su modo de tratar a los familiares poco formados en la fe, frágiles o menos firmes en sus convicciones. A veces ocurre lo contrario: los supuestamente más adelantados de la familia se vuelven arrogantes e insoportables. La actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad. Jesús recordaba a sus discípulos que en el mundo del poder cada uno trata de dominar a otro, y por eso les dice: No ha de ser así entre vosotros (Mt 20,26). La lógica del amor cristiano no es la de quien se siente más que otros y necesita hacerles sentir su poder, sino que el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor (Mt 20,27). En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor. También para la familia es este consejo: Tened sentimientos de humildad unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia (1P 5,5).
99. Amar también es volverse amable, y de ahí toma sentido la palabra asjemonéi. Quiere indicar que el amor no obra con rudeza, no actúa de modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a los demás. La cortesía es una escuela de sensibilidad y desinterés, que exige a la persona cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar. Ser amable no es un estilo que un cristiano puede elegir o rechazar. Como parte de las exigencias irrenunciables del amor, todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean. Cada día, entrar en la vida del otro, incluso cuando forma parte de nuestra vida, pide la delicadeza de una actitud no invasora, que renueve la confianza y el respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y profundo, más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón.
100. Para disponerse a un verdadero encuentro con el otro, se requiere una mirada amable puesta en él. Esto no es posible cuando reina un pesimismo que destaca defectos y errores ajenos, quizás para compensar los propios complejos. Una mirada amable permite que no nos detengamos tanto en sus limitaciones, y así podamos tolerarlo y unirnos en un proyecto común, aunque seamos diferentes. El amor amable genera vínculos, cultiva lazos, crea nuevas redes de integración, construye una trama social firme. Así se protege a sí mismo, ya que sin sentido de pertenencia no se puede sostener una entrega por los demás, cada uno termina buscando sólo su conveniencia y la convivencia se hace imposible. Una persona antisocial cree que los demás existen para satisfacer sus necesidades, y que cuando lo hacen sólo cumplen con su deber. Por lo tanto, no hay lugar para la amabilidad del amor y su lenguaje. El que ama es capaz de decir palabras de aliento que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan. Veamos, por ejemplo, algunas palabras que decía Jesús a las personas: ¡Ánimo hijo! (Mt 9,2). ¡Qué grande es tu fe! (Mt 15,28). ¡Levántate! (Mc 5,41). Vete en paz (Lc 7,50). No tengáis miedo (Mt 14,27). No son palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian. En la familia hay que aprender este lenguaje amable de Jesús.
101. Hemos dicho muchas veces que para amar a los demás primero hay que amarse a sí mismo. Sin embargo, este himno al amor afirma que el amor no busca su propio interés, o no busca lo suyo. También se usa esta expresión en otro texto: No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás (Flp 2,4). Ante una afirmación tan clara de las Escrituras, hay que evitar darle prioridad al amor a sí mismo como si fuera más noble que el don de sí a los demás. Una cierta prioridad del amor a sí mismo sólo puede entenderse como una condición psicológica, en cuanto que quien es incapaz de amarse a sí mismo encuentra dificultades para amar a los demás: El que es tacaño consigo mismo, ¿con quién será generoso? [...] Nadie peor que el avaro consigo mismo (Si 14,5-6).
102. Pero el mismo santo Tomás de Aquino explicó que pertenece más a la caridad querer amar que querer ser amado y que, de hecho, las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser amadas. Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse gratis, sin esperar nada a cambio (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande, que es dar la vida por los demás (Jn 15,13). ¿Todavía es posible ese desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el fin? Seguramente es posible, porque es lo que pide el Evangelio: Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis (Mt 10,8).
103. Si la primera expresión del himno nos invitaba a la paciencia que evita reaccionar bruscamente ante las debilidades o errores de los demás, ahora aparece otra palabra −paroxýnetai−, que se refiere a una reacción interior de indignación provocada por algo externo. Se trata de una violencia interna, de una irritación no manifiesta que nos coloca a la defensiva de los otros, como si fueran enemigos molestos que hay que evitar. Alimentar esa agresividad íntima no sirve para nada. Sólo nos enferma y termina aislándonos. La indignación es sana cuando nos lleva a reaccionar ante una grave injusticia, pero es dañina cuando tiende a impregnar todas nuestras actitudes ante los demás.
104. El Evangelio invita más bien a mirar la viga en el propio ojo (cf. Mt 7,5), y los cristianos no podemos ignorar la constante invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la ira: No te dejes vencer por el mal (Rm 12,21). No nos cansemos de hacer el bien (Ga 6,9). Una cosa es sentir la fuerza de la agresividad que brota, y otra es consentirla, dejar que se convierta en una actitud permanente: Si os indignáis, no lleguéis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo (Ef 4,26). Por eso, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia. Y, «¿cómo debo hacer las paces? ¿Poniéndome de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto, algo pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras. Pero nunca terminar el día en familia sin hacer las paces». La reacción interior ante una molestia que nos causen los demás debería ser ante todo bendecir en el corazón, desear el bien del otro, pedir a Dios que lo libere y lo sane: Responded con una bendición, porque para eso habéis sido llamados: para heredar una bendición (1P 3,9). Si tenemos que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos no a la violencia interior.
105. Si permitimos que un mal sentimiento penetre en nuestras entrañas, dejamos lugar a ese rencor que se añeja en el corazón. La frase logízetai to kakón significa tiene en cuenta el mal, lo lleva anotado, es decir, es rencoroso. Lo contrario es el perdón, un perdón que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender la debilidad ajena y trata de buscar excusas a la otra persona, como Jesús cuando dijo: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23,34). Pero la tendencia suele ser la de buscar más y más culpas, la de imaginar más y más maldad, la de suponer todo tipo de malas intenciones, y así el rencor va creciendo y se arraiga. De ese modo, cualquier error o caída del cónyuge puede dañar el vínculo amoroso y la estabilidad familiar. El problema es que a veces se le da a todo la misma gravedad, con el riesgo de volverse crueles ante cualquier error ajeno. La justa reivindicación de los propios derechos se convierte en una persistente y constante sed de venganza más que en una sana defensa de la propia dignidad.
106. Cuando hemos sido ofendidos o desilusionados, el perdón es posible y deseable, pero nadie dice que sea fácil. La verdad es que la comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de ahí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar.
107. Hoy sabemos que para poder perdonar necesitamos pasar por la experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las personas que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos. Eso hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando del cariño, llenándonos de temores en las relaciones interpersonales. Entonces, poder culpar a otros se convierte en un falso alivio. Hace falta orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir con las propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder tener esa misma actitud con los demás.
108. Pero eso supone la experiencia de ser perdonados por Dios, justificados gratuitamente, y no por nuestros méritos. Fuimos alcanzados por un amor previo a toda obra nuestra, que siempre da una nueva oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el amor de Dios es incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar, entonces podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun cuando hayan sido injustos con nosotros. De otro modo, nuestra vida en familia dejará de ser un lugar de comprensión, acompañamiento y estímulo, y será un espacio de permanente tensión o de mutuo castigo.
109. La expresión jairei epi te adikía indica algo negativo afincado en el secreto del corazón de la persona. Es la actitud venenosa del que se alegra cuando ve que se le hace injusticia a alguien. La frase se complementa con la siguiente, que lo dice de modo positivo: sygjairei te alétheia: se regocija con la verdad. Es decir, se alegra con el bien del otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando se valoran sus capacidades y sus buenas obras. Eso es imposible para quien necesita estar siempre comparándose o compitiendo, incluso con el propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente de sus fracasos.
110. Cuando una persona que ama puede hacer un bien a otro, o cuando ve que al otro le va bien en la vida, lo vive con alegría, y de ese modo da gloria a Dios, porque Dios ama al que da con alegría (2Co 9,7). Nuestro Señor aprecia de manera especial a quien se alegra con la felicidad del otro. Si no alimentamos nuestra capacidad de gozar con el bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría, ya que como dijo Jesús hay más felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35). La familia debe ser siempre el lugar donde alguien que logra algo bueno en la vida sabe que allí lo van a celebrar con él.
111. El elenco se completa con cuatro expresiones que hablan de una totalidad: todo. Disculpa todo, cree todo, espera todo, soporta todo. De este modo, se remarca con fuerza el dinamismo contracultural del amor, capaz de hacerle frente a cualquier cosa que pueda amenazarlo.
112. En primer lugar se dice que todo lo disculpa: panta stegei. Se diferencia de no tiene en cuenta el mal, porque este término tiene que ver con el uso de la lengua; puede significar guardar silencio sobre lo malo que puede haber en otra persona. Implica limitar el juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e implacable: No condenéis y no seréis condenados (Lc 6,37). Aunque vaya en contra de nuestro habitual uso de la lengua, la Palabra de Dios nos pide: No habléis mal unos de otros, hermanos (St 4,11). Detenerse a dañar la imagen del otro es un modo de reforzar la propia, de descargar los rencores y envidias sin importar el daño que causemos. Muchas veces se olvida que la difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa a Dios, cuando afecta gravemente la buena fama de los demás, ocasionándoles daños muy difíciles de reparar. Por eso, la Palabra de Dios es tan dura con la lengua, diciendo que es un mundo de iniquidad que contamina a toda la persona (St 3,6), como un mal incansable cargado de veneno mortal (St 3,8). Si con ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios (St 3,9), el amor cuida la imagen de los demás, con una delicadeza que lleva a preservar incluso la buena fama de los enemigos. En la defensa de la ley divina nunca debemos olvidarnos de esta exigencia del amor.
113. Los esposos que se aman y se pertenecen, hablan bien el uno del otro, intentan mostrar el lado bueno del cónyuge más allá de sus debilidades y errores. En todo caso, guardan silencio para no dañar su imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota de una actitud interna. Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver las dificultades y los puntos débiles del otro, sino la amplitud de miras de quien coloca esas debilidades y errores en su contexto. Recuerda que esos defectos son sólo una parte, no la totalidad del ser del otro. Un hecho desagradable en la relación no es la totalidad de esa relación. Entonces, se puede aceptar con sencillez que todos somos una compleja combinación de luces y de sombras. El otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que eso. Por la misma razón, no le exijo que su amor sea perfecto para valorarlo. Me ama como es y como puede, con sus límites, pero que su amor sea imperfecto no significa que sea falso o que no sea real. Es real, pero limitado y terreno. Por eso, si le exijo demasiado, me lo hará saber de alguna manera, ya que no podrá ni aceptará jugar el papel de un ser divino ni estar al servicio de todas mis necesidades. El amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante las limitaciones del ser amado.
114. Panta pisteuei, todo lo cree, por el contexto no se debe entender fe en el sentido teológico, sino en el sentido corriente de confianza. No se trata sólo de no sospechar que el otro esté mintiendo o engañando. Esa confianza básica reconoce la luz encendida por Dios, que se esconde detrás de la oscuridad, o la brasa que todavía arde bajo las cenizas.
115. Esta misma confianza hace posible una relación de libertad. No es necesario controlar al otro, seguir minuciosamente sus pasos, para evitar que escape de nuestros brazos. El amor confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar. Esa libertad, que hace posible espacios de autonomía, apertura al mundo y nuevas experiencias, permite que la relación se enriquezca y no se convierta en un círculo cerrado sin horizontes. Así, los cónyuges, al reencontrarse, pueden vivir la alegría de compartir lo que han recibido y aprendido fuera del círculo familiar. Al mismo tiempo, hace posible la sinceridad y la transparencia, porque cuando uno sabe que los demás confían en él y valoran la bondad básica de su ser, entonces sí se muestra tal cual es, sin ocultamientos. Alguien que sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo aman de manera incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas y debilidades, fingir lo que no es. En cambio, una familia donde reina una básica y cariñosa confianza, y donde siempre se vuelve a confiar a pesar de todo, permite que brote la verdadera identidad de sus miembros, y hace que espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad o la mentira.
116. Panta elpízei: no desespera del futuro. Conectado con la palabra anterior, indica la espera de quien sabe que el otro puede cambiar. Siempre espera que sea posible una madurez, un sorpresivo brote de belleza, que las potencialidades más ocultas de su ser germinen algún día. No significa que todo vaya a cambiar en esta vida. Implica aceptar que algunas cosas no pasen como uno desea, sino que quizás Dios escriba derecho con los renglones torcidos de una persona y saque algún bien de los males que ella no logre superar en esta tierra.
117. Aquí se hace presente la esperanza en todo su sentido, porque incluye la certeza de una vida más allá de la muerte. Esa persona, con todas sus debilidades, está llamada a la plenitud del cielo. Allí, completamente transformada por la resurrección de Cristo, ya no existirán sus fragilidades, sus oscuridades ni sus patologías. Allí el verdadero ser de esa persona brillará con toda su potencia de bien y hermosura. Eso también nos permite, en medio de las molestias de esta tierra, contemplar a esa persona con una mirada sobrenatural, a la luz de la esperanza, y esperar esa plenitud que un día recibirá en el Reino celestial, aunque ahora no sea visible.
118. Panta hypoménei significa que sobrelleva con espíritu positivo todas las contrariedades. Es mantenerse firme en medio de un ambiente hostil. No consiste sólo en tolerar algunas cosas molestas, sino en algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz de superar cualquier desafío. Es amor a pesar de todo, aun cuando todo el contexto invite a otra cosa. Manifiesta una dosis de heroísmo tozudo, de potencia en contra de toda corriente negativa, una opción por el bien que nada puede derribar. Esto me recuerda aquellas palabras de Martin Luther King, cuando volvía a optar por el amor fraterno aun en medio de las peores persecuciones y humillaciones: La persona que más te odia, tiene algo bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno en ella; incluso la raza que más odia, tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la religión llama la “imagen de Dios”, comienzas a amarlo “a pesar de”. No importa lo que haga, ves la imagen de Dios allí. Hay un elemento de bondad del que nunca puedes deshacerte [...] Otra manera para amar a tu enemigo es esta: cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese es el momento en que debes decidir no hacerlo [...] Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar son los sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema [...] Odio por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal [...] Alguien debe tener suficiente religión y moral para cortarla e inyectar dentro de la propia estructura del universo ese elemento fuerte y poderoso del amor.
119. En la vida familiar hace falta cultivar esa fuerza del amor, que permite luchar contra el mal que la amenaza. El amor no se deja dominar por el rencor, el desprecio hacia las personas, el deseo de lastimar o de cobrarse algo. El ideal cristiano, y de modo particular en la familia, es amor a pesar de todo. A veces me admira, por ejemplo, la actitud de personas que han debido separarse de su cónyuge para protegerse de la violencia física y, sin embargo, por la caridad conyugal que sabe ir más allá de los sentimientos, han sido capaces de procurar su bien, aunque sea a través de otros, en momentos de enfermedad, de sufrimiento o de dificultad. Eso también es amor a pesar de todo.
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