Los fabricantes de máquinas, de programas y de nuevos recursos tecnológicos se han apoderado de la vida de muchos seres humanos convirtiéndolos en dóciles consumidores ansiosos de novedades
Cuando regresé a la Houghton Library de la Universidad de Harvard hace cosa de cinco años para consultar unos manuscritos del filósofo y científico norteamericano
Charles S. Peirce (1839-1914), descubrí que las fotocopiadoras que había empleado en mis visitas anteriores habían sido eliminadas. Ahora los investigadores, si querían obtener copias de los documentos que consultaban, debían hacer fotos con su cámara con tal de que no emplearan el flash, silenciaran el clic del disparador y no utilizaran ningún soporte.
A renglón seguido acudí a Hunt’s Photo Video, que era la tienda más cercana, y adquirí por 220 dólares una camarita Nikon Cool Pix con la que desde entonces he hecho miles de fotografías, de mucha mejor calidad que las que un inexperto como yo puede hacer con su teléfono móvil. La pasada semana cuando nevó en Pamplona y quise tomar unas fotos del campus nevado, advertí que la imagen que captaba el objetivo aparecía borrosa y a los dos días dejó de funcionar emitiendo un misterioso mensaje sobre unos supuestos problemas en el objetivo. Llevé la cámara a una acreditada tienda de material fotográfico de Pamplona y me recomendaron que me comprara una cámara nueva idéntica por solo 80 euros, pues los técnicos que hacen las reparaciones cobran 70 euros por hora. Es lo que hice y con la nueva cámara me regalaron una funda nueva para protegerla y un palo para hacer “selfies“.
Todo el suceso me dejó pensando. No sé si la obsolescencia de la cámara estaba ya prevista por los fabricantes. Me trajo a la cabeza que quizá los seres humanos padecemos un fenómeno semejante: nos hacemos viejos y eso no solo se nota en las canas, la menor agilidad o la pérdida de memoria, sino sobre todo en nuestra patente incompetencia ante las máquinas que −me parece a mí− crece de modo exponencial. Como ahora se dice, quienes hemos nacido antes de 1980 no somos “nativos digitales”, sino −en expresión de Marc Prensky− “inmigrantes digitales” a los que las nuevas tecnologías siempre resultan en cierto sentido extrañas. En mi caso esto es evidente, sobre todo, cuando la gente joven me advierte de que “no saco partido” −es la expresión fatídica− al teléfono móvil que tengo, pues apenas consigo teclear los números con mis torpes dedos, o en tantas otras cosas tecnológicas más.
Mientras me encantan los artefactos que duran veinte años o más —desde la pluma estilográfica hasta la maquinilla de afeitar— me irritan las máquinas, los programas y los sistemas que hay que volver a aprender de nuevo cada tres o cuatro años a causa de novedades de cuya supuesta utilidad no llego casi nunca a enterarme. ¡Cuántos textos escritos en mi ordenador hace 20 años que ya no puedo leer porque no sobrevive el programa para abrirlos! Viene a mi cabeza aquel principio del manual de la armada norteamericana identificado como “the law of KISS” [la ley del beso], pero KISS es el acróstico de un sabio lema de la ingeniería militar: “Keep It Simple, Stupid!“. Cuanto más sencillo y simple sea un mecanismo tanto más seguro y eficiente será a la larga. En cambio, el progreso tecnológico acelerado consiste muchas veces en la acumulación de nuevas prestaciones y aplicaciones que requieren una potencia cada vez mayor de las máquinas y que el usuario medio apenas llegará quizás a utilizar.
Muchas películas de ciencia ficción tipo Matrix muestran la rebelión de las máquinas que se han apoderado del planeta, mientras los humanos que quedan se ocultan en lugares remotos para no ser aniquilados. No ocurre esto en la vida real ni parece razonable que llegue a ocurrir nunca, pero en cambio los fabricantes de máquinas, de programas y de nuevos recursos tecnológicos se han apoderado de la vida de muchos seres humanos −sobre todo de los más jóvenes− convirtiéndolos en dóciles consumidores ansiosos de novedades.
Vale la pena decir que no: afirmar nuestra independencia personal, nuestra liberación de las máquinas, nuestra libertad interior ante la presión del consumismo tecnológico, para poder así cuidar a los demás y disfrutar de la naturaleza, en vez de estar atendiendo permanentemente a pantallas, tabletas y móviles, que por otra parte son utilísimas para mantener la comunicación con quienes queremos. En esto, como en tantas otras cosas, vale la pena decir −con Mies van der Rohe y la encíclica Laudato Si’−que “menos es más”. Me encanta venir caminando todas las mañanas a la Universidad: es mucho mejor que hacerlo en un coche de lo más moderno aunque fuera un Tesla eléctrico. Como me decía un día la profesora Susan Haack, poder ir paseando al trabajo es realmente una señal de calidad de vida.
En resumen, la obsolescencia programada de las máquinas que tanto favorece el consumismo, puede ser también una invitación a pensar en nuestra relación con todos estos aparatos y así tratar de liberarnos un poco de ellos, afirmando la verdadera calidad humana de nuestra vida, que es, a fin de cuentas, lo único que no queda obsoleto.