"Perdonar las ofensas representa, en cierto modo, lo más divino que pueden realizar los hombres", señala el Prelado en su carta de abril, en la que dedica amplio espacio al perdón
El texto de san Juan: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él (3, 16-17), da pie a Mons. Javier Echevarría, al comienzo de su Carta pastoral de este mes de abril, para manifestar la necesidad de agradecimiento a la Santísima Trinidad por este derroche de bondad y misericordia, afirmando que la pasión y muerte del Señorconstituye el culmen del compromiso que Dios, libremente, quiso contraer con la humanidad, mediante el cual no se limitó a alcanzarnos el perdón de los pecados viviendo y trabajando entre nosotros, aunque la más pequeña acción suya tenía valor sobreabundante para redimirnos; ni tampoco se contentó con interceder por nosotros, aunque bien sabía que Dios Padre escuchaba siempre su oración. Decidió llegar hasta el extremo, porque nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos (Juan, 15-13).
Manifiesta el Prelado el buen ejemplo que representa para los cristianos lo que san Josemaría ha dejado escrito en Surco: Perdonar. ¡Perdonar con toda el alma y sin resquicio de rencor! Actitud siempre grande y fecunda.
−Ese fue el gesto de Cristo al ser enclavado en la cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen", y de ahí vino tu salvación y la mía, lo que nos ha de llevar a pedir a Dios que sepamos ser indulgentes y disculpar enseguida a quienes nos hayan ofendido, sin resentimientos.
Perdonar las ofensas −continua− representa, en cierto modo, lo más divino que pueden realizar los hombres. No se queda sólo en una obra de misericordia, sino que también es condición y plegaria para que Dios remita nuestros pecados, como el Maestro nos enseñó en la oración del padrenuestro: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Tenemos muy grabadas muchas escenas del Evangelio, afirma, en las que se manifiesta esta actitud de Jesús: su perdón a la mujer pecadora en casa de Simón el fariseo, la parábola del hijo pródigo o de la oveja perdida, su clemencia con la mujer adúltera..., concluyendo con que esa es la senda que los cristianos hemos de recorrer, para asemejarnos al Maestro, en la línea de lo que el Fundador del Opus Dei escribe en el número 158 de Es Cristo que pasa: Ese camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor.
Sin embargo, sugiere, como repetía san Josemaría, para amar de este modo resulta imprescindible que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda. Y propone hacerse cada uno unas preguntas comprometedoras, a las que hemos de responder sinceramente: ¿Sabemos perdonar desde el primer momento las ofensas recibidas, que muchas veces no son tales, sino fruto de nuestra imaginación o exageraciones de nuestra susceptibilidad? ¿Nos esforzamos por cancelarlas del corazón, sin volver una y otra vez sobre esos temas? ¿Pedimos ayuda al Señor y a la Santísima Virgen, cuando notamos que nos resulta difícil perdonar?, afirmando que así ha de ser nuestra actitud constante (…) es decir, siempre.
Después de citar unas palabras del Santo Padre Francisco en la Bula Misericordiæ vultus, en las que aparece otra dimensión del perdón cristiano: solicitarlo a los demás en cuanto nos percatamos de haberles ofendido, que no es una humillación, sino al contrario: es manifestación de grandeza de espíritu, de corazón amplio, de alma generosa, resalta el ejemplo de la facilidad con que san Josemaría pedía disculpas, con humildad verdadera, si pensaba que alguien se había quedado herido por una reprensión suya, aunque hubiese sido hecha justamente.
Y concluye su Carta: El día 20 da comienzo un año más de mi servicio a la Iglesia como Prelado del Opus Dei. Y el 23 administraré el presbiterado a un numeroso grupo de hermanos vuestros, diáconos de la Prelatura. Rezad mucho por ellos y por mí, y por todos los sacerdotes de la Iglesia. Vivamos siempre consummati in unum, bien unidos en la oración, en las intenciones, en las obras, para que el Señor continúe mirándonos con misericordia. Y sigamos teniendo muy presente en nuestra oración al Papa y todas sus intenciones.