Unas cordiales observaciones, que solamente pretenden orientar al posible lector sobre un extremo jurídico, tal vez no adecuadamente enfocado
Los juristas sabemos que no hay institución jurídica que, vista de cerca, no descubra enseguida un largo proceso de decantación histórica que culmina en la normativa que se pretende estudiar. Para comprender el derecho vivo es imprescindible respetar su historia. En especial, en el caso del Derecho canónico que tiene un trasfondo teológico.
Por eso, tras la lectura de las páginas que el cardenal Fernando Sebastián −en sus recientes Memorias con esperanza− dedica a la figura jurídica de las prelaturas personales, me parece oportuno, como jurista, precisar algunos aspectos que, en ese libro, no quedan adecuadamente explicados, quizá porque la memoria del autor, a distancia de muchos años, fácilmente ha podido desdibujar un tanto los hechos. Para el lector no informado advertiré que, por “prelatura personal”, se entiende en Derecho una circunscripción eclesiástica, delimitada por criterios personales, que se erige para la realización de determinadas obras pastorales o misioneras peculiares.
Para el autor de la obra a la que acabo de referirme, “La figura de las prelaturas personales había aparecido en los textos del Concilio probablemente por sugerencia de alguien de la misma Prelatura” (se refiere a la Prelatura del Opus Dei). En realidad, la figura de las Prelaturas personales fue establecida tras el examen, discusión y propuesta de dos distintas Comisiones conciliares de trabajo, completadas por la sucesiva discusión y aprobación en Congregación general por parte de 2.390 obispos. A lo que se suma la definitiva sanción y promulgación por el Papa Pablo VI el 7 de diciembre de 1965. Precisamente, la popularidad del Concilio Vaticano II se asienta, entre otros factores, en la seriedad con la que fueron llevados sus trabajos.
Los hechos son esenciales para entender las acciones de un legislador, en este caso el Papa san Juan Pablo II. Por eso, ante una norma, se requiere una doble perspectiva: la histórica y la sistemática, de modo que el intérprete tenga en cuenta los presupuestos de hecho de la misma en su posición natural y verdadera. Refiriéndose a la primera Prelatura personal (la del Opus Dei) −aprobada después de uno de los estudios más exhaustivos que se han hecho en la historia de las instituciones canónicas− el cardenal Sebastián afirma: “En agosto de 1982..., (en el que) el Papa tenía intención de erigir el Opus Dei como Prelatura Personal, al amparo del canon 295”.
Al bienintencionado autor probablemente le traiciona la memoria, pues en esa fecha (1982) el canon que cita no existía aún, con lo que la afirmación se pierde en la nada jurídica, produciendo la natural desorientación para el lector no iniciado. Conviene que este sepa que esa norma (el c. 295) pertenece al Código de Derecho canónico promulgado el 25 de enero de 1983. Los hechos ciertos son más bien que Juan Pablo II, como es sabido, tomó la decisión de erigir el Opus Dei en Prelatura personal, en base al repetido y serio estudio hecho en la Congregación de Obispos de la Curia Romana desde 1979, y a la sucesiva consulta al Episcopado mundial, que el propio Papa ordenó que se hiciera en noviembre de 1981.
En esta consulta el Papa dispuso que se enviase a los obispos el esquema de estatuto jurídico de la futura Prelatura, donde quedaba claro que el Opus Dei, para la realización de su actividad apostólica, continuaría solicitando, como antes, la venia (es decir, la autorización) de los respectivos obispos diocesanos, con los que mantendría contacto de armónica colaboración. De ahí que sea una suposición no correcta esta que el autor escribe: «Eso suponía que se le concedía al Opus Dei un estatuto jurídico al margen de la autoridad de los obispos». Según el por entonces Secretario General de la Conferencia Episcopal española “enviamos nuestros informes contrarios”. Esta posición fue bastante aislada, pues la verdad es que la gran mayoría de los obispos consultados a través de las Nunciaturas de todo el mundo dieron su parecer favorable, seguramente también los españoles.
Concuerdo con el autor en que “la prelatura no es equiparable a una Diócesis”. Efectivamente, la doctrina canónica, incluido quien escribe estas líneas, excluye una completa equiparación. Pero de lo que me permitirá discrepar D. Fernando, es de lo que implícitamente afirma de que la Prelatura personal no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia. Con todo respeto, me temo que se confunden aquí dos conceptos diferentes: “Iglesia particular” y “constitución jerárquica de la Iglesia”. La pertenencia a la constitución jerárquica de la Iglesia de una Prelatura erigida por la Sede Apostólica para la realización de una especial labor pastoral, no es porque sea una Iglesia particular −que no lo es− sino porque teniendo el Prelado, sea o no obispo, una potestad eclesiástica de jurisdicción ordinaria y propia, se inserta en la estructura jerárquica.
Teología y Derecho son dos cimas que, muchas veces, contemplan el mismo objeto. Pero, como ha dicho un excelente canonista, “no debe hacerse Derecho de forma teológica ni Teología de forma jurídica” (Jimenez Urresti). De ahí que me haya permitido estas cordiales observaciones, que solamente pretenden orientar al posible lector sobre un extremo jurídico, tal vez no adecuadamente enfocado por el ilustre teólogo de ‘Memorias con esperanza’.
Rafael Navarro-Valls Catedrático de Derecho canónico y académico/secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.