Cristo ha resucitado, el mundo está en paz y los niños aterrados en noches de insomnio, saben cómo sus madres les dicen que no pasa nada, que no hay miedos y una madre no miente
Después del sábado más largo de la historia, más vacío, más triste, más lluvioso. Sólo una Mujer, cree, espera, ama; va recorriendo las catorce estaciones y encuentra cada gota de sangre; sin mirar, acierta porque esa es sangre suya también; cada huella.
Y muy de madrugada del primer día de la semana (qué claro lo tuvieron los primeros cristianos, que fueron conscientes de que aquel era el primer domingo de la historia, que no necesitaron esperar a Bultman para que les explicase el antiguo y el nuevo testamento), Jesús ansiaba resucitar, sólo por abrazar a su Madre, sin palabras, acompasando sus corazones, uno humano y otro glorioso, que latía junto a María y en todo el cosmos hasta el principio del bing-bang.
Su hijo siempre había sido bello, pero ahora era más bello, sus cabellos eran rubios, lisos, con rizos, morenos, azabache, no por el reflejo de la luz, sino porque eran luz. Ella quería irse con Él, pero el Hijo le pidió que se quedara, para que la Iglesia tuviese Madre. Y en un instante la Madre se vio abrazando su propio corazón.
Luego vinieron aquellas santas mujeres, Pedro y Juan, los discípulos de Emaús, el tozudo de Tomás que quería tocar y meter su mano en las heridas que su cuerpo cósmico y glorioso quiso conservar. "Dinos María de Magdala que viste en el camino?" Cuéntanos Simón, que volviste a ser Pedro en la orilla de una playa, tus tres afirmaciones: Señor Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo, y tomando el testigo nos ha llegado la única verdad que merece ser creída y proclamada.
Nuestra Fe no es etérea, llena de buenos sentimientos. Es concreta y real como aquellas vendas y el sudario. Cristo ha resucitado, el mundo está en paz y los niños aterrados en noches de insomnio, saben cómo sus madres les dicen que no pasa nada, que no hay miedos y una madre no miente.