Una luz que no ha dejado de iluminar todos los senderos transitados por hombres y mujeres en cualquier rincón de la tierra
Nadie esperaba recibir aquel día una noticia semejante. “Un muerto ha resucitado”.
Cuando la losa que cubría la entrada del sepulcro se desplomó y el cuerpo glorioso de Jesucristo abandonó el lugar donde le habían depositado cadáver, la tierra guardó silencio, el universo contuvo el aliento, los ángeles cantaron Aleluya en el cielo, y el diablo se estremeció.
¡Resucitó!
María Magdalena y otras mujeres buscaron el cadáver, no lo encontraron. Ella vio pronto al Señor. Muchos a lo largo de los años, desde entonces, han querido encontrar el “cadáver”, y no han aceptado otra razón de su desaparición, que la que se le ocurrió a los gobernantes de entonces. Pagaron a los soldados, que guardaban el sepulcro y se durmieron, para que propalaran la noticia de que algunos de los seguidores de “un tal Jesús”, aprovecharon el sueño que había dominado a los guardianes aquella noche, y habían robado el cadáver. Nadie sabía dónde lo habían escondido.
En realidad, son muchos los que se obstinan en quedarse en la explicación de los soldados; sencillamente porque no quieren admitir, se obstinan en no admitir, la realidad que la Resurrección pone ante los ojos del mundo: la realidad de la Muerte y del Pecado. En definitiva, los límites de la razón, del poder y de la “autónoma-independencia” del hombre.
La Resurrección coloca al hombre ante su propia muerte; y le dice, con toda claridad, que en el cementerio no se acaba todo. Que hay vida después del último latido del corazón humano. Y como los hombres, en cualquier rincón del mundo, siempre llegarán a dar su último paso en la tierra, siempre morirán; la Resurrección seguirá dando luz a su inteligencia, hasta que el universo dé su última vuelta.
De haber existido un periódico en Jerusalén aquel día de la Resurrección, se habría limitado a dar la noticia entre otros rumores que corrieran en la ciudad. Nada más.
La noticia de ese hecho tiene la misma actualidad hoy que hace dos mil años. Y la Iglesia seguirá anunciándola año tras año, Pascua tras Pascua, hasta el fin del mundo. Lo que aconteció aquella madrugada en un sepulcro de Jerusalén hoy es conocido, y vivido, en las cimas del Everest, en las alturas de los Alpes; en las llanuras de Polonia; en las pampas argentinas; en las selvas africanas; en los suburbios de Nueva Delhi.
Nadie esperaba que algo semejante pudiera tener lugar. Ni la mente más calenturienta podía haber llegado nunca a imaginárselo. Sobre la Tierra, sólo una Mujer, allá en el fondo de su corazón, estaba pendiente de recibir la confirmación de que lo anunciado, había tenido ya lugar.
La Resurrección sitúa al hombre ante los límites de su poder de construirse a sí mismo, de su “autonómica-independencia” de hacerse a sí mismo.
Cristo ha muerto para que nosotros podamos vencer el pecado, con Él, en nuestro vivir.
¿Quién reconoce hoy que comete “pecado”? ¿Que algunas de sus obras −adulterios, abortos, violaciones, blasfemias, abandono del hogar familiar, robos, calumnias, etc., etc., merece la calificación de “Pecado”?
Al cabo de dos mil años, muchos hombres y mujeres siguen cerrando los ojos a la luz del sepulcro vacío, a la Luz del Resucitado que allí destrozó la Muerte, destrozó el Pecado.
Y sin reconocer el límite de la Muerte, el hombre no abre su mirada a la Vida Eterna. Y sin reconocer la presencia del “Pecado” en sus acciones, el hombre no abre su inteligencia al Bien y al Mal. Y sin abrirse a la Vida Eterna, y cerrándose a la realidad del Bien y del Mal, el hombre no construye nada sobre la tierra: ni cultura, ni civilización alguna; sencillamente porque no tiene cauces para relacionarse con los demás: se contempla a sí mismo, a nadie le interesa lo más mínimo; se agosta en “su” libertad, que solo le sirve para encerrarse en su caja de muerto.
La Resurrección es el único acontecimiento que marca un antes y un después en la historia del mundo, en todo el vivir de los hombres sobre este pequeño planeta llamado Tierra. Y no sólo marca un antes y un después. No poco pensadores consideran −y no les falta razón− que es, ha sido, el acontecimiento que da sentido a todas las civilizaciones, a todas las historias de las luchas de los hombres, de sus grandes descubrimientos, de sus más azarosas batallas contra ellos mismos y contra todos los elementos más adversos que se haya podido encontrar. Y continuará dando sentido a todo lo que el hombre construya y destruya sobre la tierra, hasta el fin del mundo. Que el mundo tendrá fin.
Jesús ha Muerto; Jesucristo ha Resucitado. Dios ha vivido la muerte del hombre y en el hombre; el hombre vivirá la Vida de Dios, en Dios.
Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre ha vivido la muerte en la Cruz −¿dónde está oh muerte tu victoria?−; Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre “de María Virgen”, ha Resucitado en Cuerpo Glorioso. Ya no existía ningún cadáver: la Resurrección de la Carne había comenzado a tener lugar.
Y desde entonces, no obstante la incredulidad de algunos, como los atenienses que escucharon el discurso de Pablo, la noticia sigue corriendo boca a boca por todos los caminos del mundo. La luz radiante que llenó de alegría el corazón tembloroso de los Once Apóstoles, no ha dejado de iluminar todos los senderos transitados por hombres y mujeres en cualquier rincón de la tierra. Ninguna luz ha movido el andar de más hombres y mujeres a lo largo de los siglos. Ninguna luz ha influido con tanta fuerza en las culturas que los hombres hayamos podido construir.
La noticia de la Resurrección sigue, y seguirá siendo siempre, de actualidad. Y los “atenienses”, los “post-modernos”, los “post-cristianos”, los “post-humanos”, y los demás “post”, si eso significa de verdad algo, que no quieren oír hablar de algo semejante, también.
Ernesto Juliá, en religionconfidencial.com.
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