La legalización de los vientres de alquiler supondría que la vida reproductiva quedará disociada de una vida amoroso-sexual cada vez más volátil
Justo cuando comenzaba este artículo ha llegado a mi despacho el paquete de Amazon que contiene el último libro de Juan Ramón Rallo, La pizarra de Rallo. Soy devoto lector suyo desde hace años; sus obras −sumadas a las de Hayek, Rodríguez Braun, Huerta de Soto y otros− me han convencido de que tenemos Estados hipertrofiados, y que muchas necesidades sociales podrían ser mejor atendidas por medio del mercado (es decir, la cooperación no coactiva entre particulares) que a través de la coacción estatal. Entre ellas, muy posiblemente la sanidad y la educación.
Detecto en algunos liberales, sin embargo, cierta propensión monista a la receta única: el repliegue del Estado y el consiguiente aumento de la libertad como solución para cualquier problema. Llegados ahí, ya no puedo acompañarles. Es claramente el caso de la posición de Rallo sobre la gestación subrogada. En eso, como en otros asuntos bioéticos, me considero más identificado con el pensamiento al que etiqueta como “conservadurismo reaccionario”.
Rallo nos imputa a los reaccionarios la “archiconocida falacia de apelación a la naturaleza: ni todo lo natural es bueno, ni todo lo antinatural es malo”. Creo que caricaturiza nuestra argumentación: por supuesto que nos parecen malos fenómenos naturales como el cáncer, y buenas las intervenciones “antinaturales” dirigidas a combatirlo. La cuestión es si la reproducción humana es una de las parcelas de naturaleza que sería preferible no modificar o sustituir por medio de la técnica.
El método natural de reproducción consistía (mejor utilizaré el pretérito) en que un hombre y una mujer engendraban −deliberada o accidentalmente− a un hijo mediante el coito; la mujer lo gestaba y lo daba a luz. La cultura completaba esa secuencia natural fomentando la permanencia de la pareja procreadora más allá del parto, durante muchos años, para que el hijo pudiera beneficiarse de la protección de ambos progenitores.
Eso se conseguía a través de una institución llamada matrimonio, que intentaba garantizar que los padres biológicos fuesen también los padres sociales. En realidad, la institución apuntalaba la secuencia natural coito-embarazo-nacimiento antes y después: el matrimonio precedía a la procreación, precisamente para propiciar ésta, y para garantizar que la pareja seguiría unida para afrontar la crianza.
La procreación sólo requiere unos minutos, pero la institución matrimonial rodeaba esos instantes biológicamente decisivos con un gran envoltorio protector de muchos años de compromiso conyugal. Por cierto, buena parte de esa labor de incentivación del emparejamiento estable correspondía al malhadado Estado: es posible que el matrimonio sea una institución “natural” pre-estatal, pero las leyes positivas jugaron un papel fundamental en su generalización y reforzamiento. Las leyes pueden hacer mucho por conformar las costumbres. “El Derecho enseña”.
Ese continuum biológico-cultural (casamiento-procreación-gestación-educación conjunta de la prole) está siendo desmantelado en Occidente desde hace décadas: la trivialización del divorcio, la aceptación social de la filiación extramatrimonial, la sustitución gradual del matrimonio por la “unión libre”, han privado al continuum de sus piezas “artificiales”. El resultado es el constante crecimiento del porcentaje de nacimientos extramatrimoniales, y de niños que terminan educándose sin uno de sus progenitores naturales (lo cual es peor para ellos, pues un hijo necesita a su padre y su madre).
Pero también el núcleo biológico de la secuencia está siendo desmantelado, a medida que la técnica permite desvincular los diversos segmentos (procreación, gestación, paternidad social) para volver a ensamblarlos en forma distinta. Es claramente el caso de la gestación subrogada, que permite separar y “externalizar” la gestación. Es también el caso de la donación o compraventa de gametos. La combinación de ambas prácticas puede acabar determinando que un niño tenga cinco “padres” (dos donadores de gametos, una madre gestante y dos padres sociales).
La gestación subrogada es mala porque rompe la secuencia, disociando la gestación de la procreación y de la paternidad social. Es perjudicial para la gestante, que establecerá vínculos emocionales con la criatura que crece en su vientre, vínculos que quedarán traumáticamente interrumpidos tras el parto. Es perjudicial para el hijo, que quedará confundido por la pluralidad de “madres”, y que nunca podrá saber qué entrañas lo llevaron. Es mala para la sociedad en general, que se acostumbra a considerar trivial el desmantelamiento de una secuencia procreación-gestación-educación que la humanidad había mantenido unificada durante milenios, y con buenas razones.
La propuesta debatida en la Asamblea de Madrid autorizaba una versión minimalista, edulcorada, de la práctica: por ejemplo, debía haber una pareja “comitente” (no se contemplaba la gestación subrogada para individuos aislados). Y se prohibía la contraprestación económica para la gestante.
Pero los reaccionarios que contemplamos con alarma la desaparición progresiva de la familia basada en el matrimonio no nos dejamos engañar ya a estas alturas por planteamientos aparentemente minimalistas.
También se nos dijo lo mismo sobre el divorcio o el aborto: que iba a tratarse de regulaciones muy restrictivas, limitadas a casos dramáticos y excepcionales. La experiencia histórica enseña que, una vez introducida la cuña conceptual, la grieta en los principios es dilatada pacientemente, hasta convertirse en una vía de agua. No soy médico, pero no creo que muchas mujeres fértiles y con pareja estable tengan problemas de salud que les impidan gestar.
También me parece muy improbable que haya abnegadas gestantes dispuestas a prestar un servicio tan extraordinario sin que medie remuneración. El supuesto de hecho de la norma no es creíble. Tenemos todas las razones para sospechar que se trataba de “introducir la cuña”: derribar el principio de indisociabilidad entre procreación y gestación. Destruido el principio, la ampliación del supuesto no tardaría en llegar. El partido Podemos, de hecho, reclamaba ya el derecho a gestación subrogada también para los solteros y parejas homosexuales.
Y es que el “mundo feliz” post-humano se dibuja ya nítidamente en el horizonte. Las tendencias son muy claras; los progresos técnicos, vertiginosos. Vamos hacia una situación en la que la combinación de donación de gametos y gestación subrogada permitirá que individuos aislados puedan reproducirse sin necesidad de pareja (las mujeres, mediante inseminación artificial; los hombres, mediante compra de óvulos y alquiler de vientres).
La vida reproductiva quedará disociada de una vida amoroso-sexual cada vez más volátil. Ya no será necesario comprometerse conyugalmente para conocer la experiencia de la paternidad: el individuo soberano podrá comprar el derecho al hijo. De la reproducción en pareja, a la autorreplicación narcisista. En EE.UU. existe ya el fenómeno: se les llama single parents by choice. Una gran ganancia de autonomía individual, que supongo complacerá a los libertarios. Pero que nos espanta a los liberal-conservadores.
El siguiente paso será el “bebé a la carta”: superando la primitiva “caja negra” de la combinación cromosómica aleatoria, que podía generar niños con deficiencias, o simplemente con un color de ojos distinto al deseado, el padre-consumidor podrá escoger con precisión cada vez mayor el fenotipo del hijo (bien mediante selección del donante de gametos, bien mediante diagnóstico preimplantatorio de los embriones obtenidos por fecundación artificial, eligiendo al que posea los genes que darán lugar a las características preferidas y descartando a los demás).
Las técnicas están ya ahí, o están a punto de llegar. Se levantarán voces que digan que “no se pueden poner puertas al campo” y que “la ley debe reconocer lo que ya es una realidad social”. Sólo podremos impedirlo si trazamos una raya firme en la arena; si nos convencemos de que, como ha escrito Fabrice Hadjadj, “el lecho conyugal es más creativo que el laboratorio del doctor Frankenstein”.
Francisco José Contreras, en actual.com.
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