Esta pausa originada por la conmemoración de la Semana Santa podríamos utilizarla para reflexionar y tomar aliento, más allá del agobio ocasionado por la realidad dolorosa que sufrimos cada día
Se podrían valorar los tres regalos que se mantienen incólumes independientemente de las circunstancias en que nos encontremos: la amistad verdadera, el matrimonio y la familia.
La amistad verdadera se reconoce por una exquisita amabilidad que no tiene nada de formal, que expresa una extraordinaria atención por cada una de las personas. Considero la amistad un verdadero sentimiento sagrado, comenzando con la amistad con Dios, y luego la amistad humana y fraternal. De la amistad podemos afirmar que es la fuerza desinteresada que se acumula con cariño y con voluntad de querer, convirtiéndose en una de las claves vitales para ser feliz.
La escuela de la amistad está en el hogar y en el trabajo con el roce con las personas que admiramos, sin olvidar que la amistad ha de ser regada “por la caridad que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo, que nos fue enviado y dado” (Agustín de Hipona). Para hacer amigos basta con querer, pero esto significa también renunciar en cierto sentido a la independencia. Significa hacerse vulnerable, sentirse necesitado.
“Esta trama de vínculos afectivos fuertes es la que confiere sentido humano a nuestras vidas. Los seres humanos (tal como tituló Alasdair MacIntyre en un reciente libro suyo) somos animales racionales y dependientes. La independencia robinsoniana es, en última instancia, un ideal inhumano”[1] (Jaime Nubiola, Profesor de filosofía).
De los regalos del matrimonio y de la familia nos habla el predicador del Papa, en ocasión de orar para preparar la Cuaresma, que coincide con el mes en que se conmemora el Día Internacional de la Mujer:
«La explicación más convincente del porqué de esta invención divina de la distinción de los sexos la he encontrado no en un exegeta, sino en un poeta, Paul Claudel:
”El hombre es un ser orgulloso; no había otro modo de hacerle comprender al prójimo que introduciéndolo en su carne. No había otro medio de hacerle entender la dependencia y la necesidad, más que mediante la ley de otro ser diferente (la mujer) sobre él, debida al sencillo hecho de que existe”.
Abrirse al otro sexo es el primer paso para abrirse al otro que es el prójimo, hasta el Otro con la letra mayúscula que es Dios…El matrimonio nace en el signo de la humildad; es reconocimiento de dependencia y por tanto de la propia condición de criatura. Enamorarse de una mujer o de un hombre es hacer el acto más radical de humildad. Es un hacerse pordiosero y decir al otro: Yo no me basto por mí mismo, necesito de tu ser…
Por eso, es para los cristianos una noble la tarea volver a redescubrir y vivir estos regalos en plenitud, de manera que se vuelvan a proponer al mundo con los hechos, más que con las palabras. Los primeros cristianos, con sus costumbres, cambiaron las leyes del Estado sobre la familia… pues como ciudadanos tenemos el deber de contribuir a que el Estado haga leyes justas…»[2].