Aunque parezca a algunos extraño, la razón última de querer convertir el drama de la Cruz en “parodia”, es el intento del hombre de borrar de su alma la conciencia de pecado
Los diversos intentos de mezclar los días de la Semana Santa con acontecimientos de lo más variado posible, desde conciertos, hasta parodias de procesiones, o cualquier entretenimiento que borre, o al menos que deje un poco en sombra, la realidad que los cristianos rememoramos en estos días, no deja de ser llamativa.
¿Qué pretenden? Aunque parezca a algunos extraño, la razón última de querer convertir el drama de la Cruz en “parodia”, es el intento del hombre de borrar de su alma la conciencia de pecado. El primer paso para conseguir ese intento es burlarse del dolor, del sufrimiento del Amor de Dios.
A mí me recuerda, la actuación de los soldados romanos, durante la real y verdadera pasión de Cristo. Antes de llevarle al Calvario, se burlaron de Él; y antes y después, los soldados tratan a Cristo como a un delincuente cualquiera. Su persona ni les atrae, ni les llama la atención. Insensibles a los gritos de quienes lamentan su muerte, y a los de quienes le insultan, y sin prestar la mínima atención a las palabras que pronuncia desde la Cruz.
El buen ladrón es consciente de su pecado, de su miseria, descubre en el rostro de Cristo la luz de Dios; descubre que se está muriendo por alguna Causa, y arrepentido de sus pecados, de su pobre vida, le pide un lugar en “su Reino”.
Los soldados ni siquiera miran a Cristo: “Los soldados, después de crucificar a Jesús, tomaron sus vestido e hicieron cuatro partes, una para cada soldado, y además la túnica; pues la túnica no tenía costuras, estaba toda ella tejida de arriba abajo. Se dijeron entre sí: No la rasguemos, echémosla a suertes a ver a quién le toca. Para que se cumpliera la Escritura” (Juan 19, 22-24). Y al final, cuando lo dan ya por muerto, se reirán de Él, como otros curiosos que contemplaban la escena.
A Cristo, una vez muerto, ninguno de los soldados le dirige la mirada. Ya nos les podía causar ningún problema, y sin embargo, ni siquiera alzan la mirada al Crucificado. Ante sus ojos está sucediendo todo el misterio de la Redención del hombre, de la redención del mundo, de la total manifestación de Amor de Dios a los hombres. Jamás hubo, ni habrá, momentos semejantes en el correr de los siglos de la historia de los hombres sobre la tierra.
¡Tantos rincones del Occidente europeo y americano, en los que esta escena se pretende vivir, invitando a los hombres a “montar parodias”! El hombre culpa a Dios de todos sus males. No reconoce sus pecado, ni admite el mal que hace a los demás, no permite que se cargue su alma con los abortos, los homicidios, las violaciones, las persecuciones, la compra de niños, la nueva esclavitud, etc. etc.; y descarga sobre Dios, hasta las consecuencias de su propios pecados.
¡Cuántas personas rechazan hoy la salvación que Cristo nos alcanza, y nos ofrece, desde la Cruz! Y no sólo la rechazan, se ríen de su misericordia, sencillamente porque no quieren oír hablar del Pecado, de sus pecados, de sus propios pecados. Su risa no alcanza a arrancar la Cruz del Calvario, por eso, la “parodia”, como los soldados romanos a quienes no les importa la muerte del inocente, ni se conmueven. Ninguno es consciente del momento que están viviendo; se reparten las ropas y echan a suertes la túnica. Ninguno sabe Quién es el que está agonizando en la Cruz.
¡Cuántos “soldados” semejantes caminan por las calles de nuestras ciudades, queriendo borrar hasta el último rastro de aquellos días de Cruz, de Muerte, de Resurrección¡
Entre los soldados, dos miran al Crucificado, y se salvan: Uno se conmueve ante Cristo. Al final, un gesto de bondad. Tenían que rematar a los ajusticiados; y así lo hicieron con los dos ladrones: “Pero cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua” (Juan 19, 34).
El gesto delicado del soldado, abre los ojos del Centurión; y la muerte de Cristo llena de luz su corazón. “El centurión, que estaba enfrente de Él, al ver cómo había expirado, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Marcos 15, 39). Su corazón ya está abierto para acoger la Misericordia de Dios.
Se me ocurre pensar que María, a los pies de la Cruz, carca de aquel soldado y de aquel centurión, nos llama a todos los “soldados” y “centuriones” del mundo, y nos invita a mirar al Crucificado, a pedirle perdón por nuestros pecados, para que podamos recibir su Misericordia, y abrir los ojos de nuestra alma para descubrir el Amor que clava a Cristo en la Cruz.