Una historia como ésta permite entender bien que la calidad de una vida está en función de la calidad de los vínculos afectivos libremente elegidos
Las vacaciones en el Pirineo de Huesca con sus majestuosas cumbres, las verdes y empinadas laderas, los valles de origen glaciar con neveros e ibones, han traído a mi memoria aquella formidable escena que relata Saint-Exupery en Tierra de hombres de su amigo piloto accidentado en medio de los Andes. Merece la pena recordarla para advertir el contraste entre la precariedad del amor y de la amistad en nuestra sociedad y la fuerza efectiva de estos vínculos afectivos.
Se trataba del avión postal que llevaba el correo desde Santiago de Chile a Mendoza. Al cruzar los Andes, un terrible temporal derriba al pequeño avión sobre las montañas. Una vez liberado de la cabina destrozada, el piloto ileso comienza a caminar en la dirección en que, piensa, puede encontrar antes socorro. Pero los Andes son inmensos y las fuerzas físicas y los alimentos muy limitados. «En la nieve −contaba el piloto− se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, tres, cuatro días de marcha, uno sólo quiere dormir. Era lo que yo deseaba. Pero me decía a mí mismo: si mi mujer cree que estoy vivo, sabe que camino. Mis camaradas saben que camino. Todos ellos confían en mí y soy un cerdo si no camino».
El amor a su mujer y la lealtad a sus amigos le mantienen en pie y, cuando está ya a punto de abandonarse agotado sobre la nieve, el recuerdo de que hace falta recuperar el cadáver para que su mujer pueda cobrar su seguro de vida le da nuevas fuerzas para seguir adelante. “En caso de desaparición −explica Saint-Exupery− se tarda cuatro años en declarar la muerte legal. Este detalle te hizo reaccionar, borró las otras imágenes. Tú estabas boca abajo en una pronunciada pendiente de nieve. Al llegar el verano, tu cuerpo rodaría con el barro hasta una de las mil grietas de los Andes. Lo sabías. Pero también sabías que una roca se alzaba delante de ti, a cincuenta metros: «Pensé: si me pongo de pie, tal vez podré llegar hasta ella. Y si me quedo en la piedra, al llegar el verano lo encontrarán». Una vez en pie, anduviste durante dos noches y tres días hasta que te encontraron”. La historia pone la piel de gallina: nos emociona comprobar que el amor a su esposa le salvó a Guillaumet literalmente la vida.
Una historia como ésta permite entender bien que la calidad de una vida −parafraseando a Saint-Exupery− está en función de la calidad de los vínculos afectivos libremente elegidos. Son el amor y la amistad los que nos salvan a todos la vida. En su luminoso ensayo "La amistad, un tesoro" la filósofa Ana Romero ha escrito que "queremos tener amigos en la vida para no estar solos −a veces se siente la soledad incluso estando rodeados de gente−, para vivir la vida más a fondo y para disfrutarla de verdad. Como escribió Aristóteles, «sin amigos nadie querría vivir aun cuando poseyera todos los demás bienes»". Esto debería ser así de claro para todos; sin embargo, en la cultura dominante el amor verdadero y la amistad sólida son más bien infrecuentes. Nuestros jóvenes quizás incluso los rehúyen por el compromiso que tantas veces implican. Los vínculos afectivos fuertes son ataduras que nos hacen dependientes de los demás y, por tanto, que nos hacen más vulnerables. El sufrimiento de quienes queremos nos hace sufrir a nosotros también.
Mi buen amigo, el filósofo venezolano Rafael Tomás Caldera, llamó mi atención sobre las sugestivas palabras de Joan Manuel Serrat al recibir el pasado mes de mayo el doctorado honoris causa en la Universidad Complutense. En aquel discurso −que merece una lectura completa− el admirado cantautor realiza un encendido elogio del oficio de hacer canciones, reivindica los valores de la libertad y la justicia como una misma cosa, y en particular hace una maravillosa defensa de la amistad como aquello que ha dado sentido a su vida: "esta distinción −terminaba Serrat su discurso− es el fruto de algo tan simple y preciado como el cariño. Así lo entiendo y lo agradezco. Si para algo vale la pena vivir es para querer y ser querido. Es lo que mueve mis pasos. Probablemente, a lo largo de mi vida no haya hecho otra cosa que lo que estoy tratando de hacer ahora mismo: que me quieran mis amigos. Y tener cada vez más. Que es la única acumulación que merece la pena en la vida y por la que no se pagan impuestos".
Estas sabias palabras de Joan Manuel Serrat venían también a mi memoria al pasear en soledad por los riscos pirenaicos durante mi descanso veraniego. La fuerza de la amistad desinteresada, la acumulación de cariño, de querer y de ser y sentirse queridos, como clave vital para ser felices. Para hacer amigos basta con querer, pero esto significa también renunciar en cierto sentido a la independencia, significa hacerse vulnerable. Esta trama de vínculos afectivos fuertes es la que confiere sentido humano a nuestras vidas. Los seres humanos −tal como tituló Alasdair MacIntyre un reciente libro suyo− somos Animales racionales y dependientes. La independencia robinsoniana es, en última instancia, un ideal inhumano.
Las vacaciones de verano son, sin duda, un tiempo adecuado para pensar en estas cosas que a la postre son tan importantes para nuestras vidas. Pero mejor que pensar es intentar llevarlas a la práctica. Vale la pena dedicar tiempo en estos días de mayor libertad para ensanchar y profundizar nuestros vínculos afectivos y para encontrar nuevos amigos: así redescubriremos en toda su hondura la fuerza de la amistad.
Jaime Nubiola, profesor de Filosofía
Fuente: Gaceta de los Negocios.