Es deseo del Papa Francisco que durante el Jubileo vuelvan a cobrar actualidad las obras de misericordia
“Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo de despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza”, señala el Papa Francisco en la bula Misericordiae Vultus (MV).
¿Qué son las obras de misericordia? “Son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades” [Catecismo de la Iglesia n. 2447].
¿Cuáles son? “Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos” [Bula Misericordiae Vultus, 15].
¿Qué fundamento y tradición tienen? “La Iglesia ha manifestado siempre un amor de predilección por los pobres, los enfermos, los desamparados, las personas que carecen de hogar... Y ha tenido presentes aquellas palabras del Señor en el juicio final: en verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40) [Carta pastoral de Mons. Javier Echevarría, obispo prelado del Opus Dei].
¿Cómo aparecen hoy? Con el transcurso del tiempo, algunas obras de misericordia corporales han variado en su enunciado o en su aplicación. La atención a los peregrinos se suele formular ahora como “dar un techo al que no lo tiene”.
He aquí algunas maneras de vivirlas en el momento actual:
La Misericordia divina es algo tan grande y maravilloso que constituye un misterio sobrenatural, imposible de explicar con palabras humanas. Esencialmente se identifica con el ilimitado Amor de Dios hacia los hombres, cuando se mira desde el punto de vista máximamente humano; es decir, desde nuestra radical indigencia.
La Misericordia requiere una fuente, que es el Amor; pero también un destinatario débil y pobre, con cualquiera de las innumerables pobrezas humanas. De un millonario se puede ser amigo, pero no es posible tener misericordia con él (al menos por lo que respecta al dinero). La indigencia hace al sujeto digno de misericordia. Podríamos señalar la diferencia con la Caridad diciendo que la Misericordia se vuelca, no con quien más lo ‘merece’, sino con quien más lo necesita. Éste es el fondo último de la esperanza cristiana.
Frente a Dios nos encontramos −todos− radicalmente necesitados de esa Misericordia. Por la condición humana pecadora, puede decirse que vivimos inmersos en un océano de misericordia divina; “estamos llamados a vivir en misericordia” (MV, 9).
Frente al prójimo, la misericordia recibida debe transformarse en misericordia activa: todos acumulamos carencias y limitaciones que reclaman la generosidad ajena. ¡Cuánta gente sin apreturas económicas vive necesitada de afecto, de compañía, de educación; se haya escasa de salud; se sienten fracasada o se encuentra desplazada de su país y de sus amigos…!
“La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio” (MV, 12) e invita a todos los fieles a colaborar en el remedio de las necesidades materiales y espirituales, de manera especial en este Año de la Misericordia. Jesucristo “necesita” de todos sus discípulos para hacer llegar la Misericordia de Dios al mundo entero.
Esta mediación de misericordia pertenece propiamente a la función sacerdotal de los fieles bautizados. El sacerdocio común de los fieles −o sacerdocio real, como lo llama san Pedro− los hace instrumentos de Cristo para llevar su misericordia hasta los últimos rincones del orbe. Tarea que se complementa con la mediación de los ministros sagrados, quienes aportan esa misma misericordia a los fieles a través de la Palabra de Dios y de los sacramentos: Bautismo, Reconciliación, etc.
Para facilitar aquella tarea a los cristianos, la tradición pastoral de la Iglesia ha resumido el ejercicio de la misericordia en siete Obras de Misericordia Corporales y siete Espirituales. No son las únicas; el amor es industrioso y sabe encontrar caminos nuevos ante cada necesidad humana. Pero con la relación de las catorce Obras de Misericordia la Iglesia muestra modos concretos en los que se pueden ejercitar los cristianos, y que cada uno deberá luego aplicar a su situación personal.
En las líneas siguientes intentaremos una exposición sintética de estas Obras de Misericordia: un resumen, más bien práctico, de algunas maneras de vivirlas en este mundo complejo en que se desenvuelven hoy los discípulos de Cristo.
Son siete. Agrupamos las dos primeras por su proximidad material.
Es una necesidad primaria del hombre −comer y beber− y se entiende que la Iglesia la coloque en primer lugar. Sin estar cubierta esta necesidad, todo lo demás resultaría superfluo. Es paradójico y triste que existan zonas de hambre en el mundo, abundando el alimento en otras zonas hasta el extremo de tener que limitar la producción de algunos.
En los últimos años han surgido los Bancos de Alimentos, que están desarrollando una actividad grande y muy eficaz. También existen, desde hace tiempo, los comedores sociales; unos por iniciativa de Cáritas u otros organismos de la Iglesia católica, otros bajo la responsabilidad de autoridades civiles. La colaboración del voluntariado en estas iniciativas −siempre necesitadas de brazos− o la aportación monetaria a su sostenimiento son modos de vivir esta obra de misericordia. Donde no existan, crear una cosa así quizá sea un modo magnífico de actualizar la misericordia este año; dependerá, lógicamente, de las circunstancias geográficas y sociales.
En el plano personal hay amplia libertad de acción. Tengo experiencia de una familia que, en los años de hambre en España hacia mitad del siglo pasado, tenía todos los días la puerta abierta y comida preparada para uno o dos mendicantes de la calle. Hoy ya no es necesario hacerlo así, por lo dicho antes, pero este es el espíritu; y cada uno debe pensar cómo vivirlo. La limosna es un modo sencillo de practicar esta obra de misericordia, muy recomendada por la Iglesia.
Por lo demás, es claro que aprovechar bien los alimentos, vivir la sobriedad en la comida y la bebida, no desperdiciar lo que se puede aprovechar, reducir las viandas caprichosas y lujosas, etc., son también modos muy directos de vivirla.
En continuidad con lo señalado, esta obra de misericordia se practica frecuentemente por las mismas instituciones −Cáritas, etc.− que llevan a cabo la anterior. A través de ellas se puede hacer llegar, a quien lo necesita, abrigo y ropa. Suelen existir puntos para la recogida de ropa usada, que conviene mucho conocer y utilizar; teniendo el detalle, además, de entregarla limpia y preparada.
Así como los alimentos es difícil hacerlos llegar a lugares alejados, las indumentarias pueden enviarse en buen estado a países lejanos donde son necesarias.
Igual que antes, vale la pena reflexionar un poco sobre los gastos acumulados en vestido, zapatos y complementos diversos. Si sumáramos las cantidades mensuales y anuales, nos quedaríamos asustados.
Todos somos conscientes de esta necesidad, agudizada hasta extremos increíbles en los últimos años. La migración de personas, por diversas causas, ha adquirido en estos tiempos unas dimensiones mundiales.
Hay gobiernos de países ricos que parecen más sensibilizados con el problema; otros mucho menos. Pero no es sólo cuestión de política de inmigración. Debe promoverse una extensa mentalidad cívica que refleje la necesidad de recibir y ayudar a tantos miles de refugiados de guerra o emigrantes de la pobreza.
El Papa Francisco ha clamado en varias ocasiones, prestando su voz a esos desheredados; requiriendo a diócesis, parroquias y fieles en general, para que hagan frente a la situación en la medida que cada uno pueda.
Ciertamente, es preciso hacerlo con las oportunas medidas de seguridad −social y de paz política−, pero sin acudir a esto como subterfugio para lavarse las manos ante la magnitud del problema.
Ante esta obra de misericordia nace espontáneamente el reconocimiento a los profesionales de la medicina. Conviene aclarar que, el hecho de recibir una remuneración por el propio trabajo, en nada disminuye la misericordia que supone cuidar a los enfermos, cuando se hace bien: con delicadeza y espíritu de servicio. La obra de misericordia no radica en que se reciba o no una justa remuneración; como en las demás, el secreto radica en la caridad: en que se lleve a cabo de corazón, poniendo en ella el interés y el afecto que se pondría en un padre o un hermano.
Y lo mismo puede decirse de cuantos atienden a enfermos o personas ancianas en sus domicilios, con tal de que lo hagan igualmente con amor.
Punto aparte merece la atención de padres −o padres políticos− cuando se hacen mayores. Esto exige a veces sacrificios heroicos, pero es tal vez la obra de misericordia más acorde con la estricta justicia, aunque sólo sea para devolver las atenciones y sacrificios que esos padres tuvieron, en su momento, con sus hijos.
Cuando la enfermedad se prolonga −años, quizá−, y más si se trata de invalidez o deficiencias psíquicas o físicas acentuadas, pienso que quienes han cuidado al enfermo con esmero tendrán el cielo abierto, y Dios les perdonará sus pecados con facilidad, por el heroísmo caritativo mostrado durante esos años.
Al margen de la justicia humana, que puede exigir la cárcel según un juicio justo, las personas en tales circunstancias están necesitadas de amistad y compañía. Dios conoce perfectamente los pecados humanos y los detesta, pero continúa amando a los hombres del modo ilimitado en que sólo Él puede hacerlo. También nosotros, rechazando el crimen, hemos de amar a todas las personas por eso: porque son personas, seres humanos creados por amor y para el amor, como decía san Juan Pablo II.
Los capellanes de cárceles saben bien lo que agradecen los detenidos el contacto con el exterior, y alguien que les hable del mundo habitual y, quizá, también de las realidades sobrenaturales.
Qué importante es, en este terreno, acoger en la sociedad a los que han salido de la cárcel; proporcionarles un trabajo; que puedan redimirse humanamente a los ojos de todos.
De alguna manera, podrían asimilarse a esta situación −aunque sea lejanamente− los que sufren enfermedades psíquicas profundas: depresiones, demencias u otras patologías. Se encuentran en una cárcel mental que, no pocas veces, les incapacita para salir de ella. Lo veremos entre las obras de misericordia espirituales.
Hoy en día se encargan de este menester los tanatorios y entidades funerarias. También hay que agradecérselo, al menos a los que trabajan allí profesionalmente; aunque las empresas obtengan beneficios abundantes del negocio de la muerte.
Podemos decir que esta obra de misericordia ha derivado en una doble dirección. Humanamente, hacia el acompañamiento de la familia y parientes próximos del difunto, proporcionándoles una compañía y un consuelo que se agradece mucho en esas ocasiones.
Y desde el punto de vista sobrenatural, ofreciendo sufragios abundantes por su alma, para que la misericordia de Dios le perdone los residuos de sus pecados, como veremos también en las obras de misericordia espirituales.
Y un detalle de interés, vinculado a lo anterior. La mayor obra de misericordia con quien fallece no está después, sino antes del fallecimiento: preparar su alma para el paso crucial a que se enfrenta. La Unción de los enfermos, con la Confesión previa y el Viático, es la mayor obra de caridad que puede hacérsele. Hay que convencer a parientes y amigos que el sacerdote nunca produce miedo al enfermo, lo que da verdadero miedo es morir sin arrepentimiento.
El Romano Pontífice, en Evangelii gaudium (n. 200), lamenta que “la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual”. Por eso la Iglesia ha promovido siempre las Obras de Misericordia espirituales, que en todo tiempo y circunstancias son y serán de actualidad:
Para dar un consejo acertado a alguien, lo primero es escucharle pacientemente y hasta el final; y esto no es fácil en el acelerado mundo en que nos encontramos. Nunca como hoy ha habido tanta facilidad de comunicación; y nunca como hoy ha habido tanto aislamiento y tanto individualismo. Es la primera parte de esta Obra de Misericordia.
Luego habrá que aconsejar. Mas para ello es imprescindible estar bien formado desde el punto de vista de la fe. Mal puede aconsejar quien no domine la ética y los caminos de acceso a la verdad. Ésta es una razón más para formarse concienzudamente en la fe.
El consejo, además, requiere reflexión, pues los problemas humanos no son precisamente fáciles; y también amor a la verdad, ya que no se trata de tranquilizar a alguien, sino ayudarle a realizarse como persona y como hijo de Dios. Y esto de decir la verdad, siempre con delicadeza, cuesta, y mucho.
La educación, a todos los niveles, es una de las más grandes obras de misericordia. Con ella se puede sacar de la pobreza y de la marginación a una entera sociedad. Para los profesionales de la educación vale lo dicho al hablar de la medicina. Un buen maestro o profesor, dedicado generosamente a sus alumnos, hace una labor de caridad difícilmente igualable.
Un capítulo concreto es la tarea educativa de los padres: hacer de los hijos hombres y mujeres de una pieza. Los hijos son un don de Dios; y Dios encarga a los padres su custodia y su educación; de esta tarea deberán dar estrecha cuenta a Dios al fin de sus vidas. Ciertamente en la educación no intervienen sólo los padres; la sociedad, los amigos, los medios de comunicación, etc. influyen no poco en ellos; pero la responsabilidad número uno es de los padres. De ahí la importancia de preocuparse por el colegio al que asisten, de las amistades que frecuentan, y tantas cosas más.
Estamos ante la Obra de Misericordia más fascinante, más encantadora y más difícil del mundo.
Corregir al que yerra, ¡no criticarle! Parece algo elemental, pero no es nada fácil. Por eso las Obras de Misericordia nos conducen al cielo, porque resultan costosas.
¡Con qué rapidez juzgamos a todos y a todo! Y no es nuestra misión juzgar a nadie; ésa es tarea de Dios. Lo nuestro es corregirnos de nuestros errores y ayudar amablemente a los demás para que también se corrijan. No con enfados, presiones o amenazas, sino atrayéndoles al bien; persuadiéndoles de que serán más felices haciendo el bien que perseverando en su error.
Como hemos dicho al hablar de los enfermos de depresión, y también sobre los familiares de algún difunto, son situaciones a incluir en esta obra de misericordia: consolar al triste. Haciéndolo quizá extensivo a tantas otras tristezas humanas que nos rodean con frecuencia.
Hay situaciones que no tienen, a veces, solución humana; por la edad, por el pesimismo que arrastran, por la deficiencia que conllevan, por la incomunicación −quizá− en que sumergen al paciente. Pero no se trata tanto de curarles, cuanto de quererles, de acompañarles en su ‘prisión’. En ocasiones no sabremos si se dan cuenta de nuestra presencia, pero no importa: Dios lo sabe y ellos nos lo agradecerán desde el cielo, cuando ya no sea posible atenderles en la tierra.
He aquí una Obra de Misericordia que encierra el secreto para la felicidad en este mundo. La complejidad de las relaciones humanas provoca inevitablemente roces y tensiones; no es posible convivir sin que surjan problemas de mayor o menos envergadura.
Quien no aprende a perdonar pronta y fácilmente, acabará con el carácter arruinado. Cuando se habla de “un viejo cascarrabias”, estamos ante una caricatura de este fenómeno. Todo le irrita, porque no ha aprendido a pasar por encima de los dimes y diretes humanos.
Quien perdona y olvida con facilidad tendrá los mismos problemas que los demás, pero no cargará con ellos a la espalda durante meses o años. El mañana traerá sus propias dificultades, que le llevarán a olvidarse de las de hoy por completo. Así será capaz de vivir ocupado pero feliz.
Esta Obra de Misericordia se encuentra en continuidad con la anterior. Es como un capítulo especial de la misma. La convivencia familiar −entre cónyuges, con los hijos, con la familia política− es uno de esos ejemplos en que disculpar y no hacer caso de los chispazos que se produzcan facilita la vida enormemente. La paciencia consigue que las flechas envenenadas de comportamientos o comentarios hirientes se vean desarmadas por el amortiguador escudo de la paciencia.
Y lo mismo se puede aplicar a la convivencia profesional, con los vecinos del entorno, en las instituciones cívicas, etc.
Es deber de todos los cristianos rezar: por sí mismos y por los que no rezan, vivos y difuntos.
Hemos hablado del deber de rezar por los difuntos: rogando a Dios que los conduzca pronto a la gloria eterna. En la sociedad laica en que vivimos se va perdiendo esta costumbre cristiana. Hay muchas flores para acompañar el cuerpo difunto y pocas oraciones por su alma. Interesa conservar esta antigua costumbre de ofrecer sufragios, porque −además de ayudar al difunto− nos hace más conscientes de ese capítulo de esta vida, que es el paso a la otra.
Sólo falta insistir en el deber de rezar también por los vivos: los padres por los hijos, los hijos por los padres, los amigos por sus amigos, etc. Sin oración no es posible alcanzar las virtudes y hábitos que facilitan la incorporación a nuestra vida de las obras de misericordia.
Manuel Ordeig
Fuente: Revista Palabra
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