En el primer día del año 2016, el Santo Padre invocó a la Virgen María, Madre de la Misericordia
Homilía del Santo Padre
Salve, Mater misericordiae!
Con este saludo queremos dirigirnos a la Virgen María en la Basílica romana a Ella dedicada con el título de Madre de Dios. Es el inicio de un antiguo himno, que cantaremos al término de esta sagrada Eucaristía, que se remonta a un autor desconocido y que ha llegado a nosotros como una oración que surge espontánea del corazón de los creyentes: “Salve Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría”. En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, teniendo fijos sus ojos en la imagen de la Virgen, le piden su intercesión y consuelo.
Es más apropiado que nunca que en este día invoquemos a la Virgen María, ante todo como Madre de la misericordia. La Puerta Santa que hemos abierto es de hecho una Puerta de la Misericordia. Cualquiera que atraviese ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin ningún temor; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza −¡con la certeza!− de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la misericordia, porque engendró en su seno el Rostro mismo de la divina misericordia, Jesús, el Enmanuel, el Esperado por todos los pueblos, el «Príncipe de la paz» (Is 9,5). El Hijo de Dios, hecho carne por nuestra salvación, nos dio a su Madre que, junto a nosotros, se hace peregrina para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.
María es Madre de Dios, es Madre de Dios que perdona, que da el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta palabra −“perdón”− tan incomprendida por la mentalidad mundana, indica en cambio el fruto propio, original de la fe cristiana. Quien no sabe perdonar aún no ha conocido la plenitud del amor. Y solo quien ama de verdad es capaz de llegar al perdón, olvidando la ofensa recibida. Al pie de la Cruz, María ve a su Hijo que se ofrece por completo a sí mismo y así manifiesta lo que significa amar como ama Dios. En aquel momento oye pronunciar a Jesús palabras que probablemente nacen de lo que Ella misma le enseñó de niño: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En aquel momento, María se convierte para todos nosotros en Madre del perdón. Ella misma, con el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue capaz de perdonar a cuantos estaban matando a su hijo inocente.
Para nosotros, María es icono de cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo invocan. La Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No puede pararlo la ley con sus argucias, ni la sabiduría de este mundo con sus disquisiciones. El perdón de la Iglesia debe tener la misma extensión que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Por eso el Espíritu Santo hizo a los Apóstoles instrumentos eficaces de perdón, para que lo que se obtuvo por la muerte de Jesús pueda llegar a todo hombre en todo lugar y en todo tiempo (cfr. Jn 20,19-23).
El himno mariano, finalmente, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: todas son don de Cristo, es más, son otros nombres de Él, escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace dándonos a Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que le permite cumplir de nuevo la voluntad de Dios, y que la llena de verdadera felicidad. Esta gracia abre el corazón para mirar al futuro con la alegría de quien espera. Es la enseñanza que proviene también del Salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renueva en mí un espíritu firme […] Devuélveme la alegría de tu salvación» (51,12.14). La fuerza del perdón es el verdadero antídoto de la tristeza provocada por el rencor y la venganza. El perdón abre a la alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras que el rencor y la venganza inquietan la mente y hieren el corazón quitándole la tranquilidad y la paz. ¡Cosas feas son el rencor y la venganza!
Atravesemos, pues, la Puerta Santa de la Misericordia con la certeza de la compañía de la Virgen Madre, la Santa Madre de Dios, que intercede por nosotros. Dejémonos acompañar por Ella para volver a descubrir la belleza del encuentro con su hijo Jesús. Abramos de par en par nuestro corazón a la alegría del perdón, conscientes de la confiada esperanza que se nos devuelve, para hacer de nuestra existencia ordinaria un humilde instrumento del amor de Dios.
Y con amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras que el pueblo de Éfeso, en la época del histórico Concilio: “¡Santa Madre de Dios!”. Os invito, todos juntos, a repetir esta aclamación tres veces, fuerte, con todo el corazón y el amor. Todos juntos: “¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios!”.