La paz, que Dios Padre desea sembrar en el mundo, debe ser cultivada por nosotros, dice el Papa en el inicio del nuevo año
Hemos escuchado las palabras del apóstol Pablo: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4).
¿Qué significa que Jesús naciera en la “plenitud de los tiempos”? Si nuestra mirada se dirige al momento histórico, nos quedaríamos desilusionados enseguida. Roma dominaba gran parte del mundo conocido con su potencia militar. El emperador Augusto había llegado al poder tras cinco guerras civiles. Incluso Israel había sido conquistado por el imperio romano y el pueblo elegido estaba privado de libertad. Para los contemporáneos de Jesús, por tanto, aquel no era ciertamente el tiempo mejor. No es pues a la esfera geopolítica donde se debe mirar para definir el culmen del tiempo.
Es necesaria, entonces, otra interpretación, que comprenda la plenitud a partir de Dios. En el momento en que Dios establece que ha llegado el momento de cumplir la promesa hecha, entonces para la humanidad se realiza la plenitud de los tiempos. Por tanto, no es la historia la que decide el nacimiento de Cristo; es, más bien, su venida al mundo la que permite a la historia alcanzar su plenitud. Por eso, del nacimiento del Hijo de Dios inicia el cómputo de una nueva era, la que ve el cumplimiento de la antigua promesa.
Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos: «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por medio de los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por medio del Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien hizo el universo; el cual, es resplandor de su gloria e imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder» (1,1-3).
La plenitud de los tiempos, pues, es la presencia de Dios en primera persona en nuestra historia. Ahora podemos ver su gloria que brilla en la pobreza de un establo, y ser animados y sostenidos por su Verbo hecho “pequeño” en un niño. Gracias a Él, nuestro tiempo puede encontrar su plenitud. También nuestro tiempo personal hallará su plenitud en el encuentro con Jesucristo, Dios hecho hombre.
Sin embargo, este misterio siempre contrasta con la dramática experiencia histórica. Cada día, mientras nos gustaría ser sostenidos por las señales de la presencia de Dios, lo cierto es que nos encontramos signos opuestos, negativos, que lo hacen más bien sentir como ausente. La plenitud del tiempo parece agrietarse ante las múltiples formas de injusticia y violencia que hieren diariamente a la humanidad.
A veces nos preguntamos: ¿cómo es posible que perdure la opresión del hombre sobre el hombre?, ¿que la arrogancia del más fuerte continúe humillando al más débil, relegándolo a los márgenes más escuálidos de nuestro mundo? ¿Hasta cuándo la maldad humana sembrará en la tierra violencia y odio, provocando víctimas inocentes? ¿Cómo puede ser el tiempo de la plenitud el que pone ante nuestros ojos multitud de hombres, mujeres y niños que huyen de la guerra, del hambre, de la persecución, dispuestos a arriesgar la vida con tal de ver respetados sus derechos fundamentales? Un río de miseria, alimentado por el pecado, parece contradecir la plenitud de los tiempos realizada por Cristo. Acordaos, queridos pueri cantores, que esa fue la tercera pregunta que me hicisteis ayer: cómo se explica esto... ¡Hasta los niños se dan cuenta de esto!
Sin embargo, este río en crecida no puede nada contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Todos estamos llamados a sumergirnos en este océano, a dejarnos regenerar, para vencer la indiferencia que impide la solidaridad, y salir de la falsa neutralidad que obstaculiza el compartir. La gracia de Cristo, que lleva a cumplimiento la esperanza de salvación, nos empuja a ser sus cooperadores en la construcción de un mundo más justo y fraterno, donde toda persona y toda criatura pueda vivir en paz, en la armonía de la creación originaria de Dios.
Al inicio de un nuevo año, la Iglesia nos hace contemplar la divina Maternidad de María como símbolo de paz. La promesa antigua se cumple en su persona. Ella creyó en las palabras del Ángel, concibió al Hijo, y se convirtió en Madre del Señor. A través de Ella, a través de su “sí”, llegó la plenitud de los tiempos. El Evangelio que hemos escuchado dice que la Virgen «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).
Ella se presenta a nosotros como vaso siempre lleno de la memoria de Jesús, Sede de la Sabiduría, a la que acudir para tener la coherente interpretación de su enseñanza. Hoy nos ofrece la posibilidad de captar el sentido de los acontecimientos que nos afectan personalmente, a nuestras familias, a nuestros países y al mundo entero. Donde no puede llegar la razón de los filósofos ni los tratados de la política, ahí puede llegar la fuerza de la fe que lleva la gracia del Evangelio de Cristo, y que puede abrir siempre nuevas vías a la razón y a los tratados.
Bienaventurada eres tú, María, porque has dado al mundo al Hijo de Dios; pero aún más bienaventurada por haber creído en Él. Llena de fe, concebiste a Jesús antes en tu corazón y después en tu seno, para ser Madre de todos los creyentes (cfr. S. Agustín, Sermo 215,4). Extiende, Madre, sobre nosotros tu bendición en este día a ti consagrado; muéstranos el rostro de tu Hijo Jesús, que da al mundo entero misericordia y paz. Amén.
El Papa en el Ángelus invoca a la Reina de la Paz abrir nuestro corazón al prójimo
Al inicio del año es bonito felicitarnos mutuamente. Renovamos así, unos y otros, el deseo de que lo que nos espera sea un poco mejor. Es, en el fondo, una señal de la esperanza que nos anima y nos invita a creer en la vida. Pero sabemos que con el año nuevo no todo cambiará, y que muchos problemas de ayer seguirán también mañana. Por eso, quisiera dirigiros un deseo de una esperanza real, que obtengo de la Liturgia de hoy.
Son las palabras con las que el Señor mismo pide bendecir a su pueblo: «El Señor ilumine su rostro sobre ti […]. El Señor se fije en ti y te conceda su favor» (Nm 6,25-26). Yo también os deseo esto: que el Señor pose su mirada sobre vosotros y podáis gozar, sabiendo que cada día su rostro misericordioso, más radiante que el sol, brilla sobre vosotros y nunca se apaga. Descubrir el rostro de Dios hace nueva la vida. Porque es un Padre enamorado del hombre, que no se cansa nunca de recomenzar con nosotros para renovarnos.
¡Qué paciencia tiene el Señor con nosotros! No se cansa de recomenzar de cero cada vez que caemos. Pero el Señor no promete cambios mágicos, ni usa la barita mágica. Le gusta cambiar la realidad desde dentro, con paciencia y amor; pide entrar en nuestra vida con delicadeza, como la lluvia en la tierra, para luego dar fruto. Y siempre nos espera y nos mira con ternura. Cada mañana, al despertar, podemos decir: “Hoy el Señor hace brillar su rostro sobre mí”. Hermosa oración, que es una realidad.
La bendición bíblica continúa así: «y te conceda la paz» (v. 26). Hoy celebramos la Jornada Mundial de la Paz, cuyo tema es: Vence la indiferencia y conquista la paz. La paz, que Dios Padre desea sembrar en el mundo, debe ser cultivada por nosotros. Y no solo, debe ser también “conquistada”. Esto comporta una verdadera y auténtica lucha, un combate espiritual que tiene lugar en nuestro corazón. Porque enemiga de la paz no es solo la guerra, sino también la indiferencia, que hace pensar solo en sí mismo y crea barreras, sospechas, miedos y cerrazón.
Y esas cosas son enemigas de la paz. Tenemos, gracias a Dios, tanta información; pero a veces estamos tan rodeados de noticias que nos distraen de la realidad, del hermano y de la hermana que necesitan de nosotros. Comencemos en este año a abrir el corazón, despertando la atención hacia el prójimo, a quien está más cerca. Esta es la vía para la conquista de la paz.
Que nos ayude en esto la Reina de la Paz, la Madre de Dios, de la que hoy celebramos su solemnidad. Ella «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Las esperanzas y las preocupaciones, la gratitud y los problemas: todo lo que pasaba en la vida se convertía, en el corazón de María, oración, diálogo con Dios. Y Ella lo hace así también por nosotros: conserva las alegrías y desata los nudos de nuestra vida, llevándolos al Señor.
Confiemos a la Madre el nuevo año, para que crezcan la paz y la misericordia.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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