En el último día de 2015 el Santo Padre presidió la oración de las vísperas con el rezo del ‘Te Deum’ en la Basílica de San Pedro
Homilía del Santo Padre
¡Qué lleno de significado está nuestro estar reunidos justos para alabar al Señor al término de este año!
La Iglesia en tantas ocasiones siente la alegría y el deber de alzar su canto a Dios con estas palabras de alabanza, que desde el siglo cuarto acompañan la oración en los momentos importantes de su peregrinar terreno. Es la alegría del agradecimiento que casi espontáneamente surge de nuestra oración, para reconocer la presencia amorosa de Dios en los acontecimientos de nuestra historia. Pero como sucede a menudo, sentimos que en la oración no basta solo nuestra voz. Necesita reforzarse con la compañía de todo el pueblo de Dios, que al unísono hace sentir su canto de agradecimiento. Por esto, en el Te Deum pedimos la ayuda de los Ángeles, de los Profetas y de toda la creación para alabar al Señor. Con este himno recorremos la historia de la salvación donde, por un misterioso plan de Dios, encontramos sitio y síntesis también para los diversos sucesos de nuestra vida en este año trascurrido.
En este Año jubilar asumen una especial resonancia las palabras finales del himno de la Iglesia: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti». La compañía de la misericordia es luz para comprender mejor lo que hemos vivido, y esperanza que nos acompaña al inicio de un nuevo año.
Recorrer los días del año transcurrido puede hacerse como un recuerdo de hechos y acontecimientos que remontan a momentos de alegría y de dolor, o bien procurando comprender si hemos percibido la presencia de Dios que todo lo renueva y sostiene con su ayuda. Estamos llamados a verificar si los sucesos del mundo se han realizado según la voluntad de Dios, o bien si hemos dado oído fundamentalmente a los proyectos de los hombres, a menudo cargados de intereses privados, de insaciable sed de poder y de violencia gratuita.
Y, sin embargo, hoy nuestros ojos necesitan enfocar de modo particular los signos que Dios nos ha concedido, para palpar la fuerza de su amor misericordioso. No podemos olvidar que muchos días han estado marcados por la violencia, la muerte y el sufrimiento indecibles de tantos inocentes, de prófugos obligados a dejar su patria, de hombres, mujeres y niños sin morada estable, alimento ni sustento. Y, a la vez, cuántos grandes gestos de bondad, de amor y de solidaridad han llenado las jornadas de este año, aunque no ha-yan sido noticias en los telediarios. Las cosas buenas no son noticia. Estas señales de amor no pueden ni deben ser oscurecidas por la prepotencia del mal. El bien vence siempre, aunque en algún momento puede parecer más débil y escondido.
Nuestra ciudad de Roma no es extraña a esta condición del mundo entero. Quisiera que llegase a todos sus habitantes la invitación sincera de trascender las dificultades del momento presente. Que el compromiso para recuperar los valores fundamentales de servicio, honestidad y solidaridad permita superar las graves incertidumbres que han dominado la escena de este año, y que son síntomas de escaso sentido de dedicación al bien común. Que no falte nunca la aportación positiva del testimonio cristiano para hacer de Roma, según su historia, y con la materna intercesión de Maria Salus Populi Romani, intérprete privilegiada de fe, de acogida, de fraternidad y de paz.
«A ti, oh Dios, te alabamos. […] En ti, Señor, confié, no me veré defraudado para siem-pre».