La gratitud es una de esas pequeñas cosas que, cuando falta, hace que la convivencia chirríe penosamente como un engranaje de ruedas dentadas que se ha quedado sin aceite
Estas dos palabras que están escritas en el corazón de todos los seres humanos tienen equivalentes en todas las lenguas. Así lo hacía notar el poeta Octavio Paz al inicio de su discurso en Estocolmo cuando recibía el premio Nobel de Literatura en diciembre de 1990: “Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias”. Así es. El agradecimiento es una conducta universal de los seres humanos, de todos los tiempos y de todas las culturas. Damos gracias a Dios, a nuestros padres, a quienes nos salvan de grandes peligros, pero también a quienes nos hacen los pequeños servicios de los que está llena la vida diaria: desde ceder el paso al atravesar una puerta, servir el agua en la comida o recoger algo que inadvertidamente se nos ha caído, hasta ceder un espacio donde aparcar el coche, hacer un regalo o cualquier otra cosa.
La gratitud es una de esas pequeñas cosas que, cuando falta, hace que la convivencia chirríe penosamente como un engranaje de ruedas dentadas que se ha quedado sin aceite. Al principio el ruido molesto no parece de gran importancia, pero al poco tiempo hace insoportable la vida en común. Y es que −como escribió el filósofo alemán Robert Spaemann− “lo racional es la forma de vida regida por la benevolencia” y una de las formas supremas de la benevolencia es el agradecimiento.
Hay quienes dicen que dar las gracias por mera cortesía no vale nada: lo importante −afirman− es agradecer de corazón y hacérselo sentir así a la otra persona. Quienes piensan de esta manera, en el fondo, desprecian el dar las gracias porque lo consideran un convencionalismo social vacío de contenido y privilegian en cambio una supuesta empatía profunda entre los corazones. “El reto es −escribía hace algún tiempo un experto− ¿cómo podemos hacer sentir al otro que le estamos agradecidos de verdad? Es necesario encontrar nuevas formas de mostrar a las personas el sentimiento de agradecimiento auténtico”.
En un primer momento, esta tesis podría parecer atractiva, pero si se piensa un poco se descubre que es una manera desenfocada de abordar este asunto vitalmente tan importante. ¿Por qué los padres de todo el mundo se empeñan en que sus hijos aprendan a dar las gracias? No lo hacen meramente para que sus hijos aprendan un formalismo social, sino que lo hacen para que aprendan a ser agradecidos, esto es, para que a base de agradecer a los demás los servicios, atenciones o regalos que reciban, lleguen a ser mejores personas. Las fórmulas corteses, acompañadas si es posible de una sonrisa, son el camino que tenemos los seres humanos para adquirir el agradecimiento de corazón.
La gente joven −al menos en mi experiencia personal− es muy agradecida. Su gratitud nunca me parece algo postizo o artificial, sino que es siempre un sentimiento verdadero que brota quizá de la conciencia de su inexperiencia. Me impresionaba lo que me decía una valiosa estudiante al despedirse cada vez que venía a visitarme: “Muchas gracias por su tiempo”. Siempre pensé que era más bien yo quien debía estarle agradecido a ella por la atención inteligente que me había prestado.
Me contaba hace unos pocos días una estudiante de Farmacia, al regreso de una estancia como cooperante farmacéutica en una clínica peruana en Abancay en lo alto de los Andes, que se sentía verdaderamente pagada cuando al terminar su servicio aquellas mujeres y aquellos hombres −ya mayores y a menudo de rostro taciturno− le decían con una sonrisa: “¡Gracias, doctorita!” o “¡Gracias, mamasita!”.
De tarde en tarde el agradecimiento de los estudiantes se traduce en regalos. Puede ir desde unas hermosas hojas secas del otoño recogidas en el campus hasta una pluma de lujo con un texto grabado “Gracias, Jaime”, pasando por regalos que se comen o se beben, por libros, fotografías, cuadros, etc., que han ido llenando las paredes de mi despacho. Me emocionan todas esas muestras de gratitud que quieren dar permanencia a la expresión del agradecimiento. Siempre pienso que los seres humanos damos gracias no tanto porque nos hayan hecho un favor o un servicio, sino en última instancia porque nos sentimos queridos. Esto es siempre lo más importante.
Un filósofo norteamericano me aseguraba, basado en su experiencia vital, que dar las gracias es el mejor antídoto contra la depresión: ayuda más a quien las da que a quien las recibe, porque lleva a la persuasión de que todo es un regalo, incluida la propia vida y la vida de los demás. En este sentido, puede decirse que quien da las gracias, aunque sea empleando las fórmulas más habituales, se lleva siempre el premio, pues su corazón se ensancha hasta llenar de un hondo sentido comunicativo los convencionalismos sociales. Vivimos en red, no solo nos necesitamos unos a otros, sino que al querernos y agradecernos lo que hacemos habitualmente unos por otros, llegamos a ser mejores personas. Por eso, la mejor forma de expresarnos mutuamente la gratitud es diciéndonos con más frecuencia unos a otros en lo grande y en lo pequeño: “¡Muchas gracias!”.
Y, por supuesto, muchas gracias de todo corazón por haber leído hasta aquí.