El problema número uno del matrimonio en la Iglesia es que Dios no ha entrado en muchas familias y tampoco ha calado la doctrina conciliar que lo define como un verdadero camino de santidad para la mayoría de los fieles
Al terminar el Sínodo el Papa Francisco indica que no se debe juzgar con superficialidad los casos difíciles ni las familias heridas por desarreglo matrimonial. Una llamada de atención para vivir la caridad con las personas que han fracasado en su matrimonio. Y habrá que preguntarse el porqué, ya que sin un buen diagnóstico no hay terapia que valga.
Sabemos que disminuye el número de matrimonios canónicos y civiles mientras aumentan las parejas de hecho y los divorcios, todo ello por falta de capacidad para el compromiso, condicionado por las circunstancias laborales y sociales. Además algunos divorciados se vuelven a casar civilmente entrando en una situación irregular que les aleja de los sacramentos, mientras que un número todavía más reducido desea recuperar su participación en la vida eclesial.
El Sínodo agradece la fidelidad matrimonial
Sin embargo el problema número uno del matrimonio en la Iglesia es que Dios no ha entrado en muchas familias y tampoco ha calado la doctrina conciliar que lo define como un verdadero camino de santidad para la mayoría de los fieles. En comparación con esto los demás problemas tan conmovedores resultan pequeños y pueden llegar a enmascarar la realidad. De ahí que el titular del Sínodo podría ser que agradece a tantas familias que son fieles a su vocación matrimonial pese a tantos obstáculos.
Hace años que la Iglesia tiende la mano a las personas divorciadas vueltas a casar o con problemas de identidad sexual. Los obispos, sacerdotes y seglares se esfuerzan en acercarles al corazón de la Iglesia en parroquias, movimientos y grupos de asistencia que confortan a muchos, principalmente a quienes han padecido el trauma del divorcio y el abandono por parte del otro cónyuge, tantas veces el marido. No es verdad que los sacerdotes y fieles pongan pegas a estas personas cuando en realidad ocurre todo lo contrario: se les abren las puertas y se les brindan nuevas oportunidades para reforzar su fe en coherencia con la doctrina de la Iglesia y las normas morales objetivas. Ciertamente pasaron ya los tiempos en que algunos pastores les trataban con dureza, porque ahora sucede todo lo contrario.
Discernir las situaciones personales
El Sínodo reconoce en el número 85 que esa caridad pastoral según las diversas situaciones personales viene de lejos: «San Juan Pablo II ha ofrecido un criterio integral que permanece como la base para la valoración de estas situaciones: “Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido” (Familiaris Consortio, 84)». Recuerda también que la ley de la gradualidad impulsada por Juan Pablo II es bien distinta de una supuesta gradualidad de la ley, como si no fuera igual para todos.
Sacramentos para ser santos
Ahora bien, si hay que evitar la superficialidad al tratar estos casos, con más razón hay que hacerlo con los sacramentos instituidos por Jesucristo y entregados a su Iglesia para la fortaleza de los cristianos en su camino de santidad. De ahí que sea rechazable la superficialidad de quienes tratan el sacramento de la Penitencia y la Eucaristía como simples ceremonias confortables para participar en el estatus social de los creyentes. Por eso la Confesión requiere un cambio de vida: examen sincero de conciencia sobre los propios pecados; dolor de contrición ante Dios manifestado ante el ministro de la Iglesia; propósito de enmienda para rectificar de hecho cualquier situación o estado de pecado; y hacer penitencia. Siempre la buena acción pastoral va unida a la valoración de los sacramentos y de la recta doctrina.
A ello se refiere el número 85 de la relación final del Sínodo cuando dice: «Los divorciados vueltos a casar deberían preguntarse cómo se han comportado con sus hijos cuando la unión conyugal entró en crisis, si hubo intentos de reconciliación, cómo está la situación del compañero abandonado, qué consecuencia tiene la nueva relación sobre el resto de la familia y la comunidad de fieles, qué ejemplo ofrece a los jóvenes que se deben preparar para el matrimonio. Una sincera reflexión puede reforzar la confianza en la misericordia de Dios que no se le niega a ninguno».
Gracias a Dios, en este Sínodo muchos padres han mostrado esa claridad de ideas sobre el sacramento del matrimonio como camino de santidad, lo cual implica: fidelidad al otro cónyuge, al Evangelio −muy explícito sobre el adulterio−, respeto a la doctrina católica, y una vida de gracia para ser Iglesia doméstica. Si esto se olvidara la acción pastoral quedaría convertida en bendiciones sonrientes de sacerdotes amiguetes, y la Iglesia aparecería como una multinacional de la filantropía de bonitas palabras vacías.
Hace cincuenta años el Concilio Vaticano II ha proclamado con firmeza la fe en Jesucristo afirmando que en este mundo tan cambiante y relativista hay cosas que permanecen, y que tienen su último fundamento en Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre. El matrimonio es probablemente la principal y es la tarea capital de la Iglesia para ser luz de las gentes.