Siempre se han concebido las crisis sociales como tiempos de cambio, de regeneración, pero también de recuperación de ideales perdidos
La crisis de los millones de refugiados, sobre todo sirios, está poniendo a prueba los pilares de la vieja Europa. Y no es para menos. Los datos que da Amnistía Internacional son espeluznantes. Más de doscientas mil personas han muerto en Siria y trece millones necesitan asistencia humanitaria urgente dentro del país. Alrededor del cincuenta por ciento de la población siria está en situación de desplazamiento.
Datos escalofriantes y sobrecogedores se podrían dar también de los refugiados kosovares, eritreos, nigerianos o somalíes que huyen del terrorismo y la represión en busca de una nueva vida. No son necesarios para advertir el calibre del problema. En lo que respecta a Europa, cientos de miles de personas han entrado ilegalmente en su territorio en los últimos meses y cientos de miles piden asilo político mientras se hallan hacinadas en campamentos huyendo despavoridas de las amenazas de propios y ajenos.
Siempre se han concebido las crisis sociales como tiempos de cambio, de regeneración, pero también de recuperación de ideales perdidos. Por eso, de las crisis, las sociedades salen fortalecidas, renovadas, frescas. Las crisis sirven para testar la resistencia de un grupo social, la altura de miras de una comunidad política, la calidad moral de un pueblo. Me parece que la crisis de los refugiados debe servir a Europa para poner en práctica, orgullosa, la enorme calidad moral de sus propios valores. Uno de ellos es, sin duda, su humanitas. A ella quiero referirme en estas reflexiones, pues considero que si Europa ha estado amargamente dividida en este conflicto por tan largo tiempo, ha sido precisamente por haberse olvidado de este valor fundamental de su constitución política que por siglos tanto le ha ennoblecido.
Humanitas es una palabra de creación romana, aunque, como todo lo romano, tiene un sólido fundamento griego. El ideal de humanitas llegó a Roma a través del famoso círculo de los Escipiones y fue particularmente desarrollado por Cicerón, durante el atardecer republicano. Humanitas era probablemente la palabra favorita de este pensador y político, y una de las que, según se cuenta, trataba de evitar Julio César a toda costa. Tampoco era especialmente apreciada por ciertos juristas romanos, a veces demasiado centrados en su pequeño mundo de tecnicismos legales. Y es que la humanitas respeta el derecho, pero lo transciende pues está por encima de reglas jurídicas y patrones establecidos.
Para Cicerón, lo explica muy bien el historiador Peter Gay, humanitas era un ideal, un estilo de vida y pensamiento, más que una mera doctrina. Humanitas era, y es, la manifestación del comportamiento de un ser humano cultivado, virtuoso, de alto nivel de consciencia. La persona que desarrolla su propia humanitas confía en su talento, es educada, correcta en el trato con los demás, decente en su conducta social y protagonista de los avances sociales. El hombre (la mujer) con humanitas se hace más hombre (o mujer): se perfecciona a sí mismo. Más todavía, Cicerón llega a afirmar que el hombre con plenitud de humanitas, en cierta forma, se diviniza: … est homini cum deo similitudio. Humanitas constituyó la seña de identidad de un romano frente al resto de los mortales.
Este ideal de humanistas se contrapone a cualquier utilitarismo centrado en el self-interest, ya sea individual o colectivo, y a cualquier falsa excusa basada en burocracias inútiles. La humanitas nos lleva a tener una alta consideración de los demás, nos invita a la benevolencia, a la compasión, a la solidaridad. El ideal de humanitas puede ser aplicado no solo a las personas, en su singularidad, sino a todos los colectivos, muy particularmente a las comunidades políticas. Por eso, por siglos, especialmente en la Modernidad y en la Ilustración, humanitas constituyó una de las claves del alma europea.
Sed humanius est (pero es más humano, más benevolente, más equitativo, y por ende más justo a la postre) era una frase, junto con otras similares, con la que en la Antigüedad se daba la vuelta a un argumento excesivamente racional, mundano y pegado a terreno, que podía contener parte de razón, pero no toda ella, y por eso no debía erigirse en razón determinante para solucionar un problema. Es cierto que esta persona es un criminal y un peligro para la sociedad y merece la pena capital, pero es más humano (sed humanius est) mantenerle con vida pues no somos dueños de la vida ajena.
Es cierto que este arrendatario debe ser puesto en la calle por no haber pagado la renta, pero es más humano, concederle una prórroga pues está enfermo. Es cierto que esta trabajadora ha incumplido una de sus obligaciones y se le puede despedir, pero es más humano conservarle el puesto de trabajo pues debe alimentar unas cuantas bocas. Creo que esta lógica del sed humanius est es la que deben emplear los gobernantes europeos para estar a la altura de las circunstancias y resolver de una vez por todas esta crisis de los refugiados.
Sí, es cierto que esta crisis cuesta a Europa mucho dinero, mucho esfuerzo, mucho empeño, y que se espera recibir a cambio una muy baja rentabilidad. Sí, es cierto que el principio de soberanía ampara a un Estado frente a una invasión de refugiados. Sí, es cierto que una generosa apertura de las fronteras provoca un "efecto llamada" que puede contribuir a agravar la crisis. Sí, es cierto que los refugiados pueden quitar, a la larga, puestos de trabajo a los nacionales y que se puede agravar la crisis laboral por unos años. Sí, todo eso es cierto, completamente cierto, sed humanius est, pero es mucho más humano y más justo, pese a todos los cálculos de nuestra razón, actuar con benevolencia y dar una acogida a los refugiados mucho más solidaria y generosa de lo que se viene haciendo.
Cuanto más solidario se muestra un país, más lealtad encontrará, no solo en los refugiados, sino también entre los suyos, pues la solidaridad es fuente de unidad moral. Acogiendo a un refugiado, una sociedad se consolida, se ennoblece, se encuentra a sí misma. Acogiendo desinteresadamente al refugiado una sociedad supera las reglas del do ut des, de la pura y calculadora reciprocidad para convertirlas en un estimulante servicio al prójimo. Esta crisis es una oportunidad de oro para demostrar al mundo que la vieja Europa tiene todavía mucho que aportar, y que es capaz de resolver un problema de escala mundial sin sentirse víctima. Europa ha sido tradicionalmente una tierra que ha dispensado humanitas a la humanidad. Y es hora de mostrarlo de nuevo.
Se me dirá que peco de utópico. Creo que no. A veces llamamos utopías a verdades dolorosas, a deseos nobles y vehementes, a metas complicadas, a cumbres borrascosas. Estamos viviendo momentos difíciles en Europa. Por eso, hoy más que nunca, hay que lanzar un grito alto, muy alto, a este viejo continente. ¡Europa, recuerda tu viejo ideal de humanitas!
Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra e investigador en la Universidad de Emory.