¿Cómo desarrolla el hombre su conocimiento de la naturaleza, su amor hacia todos los hombres, y su responsabilidad de llevar con todos adelante la Creación?
Al hombre le toca descubrir su lugar en el mundo para que el encargo recibido de Dios −cuidar de la Creación−, pueda realizarlo para gloria de Dios, para el bien de la Creación, de la naturaleza, para su propio bien, y para el bien de todas las demás criaturas.
Para descubrir ese lugar de colaborador de Dios en tan magna tarea, el Papa nos recuerda en Laudato si’ nuestra condición de criaturas, creadas directamente por Dios y no fruto de una evolución:
“El ser humano, si bien supone también procesos evolutivos, implica una novedad no explicable plenamente por la evolución de otros sistemas abiertos. Cada uno de nosotros tiene en sí una identidad personal, capaz de entrar en diálogo con los demás y con el mismo Dios. La capacidad de reflexión, la argumentación, la creatividad, la interpretación, la elaboración artística y otras capacidades inéditas muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico. La novedad cualitativa que implica el surgimiento de un ser personal dentro del universo material supone una acción directa de Dios, un llamado peculiar a la vida y a la relación de un Tú a otro tú” (n. 81).
La conciencia de su ser, del sentido de su vida, mueven al hombre a vivir, gozando, de su responsabilidad; y ese saberse responsable le ayuda a abrir su inteligencia y su corazón para poner todo el empeño de conocer las exigencias de la realidad de la naturaleza, que le ha sido encomendada:
“La falta de preocupación por medir el daño a la naturaleza y el impacto ambiental de las decisiones es sólo el reflejo muy visible de un desinterés por reconocer el mensaje que la naturaleza lleva inscrito en sus mismas estructuras. Cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad −por poner sólo algunos ejemplos−, difícilmente se escucharán los gritos de la misma naturaleza. Todo está conectado. Si el ser humano se declara autónomo de la realidad y se constituye en dominador absoluto, la misma base de su existencia se desmorona, porque, «en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza»[1]”. (n. 117).
El hombre no está solo en esta ingente tarea humana y divina. Cuenta con la colaboración de todos los demás seres humanos. Cada uno a su manera, de forma irrepetible, realiza la tarea de cuidar de la creación. Nunca somos un número perdido en medio de una multitud. Si no apreciamos el valor de cada persona, jamás llevaremos a cabo el cuidado de la creación:
“No se puede prescindir de la humanidad. No habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano. No hay ecología sin una adecuada antropología. Cuando la persona humana es considerada sólo un ser más entre otros, que procede de los juegos del azar o de un determinismo físico, «se corre el riesgo de que disminuya en las personas la conciencia de la responsabilidad»[2]. (…) No puede exigirse al ser humano un compromiso con respecto al mundo si no se reconocen y valoran al mismo tiempo sus capacidades peculiares de conocimiento, voluntad, libertad y responsabilidad”. (n. 118).
¿Cómo desarrolla el hombre su conocimiento de la naturaleza, su amor hacia todos los hombres, y su responsabilidad de llevar con todos adelante la Creación?: trabajando.
“En cualquier planteamiento sobre una ecología integral, que no excluya al ser humano, es indispensable incorporar el valor del trabajo, tan sabiamente desarrollado por san Juan Pablo II en su encíclica Laborem exercens. Recordemos que, según el relato bíblico de la creación, Dios colocó al ser humano en el jardín recién creado (cf. Gn 2,15) no sólo para preservar lo existente (cuidar), sino para trabajar sobre ello de manera que produzca frutos (labrar). Así, los obreros y artesanos «aseguran la creación eterna» (Si 38,34). En realidad, la intervención humana que procura el prudente desarrollo de lo creado es la forma más adecuada de cuidarlo, porque implica situarse como instrumento de Dios para ayudar a brotar las potencialidades que él mismo colocó en las cosas: «Dios puso en la tierra medicinas y el hombre prudente no las desprecia» (Si 38,4)”. (n. 124)
El hombre goza así en su tarea de cuidador de la naturaleza, de la creación:
“El trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios. (…) Al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora (…) El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor (…) El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la Tierra, amados por Él, herederos de sus promesas”[3].
El hombre cuida de la Creación, colabora con Dios, trabajando y amando; amando y trabajando.
Ernesto Juliá Díaz, en religionconfidencial.com.
[1] San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 37: AAS 83 (1991), 840.
[2] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2010, 2: AAS 102 (2010), 41.
[3] San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n. 48.
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