La necesidad de asumir el reto ecológico con radicalidad, como invitación a una conversión en el modo de entender estilos de vida y actividades individuales y colectivas
La insistencia del papa Francisco sobre la misericordia se inscribe en un rasgo esencial de la doctrina católica, que le distingue radicalmente de otras religiones y de tantas ideologías: la capacidad de perdonar. Incluye la petición sincera de perdón ante injurias personales o errores históricos: buen ejemplo dio Juan Pablo II en el jubileo del año 2000.
Al final puede ocurrir que la Iglesia asuma el mea culpa que quizá corresponda más a otros. No es momento de polémicas, pero tampoco hay duda de que buena parte de los problemas medioambientales proceden de la Ilustración. La sustitución de la supuesta superstición religiosa por la maravilla de la razón creó nuevos mitos, como el del progreso perenne e irreversible: una nueva locura, podría decir Chesterton, de un criterio judeocristiano, que llevó la dominación humana de la tierra al olvido de exigencias elementales.
También ahora, en su reciente encíclica, Francisco reconoce desenfoques históricos. Difícilmente encontraremos una actitud semejante en sedicentes progresistas, y menos aún en los radicales al uso. Pero el Papa afirma con claridad que “si es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas”.
Mucho se está escribiendo estos días sobre Laudato si’, un texto muy largo no exento de complejidad y, como sucede en los últimos años, con cierto desmejoramiento del lenguaje castellano en las traducciones. Pero se impone el esfuerzo de estudiar el documento, antes de añadir nuevas ideas sobre el problema, lejos de críticas un tanto infantiles como las que llegan de América.
Me permito recordar sólo el artículo que más me ha gustado estos últimos días, y del que se hizo eco Religión Confidencial: lo publicó el cardenal de París, André Vingt-Trois, en la edición de Le Monde del 19 de junio, con un titular bien expresivo: “debe cambiar la mirada de los creyentes sobre la naturaleza”. La atención de la buena voluntad no afecta sólo a la “casa común”, sino, sobre todo, a los más débiles de sus habitantes, que sufren las consecuencias de la pobreza y la degradación del entorno natural. Hay que enfocar con los ojos bien abiertos la realidad humana y social, para encontrar nuevas soluciones en un diálogo abierto.
No es casual que una de las intervenciones en la presentación oficial de la encíclica correspondiera al Metropolitano de Pérgamo, John Zizioulas, en representación del Patriarcado Ecuménico y de la Iglesia ortodoxa. Habló sobre la teología y la espiritualidad, temas que abren y cierran la encíclica. Ve en el documento “una importante dimensión ecuménica que plantea a todos los cristianos divididos una tarea común que deben enfrentar juntos. Vivimos en una época con problemas existenciales fundamentales que superan nuestras divisiones tradicionales y las relativizan casi hasta el punto de la extinción”. “Mirad, por ejemplo −dijo− lo que está sucediendo hoy en Medio Oriente: ¿Los que persiguen a los cristianos les preguntan a qué iglesia o a qué confesión pertenecen? La unidad de los cristianos en casos como éstos se realiza de hecho por la persecución y la sangre: es un ecumenismo del martirio”.
Aunque la cuestión es universal, para los creyentes el foco ha de ser espiritual: a la conciencia de la creación del mundo por Dios, se une otra realidad profunda, pues su propio Hijo vivió en persona las maravillas y las limitaciones de la condición humana. De ahí la necesidad de asumir el reto ecológico con radicalidad, como invitación a una conversión en el modo de entender estilos de vida y actividades individuales y colectivas.
En cierta medida, la nueva encíclica desarrolla un gran principio subrayado por Benedicto XVI: “además de la leal solidaridad intergeneracional, se ha de reiterar la urgente necesidad moral de una renovada solidaridad intrageneracional”. Hasta para un sociólogo no creyente, como Edgar Morin, “la encíclica Laudato si’ es quizá el acto primero de una llamada a una nueva civilización”.