La relación estrecha entre el cuidado del ambiente y la responsabilidad respecto los demás es un punto que atraviesa toda la encíclica
Laudato si’. Con estas palabras el Papa Francisco nos invita a alabar a Dios por la belleza de la creación, como un niño pequeño que contempla lleno de orgullo las obras de su Padre. El subtítulo de la encíclica: «El cuidado de la casa común» resalta la idea que permea toda la carta: el cristiano no está solo, el cuidado del regalo de la creación es una tarea que compartimos con todos los hombres. Para los cristianos «nada de este mundo nos resulta indiferente», y se sienten «llamados a ser los instrumentos del Padre Dios para que nuestro planeta sea lo que él soñó al crearlo y responda a su proyecto de paz, belleza y plenitud» (LS 53).
El Papa Francisco invita a considerar los diversos problemas que afectan nuestra casa común. No pretende hacer una descripción completa y detallada, ni involucrarse en teorías científicas sobre las causas, sino tomar conciencia y «convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar» (LS 19). Es normal que un hijo se preocupe activamente y sufra por los problemas de su hogar.
Ante estos problemas el Papa manifiesta su intranquilidad por la “debilidad de las reacciones” frente a los dramas de tantas personas y poblaciones. Es verdad que no faltan ejemplos positivos, pero muchos ámbitos adolecen de una cultura adecuada y de la disposición a cambiar de estilo de vida, producción y consumo. La raíz profunda de los problemas ambientales es un antropocentrismo que pretende ser criterio de verdad y de bondad, deformando el uso de la tecnología, la ciencia, la investigación y la innovación, el trabajo, la política. Es necesario una nueva cultura, “otra mirada” para que el hombre se pueda servir de ellas para el cuidado de la casa común. El buen uso de la tecnología y de las ciencias requiere un cambio en las personas, reconocer que «el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado» (LS 115). El punto central se puede resumir en la frase: «no hay ecología sin una adecuada antropología» (LS 118).
El Papa pone en evidencia el gran valor de cada persona humana al enumerar, entre los graves problemas ecológicos, uno que no suele ser considerado como tal: el «deterioro de la calidad de la vida humana y degradación social» (LS 43-47). Los hombres formamos parte del gran regalo de la creación, y el empeño por el ambiente ha de tener «en cuenta que el ser humano también es una criatura de este mundo, que tiene derecho a vivir y a ser feliz, y que además tiene una dignidad especialísima» (LS 43).
La relación estrecha entre el cuidado del ambiente y la responsabilidad respecto los demás es un punto que atraviesa toda la encíclica. En diversos puntos el Papa Francisco muestra la incoherencia de un empeño por salvar la creación material, que descuida a los demás seres humanos, y no es capaz de reconocer el valor de un pobre, de un embrión humano o de un discapacitado.
El mensaje que envía el Papa con la encíclica es un mensaje de esperanza: «no todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, pueden también superarse, volver a elegir el bien y regenerarse» (LS 205). «La humanidad tiene aún la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común» (LS 13).
El Papa advierte sobre la falsa esperanza que ofrece una racionalidad instrumental que pretende «crear una "ciudadanía ecológica"» a través de la aplicación de tecnologías o la creación de normas o leyes y un control efectivo. Si se quiere que se produzcan «efectos importantes y duraderos es necesario […] una transformación personal. Sólo a partir del cultivo de sólidas virtudes es posible la donación de sí en un compromiso ecológico» (LS 211). Requiere plantearse preguntas de fondo sobre el sentido de la existencia y el valor de la vida social: «¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra?» (LS 160). Sólo la respuesta a estos interrogantes nos ayudará a adquirir «la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos. Esta conciencia básica permitiría el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida» (LS 202).
El evangelio de la Creación, tema del segundo capítulo, ofrece luces para responder a estas preguntas. La creación procede «de una decisión, no del caos o la casualidad […]. Hay una opción libre expresada en la palabra creadora […]. La creación es del orden del amor. El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado» (LS 77). Por eso, «cada criatura tiene un valor y un significado» (LS 76), ninguna de ellas es fruto del azar, sino de un querer divino. El hombre es depositario de este don de Dios para que lo trabaje y lo custodie, sin olvidar que esta misión incluye, en primer lugar, el cuidado de sus hermanos los hombres. El hombre recibe el poder de dominar el mundo para perfeccionarlo y transformarlo en una hermosa morada, y haga, así, visible y efectiva la providencia de Dios sobre el mundo.
El mal que vemos en el mundo, es consecuencia del abuso que el hombre ha hecho y hace del poder que Dios le ha donado. Pero el mal no tiene la última palabra porque Dios «decidió abrir un camino de salvación» (LS 71). Este es el gran anuncio del Evangelio: «el Dios que libera y salva es el mismo que creó el universo, y esos dos modos divinos de actuar están íntima e inseparablemente conectados» (LS 73).
Esta salvación no es solamente una obra divina, «Dios, que quiere actuar con nosotros y contar con nuestra cooperación, también es capaz de sacar algún bien de los males que nosotros realizamos, porque “el Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables”» (LS 80). Aquí radica la esperanza cristiana, si la «humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común», es porque «el Creador no nos abandona, nunca hizo marcha atrás en su proyecto de amor, no se arrepintió de habernos creado» (LS 13).
La colaboración del hombre exige una «conversión "ecológica", que implica [para los cristianos] dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea. Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana» (LS 217). Ser protectores de la obra de Dios incluye, en primer lugar, la protección de nuestros hermanos más frágiles.
La conversión requiere «examinar nuestras vidas y reconocer de qué modo ofendemos a la creación de Dios con nuestras acciones» (LS 218). Las numerosas ejemplificaciones que hace el santo Padre a lo largo de la encíclica son un llamado a hacer examen. A la vez, son una invitación a asumir las consecuencias del encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que nos rodea. Entre estas consecuencias, el Papa resalta la «gratitud y gratuidad, es decir, un reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca como consecuencia actitudes gratuitas de renuncia y gestos generosos aunque nadie los vea o los reconozca» (LS 220). También insiste en la necesidad de la sobriedad, vivida con libertad y conciencia, y la humildad. Estas virtudes dan la «capacidad de convivencia y de comunión» (LS 228), de vivir el amor fraterno, de prescindir de lo nuestro de modo gratuito a favor de los otros, y ser conscientes «que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos» (LS 229).
La familia tiene una importancia central en la educación y transmisión de este nuevo estilo de vida (LS 213). En ella se aprende el valor de los pequeños gestos cotidianos. El Papa ejemplifica algunos de ellos «como evitar el uso de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, separar los residuos, cocinar sólo lo que razonablemente se podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces innecesarias» (LS 211). Se trata de gestos “ecológicos” al alcance de la mano de todos, que alimentan «una pasión por el cuidado del mundo» (LS 216) y hacen la vida más llevadera. «El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor» (LS 231). Este nuevo estilo de vida nos hará capaces de poner por obra la ecología integral y establecer diálogos sinceros y honestos. Sólo así experimentaremos que «vale la pena pasar por este mundo» (LS 212).
Antonio Porras, profesor de Teología en la Universidad Pontifica de la Santa Cruz (Roma)
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