Lo que la encíclica nos recuerda es que no somos individuos aislados, sino que todos estamos interconectados y es misión nuestra cuidar esta maravillosa casa común
En mis vacaciones de verano he vuelto a leer con gusto El libro de las tierras vírgenes en la misma edición que leí repetidas veces en mi juventud (Gustavo Gili, Barcelona, 1960). He leído ahora −probablemente por primera vez− el prólogo del traductor Ramón D. Perés para la primera edición española (1904) que justificaba aquel título frente al original The Jungle Book. Se trataba de la recopilación de cuentos publicados por Rudyard Kipling entre 1893 y 1894, que le haría obtener el premio Nobel de Literatura en 1907.
Desde hace años quería volver a leerlo, pero me decidí solo hace unas semanas cuando me topé con un comentario del filósofo venezolano Rafael Tomás Caldera al respecto. En una conferencia a universitarios hablaba Caldera de cómo un rasgo propio de la persona es la profundización interior que se pone de manifiesto en la mirada. “Recordarán −añadía− como en el Libro de la Selva ninguno de los animales podía sostener la mirada de Mowgli, el cachorro humano. Y no era eso en verdad, sino que los ojos de ningún animal transmiten el sentido que nos trae el ojo humano al mirarnos”.
Viene esto a cuento porque en estos días de descanso en las montañas he podido leer también con enorme interés la reciente encíclica del papa FranciscoLaudato si’ “sobre el cuidado de la casa común”. La encíclica refleja una profunda mirada humana al ambiente en el que se desarrolla nuestra vida a escala global y local en esta segunda década del siglo XXI después de doscientos años de acelerado progreso económico e industrial. Me parece que la intuición central de todo ese documento es la afirmación −reiterada varias veces a lo largo de sus páginas− de que todo está conectado y, por tanto, de que nada de lo que ocurra en este mundo puede resultarnos indiferente: somos cada uno responsables de toda la familia humana de hoy y también de la calidad de la vida de aquellos que vendrán después de nosotros. Somos responsables de lo que hagamos con el planeta Tierra y con todos los recursos que en él nos han sido dados.
Como a la vez leía a Kipling, la llamada del Papa me recordó en cierto modo a la Tregua del Agua proclamada por Hathi, “el elefante salvaje que puede vivir hasta cien años o más”, cuando a causa de la gran sequía vio asomar en medio de la corriente del río Waingunga un largo y descarnado banco de piedra azul: era la Peña de la Paz. Al asomar aquella piedra alargada había de proclamarse la Tregua, pues era señal de que aquella delgada corriente de agua era el único lugar en muchos kilómetros a la redonda en el que los animales podían abrevar. Según la ley de la Selva “se castiga con pena de muerte al que mata en los sitios destinados a beber desde el momento en que la Tregua del Agua ha sido proclamada. La razón que hay para esto es que el beber es antes que el comer”.
Algo así está proclamando el papa Francisco con esta nueva encíclica, que incluye también una severa denuncia del control del agua por parte de grandes empresas mundiales (n. 31). En lugar de pelearnos unos con otros, hemos de aunar esfuerzos para mejorar la calidad de vida en nuestro mundo compartido. El papa Francisco advierte con claridad que, si seguimos así, el individualismo rampante y el egoísmo de los más ricos llevarán probablemente a nuestro mundo humano hacia su destrucción. Por eso su llamamiento –“llamado”, escribe con amable expresión latinoamericana− estriba en cuidar nuestra casa común, uniendo a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral. “El Creador no nos abandona, nunca hizo marcha atrás en su proyecto de amor, no se arrepiente de habernos creado. La humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común” (n. 13).
Algunos de los primeros lectores de la encíclica han reprochado al Papa por −dicen equivocadamente− entregarse en brazos de los defensores de que el calentamiento global está causado por la actividad humana; otros por su incisiva denuncia del sistema financiero que ha desarrollado una inequidad a escala planetaria arrojando a tantos a la miseria. Son más de 80 páginas llenas de ideas sugerentes y de afirmaciones rotundas en las que se abordan muchos aspectos de la organización de nuestra sociedad.
Me parece a mí que las afirmaciones del Papa son efectivamente revolucionarias en el sentido de que nos invitan −nos urgen− a cada uno de nosotros a un cambio de estilo de vida, a una revolución en la que el centro de nuestra mirada esté verdaderamente en los demás, en lo compartido, en lo común. A mí me recuerda a uno de los Padres de la Iglesia de los primeros siglos denunciando las tremendas injusticias de la sociedad pagana: ahora como entonces no dejaban a nadie indiferente.
Aunque sea una anécdota mínima, no quiero terminar sin evocar la atractiva campaña que puede verse en la puerta del Edificio Amigos de mi Universidad. Con la prohibición legal de fumar en los edificios universitarios, se ha creado un problema de acumulación de colillas en los suelos de las entradas a los edificios. Recientemente se ha puesto un simpático letrero en la puerta invitando a apagar las colillas en los ceniceros en el que se pregunta “¿Por qué debemos tirar la colilla al cenicero?” Y se ofrecen las siguientes respuestas: “Por el bienestar de todos”, “Por David, servicio de jardinería”, “Por Mari Jose, servicio de limpieza”, “Porque es nuestra casa”. Esta es la clave: si en vez de pensar en nuestra comodidad, pensamos en el bienestar de los demás, el mundo cambia: se torna más amable, más humano. Lo que yo haga con la colilla de mi cigarrillo afecta también a los demás.
Lo que la encíclica nos recuerda es que no somos individuos aislados, sino que todos −Dios, seres humanos, animales, plantas y naturaleza− estamos interconectados y es misión nuestra cuidar esta maravillosa casa común. Esto se ve mucho más claro quizá cuando uno tiene ocasión de pensarlo en lo alto de una montaña.