No podemos acostumbrarnos a la escasez de muchos a causada por la abundancia y el bienestar de otros
Las Provincias
Deseo fijar la atención en algo muy elemental: el riesgo de que el hambre se considere como algo estructural, parte integrante de la realidad de los países más pobres o de algunas capas marginales de las naciones ricas
En un importante discurso pronunciado por Benedicto XVI en la FAO, recordó que las estadísticas muestran un incremento dramático del número de personas que sufren hambre. Y esto mientras se confirma que la tierra puede nutrir suficientemente a todos sus habitantes, porque los datos no indican una relación causa-efecto entre el aumento de la población y el hambre, como lo prueba la lamentable eliminación de excedentes alimentarios por lucro económico.
El hambre, ha dicho el Papa, no depende tanto de la escasez material cuanto de la falta de instituciones económicas capaces de afrontar la solución de las exigencias primarias reales como agua y comida. Depende del corazón humano. Y todavía no había sucedido la catástrofe de Haití, que muestra que sigue existiendo el corazón del hombre, pero no hay duda de que el fondo de la cuestión sigue ahí.
No voy a entrar en todo el entramado del discurso papal, sino que deseo fijar la atención en algo muy elemental: el riesgo de que el hambre se considere como algo estructural, parte integrante de la realidad de los países más pobres o de algunas capas marginales de las naciones ricas, o un motivo para mover las conciencias en momentos particularmente duros.
Para evitar ese acostumbramiento malo, invoca Benedicto XVI la común pertenencia de todos a la familia humana universal, en virtud de la que se puede pedir a cada Pueblo, a cada País, a cada persona o institución, que sean solidarios para estar dispuestos a hacerse cargo de las necesidades concretas de los otros y favorecer un compartir fundado en el amor. Esa solidaridad excede a la justicia, pero la exige: no ofreceré lo mío si niego a otro lo que es suyo.
Para no malacostumbrarnos, recordemos que entre los derechos fundamentales de la persona destaca el relativo a una alimentación suficiente, sana y nutritiva y el derecho al agua, sin distinciones ni discriminaciones, como se afirmaba en Caritas in veritate.
Sirven unas palabras del fundador del Opus Dei en una homilía de 1967: «Los bienes de la tierra repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística».
Y añadirá que comprende la impaciencia y la angustia de quienes no se resignan a esas situaciones, sino que impulsados a mirar a Cristo, verán su continua invitación a poner en práctica el mandamiento nuevo del amor. Me parece que es necesario insistir en que no es un tema para situaciones de emergencia, ha de ser permanente.
El Apóstol Santiago escribió en su epístola: «Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del alimento cotidiano, y alguno de vosotros les dice: id en paz, calentaos y saciaos, pero no le dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no va acompañada de obras, está realmente muerta».
Me parece estar viendo la dura mueca de quienes hablan de las riquezas de la Iglesia o de esa parcela de la misma que es el Opus Dei. Esas presuntas riquezas son bienes culturales, cultuales, de formación, labores asistenciales, que generan muchos más gastos que beneficios. De hecho, la Iglesia y sus instituciones no tienen como fin solucionar el hambre en el mundo. Están para la salvación de las gentes, pero es verdad que si no cooperan en el bienestar material de los pobres, no realizarán su misión salvadora.
Tal vez por eso, la Iglesia acude como nadie a resolver esos temas, bien con sus propias labores, bien impulsando a los cristianos en esa dirección. También lo está haciendo, en la medida que le es posible, con el drama de Haití, y con otras muchas tareas permanentes, pero es cuestión de la familia humana universal, como afirmó el Papa, excede incluso a muchos estados, debe ser un quehacer permanente de todos. No podemos acostumbrarnos a la escasez de muchos a causada por la abundancia y el bienestar de otros.
En su obra Jesús de Nazaret, y comentando la parábola del buen samaritano, escribió Benedicto XVI: «La actualidad de la parábola resulta evidente. Si la aplicamos a las dimensiones de la sociedad mundial, vemos cómo los pueblos explotados y saqueados de África nos conciernen. Vemos hasta qué punto son nuestros próximos; vemos que también nuestro estilo de vida, nuestra historia, en la que estamos implicados, los ha explotado y los explota». Haití es más de lo mismo.
Nuestra crisis económica hace que algunos de esos problemas sucedan en nuestra ciudad, en nuestro barrio o en la casa de al lado, y también en países lejanos, pero que son parte de esa única raza existente, la de la persona humana, la de los hijos de Dios, cuando se mira con los ojos de la fe. Sólo viendo personas, buscaremos el deber moral de distinguir las acciones buenas de las malas, sin que basten los cambios de leyes o estructuras, aunque también sean precisos. Cuando se respete la ecología humana, será más fácil el resto.