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Aunque etimológicamente la palabra eutanasia significó en la antigüedad una muerte sin sufrimiento, actualmente nos referimos a ella para designar la actuación que no atenúa el dolor de la agonía sólo sino que provoca de manera prematura la muerte. Se habla, tristemente, de la eutanasia como si causar la muerte por piedad fuera algo correcto, bueno y, por tanto, aconsejable.
Cómo en todas las actuaciones desordenadas que claman contra la dignidad del hombre pero que el egoísmo quiere imponer, el gran problema es siempre encontrar algún argumento que lo justifique. A los argumentos falsos con apariencia de verdad se les llama falacias. Suelen fundamentarse estas falacias en casos que mueven el corazón, el sentimiento, pasando por encima de la inteligencia es la que tiende a la verdad, aunque frecuentemente sea costoso alcanzarla. Pero ni la buscan ni desean buscarla no sea que la encuentren.
Se esgrimen argumentos sentimentales. Para abortar se habló, al principio, del dolor de una niña de 12 años francesa que quedó embarazada por violación y la sociedad entera al ritmo de campañas mediáticas vibró allá por la década de los setenta con aquello. Otro ejemplo vendría después; para justificar las pingües ganancias de las clínicas abortistas, que ampliaron sus instalaciones para traer niños al mundo, se llevó a cabo la Fecundation in vitro extra transfer (FIVET) acudiendo al fuerte sentimiento maternal de la mujer. ¡Tenemos que tener un hijo! Decía la casada para que la pareja no se rompa. Luego se rompía igual. Si no estaba casada o no era fértil ¡necesito satisfacer mi instinto maternal!
Para la eutanasia el caso piadoso sentimental es claro. Es conveniente mitigar el sufrimiento al máximo aunque sea adelantando la muerte porque es un causar la muerte por piedad, no por maldad. Si la emigración de gente joven latinoamericana o del Este europeo invade nuestro País, hay que añadir que hoy se puebla de turistas ancianos que buscan el sol y sobre todo que no les agarre un médico piadoso
El egoísmo que quieren ocultar pronto se hace extensivo y ofrece sus servicios, con el fin de evitar personas inútiles como serían ya no sólo los viejos, a los niños subnormales, los enfermos mentales o los incurables con expectativa de vida larga y desdichada, que impondrían cargas demasiado pesadas a las familias o a la sociedad.
Las piedras, los vegetales, y los irracionales, son, están, tienen una finalidad pero jamás la conocerán: dar gloria a Dios sirviendo al hombre. El hombre es el único ser a quien Dios ama por lo que es, por sí mismo. La vida humana es el fundamento de todos los bienes de que goza el hombre, es fuente y condición para toda la actividad que desarrolla y de toda convivencia social. Es necesario reafirmar con toda firmeza que nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo[1].
No obstante, poner en riesgo la vida por un fin superior a ella, dignifica más aún a la persona, tal es el caso del martirio o arriesgar la vida por el bien de las almas. Cuando se viola la ley divina, con la ofensa a la dignidad de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios y se comete un crimen contra la vida, también se atenta contra la humanidad. Si en un caso fuera lícito se abriría la puerta para serlo siempre y es que nunca lo es, se revista como se revista: de piedad o de buenos sentimientos. La buena fe no hace lícita la acción, en el caso de ejercitar la eutanasia a causa de un erróneo juicio de conciencia sólo se atenúa la gravedad moral. Pero eso es harina de otro costal y que ahora no contemplamos.
No es una razón suficiente que lo pidan los propios enfermos doloridos. La experiencia dice que quien hace esta petición no la invoca en la práctica de verdad, como tal. Suele ser más bien una llamada al afecto, al cariño, al cuidado médico esmerado que quizá echa en falta. En definitiva, lo que necesita el enfermo es el amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden y deben rodearlo todos aquellos que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros[2].
Hoy día, con los medios paliativos que existen, lo más doloroso es el miedo al dolor que el propio dolor ya que los analgésicos a disposición unos más fuertes que otros sirven para atenuarlos hasta casi desaparecer. Con todo, la realidad del dolor, del tipo que sea, es un compañero de camino de todo hombre. La misma muerte no tiene por qué sobrevenir siempre en condiciones dolorosas, dramáticas y, sin embargo, la misma naturaleza humana se angustia ante ese momento con sólo pensarlo. También es doloroso ver avanzar los años e ir entrando por los senderos de la ancianidad con situaciones de soledad y de abandono.
Podríamos pensar que todo esto es teoría y que como tal está muy bien pero en la realidad las cosas cambian. ¡No! La realidad es lo más cristiano que existe. Cristo permitidme decirlo así, decía Juan Pablo II es el mayor realista de la historia del hombre. Él, efectivamente, sabe lo que hay dentro de cada hombre. ¡Él lo sabe! Lo repito sin querer ofender a ninguno de cuantos, a lo largo de los tiempos, han procurado o procuran hoy descubrir qué es el hombre y desean enseñarlo. Sobre la base de este realismo, Cristo nos enseña que la vida humana tiene sentido en cuanto que es un testimonio de la verdad y del amor[3].
El dolor físico puede ser una fuente de santidad ya que atañe a toda la persona y la persona trasciende y eleva mediante el amor hasta lo más desagradable; de ahí que, por ello, pueda amar el sacrificio como acto de unión con Cristo, que siendo Dios se hizo Hombre para morir por darnos su Vida, que es eterna. ¿Quién no amaría más a su madre si conociera que ésta ha padecido antes de los dolores del parto muchos otros para que no saliéramos perjudicados durante la gestación?
Existe un secreto que puede transformar profundamente la actitud de quien sufre en el cuerpo: el abandono confiado en Dios. No es éste una especie de refugio fácil, confortante y, en definitiva, alienante. Él, que ha prometido no dejar sin recompensa al que realiza un simple gesto de cortesía por amor a Él, ¿cuánto más mirará con benignidad al que ha hecho don total de sí mismo para Él, en la situación de su enfermedad?[4].
La doctrina cristiana sobre el dolor le asigna un valor enorme en el plan salvador de Dios al hacernos partícipe en la pasión de Cristo unidos al sacrificio redentor que Él ha ofrecido en obediencia a la voluntad del Padre. No debe pues maravillar si algunos cristianos desean moderar el uso de los analgésicos, para aceptar voluntariamente al menos una parte de sus sufrimientos y asociarse así de modo consciente a los sufrimientos de Cristo crucificado[5].
Los analgésicos habitúan y pierden eficacia de manera que hay aumentar la dosis para mantener su validez. Ya Pío XII respondió y su respuesta sigue siendo válida a la que le hizo un grupo de médicos en esta línea. Iba formulada: ¿La supresión del dolor y de la conciencia por medio de narcóticos... está permitida al médico y al paciente por la religión y la moral (incluso cuando la muerte se aproxima o cuando se prevé que el uso de narcóticos abreviará la vida)?. El Papa respondió: Si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales: Sí[6]. En efecto, dado que no es la muerte lo que se busca o se quiere, aunque se corra ese riesgo razonable se puede hacer ya que lo que se intenta mitigar es sencillamente el dolor de manera eficaz, usando a tal fin esas medicinas.
Pedro Beteta, Teólogo y doctor en Bioquímica
Notas al pie:
[1] Declaración sobre la eutanasia Iura et bona, Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, 5 de mayo de 1980.
[2] Ibídem.
[3] Juan Pablo II, Homilía en San Pedro a los universitarios, 5-IV-1979.
[4] Cfr. Alocución a los enfermos, Prato, Italia, 19-III-1986.
[5] Declaración sobre la eutanasia Iura et bona, Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, 5 de mayo de 1980.
[6] Ibídem
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