"Estamos vendiendo niños", asegura Debora L. Spar. Se trata de "un mercado que alcanza los tres mil millones de dólares –solamente en Estados Unidos– y que es de los pocos que opera sin reglas", puntualiza esta catedrática de Administración de Empresas, directora de investigación de la Harvard Business School. La necesidad de una regulación –con un debate político explícito y claro– resulta inaplazable para evitar abusos, según las conclusiones de su estudio –"Baby Business"– que aborda sin tapujos emocionales el amplio negocio de las tecnologías reproductivas (1).
Cada día, en casi todas las naciones, se venden bebés. Está afirmación, lejos de escandalizar a nadie, comienza a asentarse en muchas mentes, que poco a poco se familiarizan con términos –fecundación "in vitro", diagnóstico genético preimplantatorio o donación de óvulos– que hasta hace décadas resultaban propios de ciencia ficción. El negocio de los bebés existe, y, en opinión de Debora L. Spar, "ni la retórica ni la motivación pueden cambiar la actividad fundamental. Cuando las personas adquieren óvulos o esperma; cuando contratan madres de alquiler; cuando eligen a un niño para adoptar o un embrión que se va a implantar están haciendo negocio".
Esta rotunda declaración podría despertar desconfianza si no fuera avalada por la minuciosa investigación de una experta en mercados que, tras analizar transacciones comerciales de otros muchos sectores emergentes, ha puesto sus ojos en lo que denomina "una floreciente actividad", con motivo de la adopción en Rusia de su tercera hija. Sin ánimo moralizante y sin intentar disfrazar de altruismo lo que no lo es, Spar mantiene que el mercado de la infertilidad existe, aunque no opera igual que otros: de un lado, produce un resultado claramente no comercial –un niño– y, de otro, se mueve en un difícil equilibrio entre la compasión y el negocio; entre la oferta –muy dependiente del avance de la ciencia– y la demanda, sujeta a una necesidad emocional, como la paternidad o la maternidad, que presiona dolorosamente y solo se frena ante las convicciones éticas o la falta de recursos.
Ley de la oferta y la demanda
Las autoridades políticas de Estados Unidos han ignorado prácticamente el mercado de los servicios de la reproducción, de modo que las restricciones son escasas. Algunos estados, como California y Florida, se han convertido en el destino de parejas estériles u homosexuales, que viajan en busca de las técnicas más avanzadas, dispuestas a pagar por óvulos, selección de sexo o madres de alquiler, casi sin preguntar el precio.
¿Pero cómo se ha puesto en marcha este potente sector? Casi todos los avances tecnológicos han vivido un proceso similar al de Louise Brown, la primera niña probeta nacida en Inglaterra en 1978, cuyo caso despertó una gran polémica inicial. Sin embargo, tras una etapa de confusión legislativa y de timidez investigadora, en Reino Unido, Australia y Estados Unidos comenzaron a nacer niños mediante fecundación "in vitro". El negocio se inauguraba.
También el alquiler de úteros, impulsado por los avances en inseminación artificial, desarrolló pronto su oferta y demanda. Sociólogos y filósofos de corte feminista lanzaron sus críticas hacia lo que se consideraba tráfico de niños. "Cuando el parto de las mujeres se trata como una mercancía, las mujeres que lo experimentan son degradadas; conciben deliberadamente un hijo con la intención de entregarlo a cambio de un beneficio material", afirma Elizabeth Anderson, profesora de Filosofía de la Universidad de Michigan, con numerosas investigaciones sobre los límites éticos al mercado. La falta de legislación hizo que muchos conflictos terminaran en los tribunales: no se sabía si las madres de alquiler vendían su alumbramiento o sus cuerpos. Aún así, en esta primera etapa, la madre de alquiler casi siempre recuperaba los derechos sobre el niño en caso de conflicto.
Contratos de gestación
Pero el panorama todavía se complicó más al mejorar las técnicas de fecundación "in vitro". La madre genética –la que proporcionaba los óvulos– ya no era la misma que lo gestaba –la de alquiler–. Aparecieron unos contratos de gestación detalladísimos, hasta 50 páginas, que imponían normas de conducta, como no beber, no fumar ni drogarse durante el embarazo. Al separar óvulo y útero, el comercio de óvulos se multiplicó y la oferta se especializó por orígenes y condiciones de las donantes. De los 2.500 dólares pagados en las primeras "donaciones" se pasó a 50.000. Por ejemplo, en 1998 un centro de reproducción asistida de Nueva York recibía de 50 a 100 llamadas semanales de donantes potenciales y sus registros albergaban hasta 500 candidatas clasificadas por raza, inteligencia, fisonomía, etc.
La globalización también llegó a los contratos de gestación y empezaron a ofrecerse a madres extranjeras jóvenes y en buenas condiciones físicas, que recibían una contraprestación impensable en sus países –siempre más pobres– por los nueve meses de gestación. Los adversarios de esta práctica llegaron a calificar el proceso como un "tráfico internacional de mujeres", pero el negocio avanzaba.
Mientras en 1989 una empresa americana anunciaba la apertura de un centro de alquiler de úteros en Filipinas, en 1997 una mujer de Chandigarh (India) se ofrecía a gestar un niño por 1.100 dólares y financiar así un tratamiento a su marido enfermo; en 1995 la prensa polaca recogía discretamente una oferta para madres de alquiler lanzada por parejas de Alemania, Bélgica y Holanda. Todas estas operaciones siempre resultaban más ventajosas que un contrato de gestación en Estados Unidos, cuyo precio medio era de 20.000 dólares por embarazo.
Selección genética de pago
Las desigualdades en los contratos de gestación, tanto jurídicas como de costes, son más evidentes que en otros sectores del mercado de bebés y niños, aunque esto no significa que no existan también en los demás. "Las parejas adineradas y bien educadas son las que tienen recursos para someterse a múltiples ciclos de tratamientos de fertilidad de alta tecnología, y solo estas parejas pueden permitirse pagar 25.000 dólares para cubrir los costes de una adopción en Guatemala", asegura Spar.
Hay otras técnicas que también inciden en esa misma disparidad y rozan la pendiente resbaladiza de la eugenesia: es el caso de los bebés de diseño, cribados a través del Diagnóstico Genético Preimplantatorio (DGP), con el que ya se puede detectar el sexo, la propensión a alguna enfermedad importante o defectos genéticos como el síndrome de Down, por unos 3.500 dólares.
Lo que comenzó como búsqueda de un "bebé-medicamento", futuro donante para un hermano enfermo, va camino de un amplio mercado de selección. Se calcula que existen unas 50 clínicas que ofrecen la selección de embriones como parte del tratamiento de fertilidad y que ya ha nacido un millar de niños por este procedimiento, pero "muchos de esos pacientes no sufren de infertilidad ni son portadores de genes potencialmente peligrosos… en realidad, pagan para conseguir el tipo de bebé que desean o simplemente seleccionar el sexo", señala la investigadora americana.
Con esta fórmula, que permite evaluar la información genética antes de reimplantar o destruir un embrión, aumenta poderosamente la posibilidad de selección que ya ofrecían otras técnicas como la amniocentesis o la ecografía para fetos más avanzados. Se está creando así un nuevo escenario, según ha señalado Francis Fukuyama, "donde la lotería genética es reemplazada por la selección, donde los seres humanos pueden competir por la perfección, un escenario que amenaza con aumentar la disparidad entre los niveles superior e inferior de la jerarquía social". Si bien Alemania ha prohibido la selección de embriones, en otros países como Estados Unidos, la legislación todavía no se ha pronunciado, por lo que la decisión se deja en manos de los padres.
Niños para adoptar
Todavía otros dos sectores más forman parte de este gran mercado, tal como lo describe de Debora L. Spar: la adopción –sobre todo la internacional– y la clonación terapéutica y reproductiva, aunque ésta última aún no esté dominada y despierte las mayores críticas. En el caso de la adopción internacional, el mercado permite elegir el país de origen, un tipo particular de niño y también un precio. El coste de adopción puede oscilar entre los 15.000 dólares para un niño de raza blanca y los 7.000 para un niño etíope, además del viaje y los honorarios de la agencia.
La inserción de un niño sin padres en una familia es sin duda positivo. Pero hay otros elementos del proceso que le dan una aire comercial. "Las agencias de adopción ofrecen charlas regulares para describir su comercio; publican –en algunos caso– listas de sus niños en la web y ofrecen sus perfiles en revistas ilustradas. También cobran precios claramente diferenciados", afirma Spar, y todo esto sin entrar en el mercado negro, donde la transacción es explícitamente comercial: la madre (u ocasionalmente el padre) reciben un dinero a cambio del niño".
Más vale regular
Para la autora del "Baby Business", la existencia de un mercado emergente en torno a los niños y bebés es tan clara, que la única opción razonable es tratar de mejorar sus defectos y limitaciones. En su opinión, habría que "dotarlo de los atributos comerciales que actualmente no posee: introducir algo semejante a los derechos de propiedad, algunas definiciones comunes y un marco legal", en un contexto político y legal apropiado que permita producir niños sin riesgos. "Si establecemos políticas más claras, y distinguimos lo que es aceptable de lo que no lo es, el mercado inevitablemente funcionará mejor".
En su opinión, algunos principios contribuirían a un mayor consenso sobre el mercado, como el acceso general a la información sobre tratamientos y estadísticas de eficacia de cada centro; la determinación de unos niveles mínimos e iguales de tratamiento sanitario para la infertilidad, a los que todos tendrían derecho; la fijación de los límites legales en la actuación médica, que excluyan actuaciones temerarias; el conocimiento del coste que algunos tratamientos privados imponen a toda la sociedad, y algo muy difícil de determinar: algunas restricciones a la privacidad y a la paternidad, cuando las opciones personales comiencen a tener repercusiones en la composición de la sociedad.
El libro de Debora L. Spar deja al margen los criterios éticos tan relevantes en la valoración de estas técnicas reproductivas. Pero al presentar el sector con toda su crudeza comercial permite observarlo sin los habituales velos altruistas con que gusta presentarse.
M. Ángeles Burguera
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(1) Debora L. Spar. "Baby Business". Tendencias Editores. Barcelona (2006). 444 págs. 19 €. Traducción: Federico Villegas.
Los costes sociales de la tecnología reproductiva
Al final del libro Debora L. Spar se refiere a los costes sociales de las tecnologías reproductivas. Seleccionamos algunos párrafos.
Un cuarto principio que se debe considerar es el coste, específicamente el coste que las transacciones privadas en el campo de la reproducción pueden imponer al resto de la sociedad. Por ejemplo, consideremos el caso de los bebés que Teresa Anderson, una mujer de 25 años, dio a luz en abril de 2005. Anderson era una madre de alquiler que había concertado un reembolso de 15.000 dólares por la gestación de un bebé para Enrique Moreno, un paisajista de 34 años, y su mujer, Luisa González. En este caso, para aumentar las probabilidades de embarazo, los médicos habían trasplantado cinco embriones en el útero de Anderson. Todos sobrevivieron, y Anderson dio a luz a quintillizos. Cuando nacieron los bebés, los medios de comunicación transmitieron la feliz noticia, con imágenes que mostraban a la sonriente madre, a la satisfecha pareja y a los quintillizos relativamente saludables. Sin embargo, estos bebés resultaron extraordinariamente caros: los costes del parto casi seguramente superaron los 400.000 dolares. González y Moreno pagaron la concepción de estos niños, pero también nosotros la pagamos a través de las cuotas del seguro, los costes del hospital, y posiblemente la educación especial que reciban estos niños cuando crezcan. De acuerdo con una encuesta reciente, el coste total de dar a luz a un niño nacido a través de la FIV va de 69.000 a 85.000 dólares. Si el niño nace de una madre madura, ese coste oscila entre 151.000 y 223.000 dólares. En estos casos, los futuros padres pagan una parte de los gastos –la FIV, las hormonas, las múltiples visitas médicas–, pero la otra parte la pagamos nosotros.
Además, pagamos los costes que se acumulan a medida que estos niños crecen. Hoy, aproximadamente, el 35 por ciento de todos los nacimientos que resultan de la FIV y de la inyección intracitoplasmática de espermatozoides (ICSI) son múltiples. Si bien muchos de estos niños son perfectamente sanos, una cantidad significativa nace de forma prematura o con bajo peso, condiciones que pueden crearles problemas más adelante en sus vidas. Por ejemplo, aproximadamente el 20 por ciento de los niños nacidos con bajo peso experimentan minusvalías graves, y el 45 por ciento debe asistir a programas de educación especial. Por lo tanto, si los nacimientos múltiples tienen un mayor riesgo de ser prematuros y producir dificultades para el desarrollo, entonces las opciones individuales acerca de la procreación están creando costes para la sociedad en general. Y es necesario considerar estos costes cuando se formulan las políticas acerca de la reproducción asistida.
Esto no quiere decir que deberíamos negarnos a pagar, o que deberíamos limitar el uso de las tecnologías que imponen costes sociales. Una vez más, el principio del coste sólo nos indica cómo abordar un debate político. Si el coste de dar a luz quintillizos es demasiado alto, entonces deberíamos limitar el número de embriones que se pueden transferir en un solo ciclo de FIV (la mayoría de las naciones europeas ya han establecido estos límites). Si los costes generales de los bebés nacidos a través de la FIV son demasiado altos, entonces deberíamos restringir el acceso a esta tecnología, o permitirlo solamente a aquellas personas que pueden pagarla. En ambos casos, el principio del coste sugiere un procedimiento político similar: comprender los diferentes costes asociados con la reproducción asistida, comparar esos costes con sus beneficios, y establecer una normativa que equilibre los beneficios y los costes.
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