La Carta Apostólica Mulieris dignitatem fue publicada en un tiempo en el que se puede observar un cambio en el movimiento feminista. Ya no estaba tan de moda el feminismo radical, de matiz ecologista, con sus cultos rituales de brujería y la proclamación del poder mágico-materno de la mujer; más bien se había extendido un feminismo "moderado" social (corporate feminism) de las así llamadas "mujeres de carrera". En él, matrimonio es tolerado, con tal que no amenace la autonomía de la mujer y no limite las posibilidades profesionales con la "trampa de la maternidad". En la actualidad, los partidos políticos más contrapuestos ideológicamente, convergen en el compromiso de ampliar las cuotas de acceso de las mujeres a las diversas profesiones, incluida la militar. Por otro lado, a pesar de todas las tentativas de emancipación, avanza de forma alarmante la comercialización de la mujer en la publicidad, en el cine, en el turismo y hasta en las bellas artes.
Desde hace tiempo, la inseguridad sobre la cuestión femenina ha penetrado incluso en algunos sectores de la teología y de la vida eclesial. Crece en la medida en la que las confesiones cristianas, que surgieron de la Reforma protestante, permiten, cada vez más, el acceso de mujeres a las funciones pastorales.
A lo mejor, nunca se ha discutido y polemizado tanto sobre los derechos femeninos. Y los frentes que se han formado a partir de estos debates, quizá nunca han sido tan compactos: uno es acusado de encajonar a la mujer entre la cocina y el jardincito delantero de la casa, en definitiva de constreñirla al campo de las funciones domésticas; el otro es amonestado por alimentar reivindicaciones egolátricas e individualistas. El carácter esquemático de estas reducciones aparece evidente, pero es de todas formas innegable, que el diálogo entre las dos posiciones arriba indicadas llega a ser cada vez más difícil. Precisamente por esto, las reflexiones desarrolladas por Juan Pablo II en la Mulieris dignitatem resultan tan reconfortantes. Con extraordinaria sensibilidad el Santo Padre supera las barreras ya consolidadas y, manteniéndose abierto a las verdades presentes en cada una de las dos concepciones, las une —bajo la luz de la fe viva— en un nivel superior.
La meditación del Papa no toma como punto de partida los datos empíricos sobre las situaciones de la mujer, ya que éstos aparecen en efecto insuficientes, no solo por su intrínseca variabilidad, sino también por las diferencias existentes, por ejemplo, entre países industrializados y áreas del tercer mundo. Considera, sin embargo, la concepción cristiana de la mujer y de ella saca los presupuestos para una valoración de fondo de la realidad presente y de las exigencias que de ella derivan para la mujer y para el varón.
Dicha valoración de fondo no está constituida por los avatares del movimiento para la emancipación femenina, sino por la historia de la salvación. Juan Pablo II se plantea como tema de la propia reflexión, todo lo que el Evangelio de Cristo dice «a la Iglesia y a la humanidad» respecto de la dignidad y de la vocación de la mujer (MD, 2). Encuadra, por consiguiente, el problema en un contexto bíblico de gran atractivo y profundidad. Sobre el fundamento de la revelación desarrolla un feminismo cristiano que, en la misma medida que se propone promover todas las posibilidades de crecimiento de la mujer, se aleja de las tendencias que la separan del plan de la creación y de la salvación.
La Mulieris dignitatem responde a una petición de los participantes a la VII Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tuvo lugar en Roma en el año 1987, sobre el tema: "La vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, veinte años después del Concilio Vaticano II". Al principio no parecía que la cuestión femenina tuviera que incluirse entre los problemas del Sínodo. Efectivamente, los Lineamenta preparatorios del 1-II-85, enviados a las diversas Iglesias particulares, no contenían alusiones explícitas a la mujer. Sin embargo , ya el Instrumentum laboris del año 1987, es decir, el documento de trabajo del Sínodo, hacía alusión al tema en tres pasajes diferentes. A la postre, se encontraban realmente veintiocho mujeres entre los sesenta representantes de los laicos que intervinieron en la Asamblea. Y el Card. Hyacinthe Thiandoum, Arzobispo de Dakar, afrontó directamente la cuestión en el discurso de apertura; cuando habló nada menos que de la necesidad de eliminar las discriminaciones "no objetivas" del sexo femenino.
La relación de todas las propuestas surgidas durante las discusiones, que fue elaborada al término de los trabajos, contiene dos largos párrafos dedicados a la mujer (propositiones 46 y 47.)[1]. Allí se expresa el deseo de estudiar atentamente los fundamentos antropológicos y teológicos de la feminidad, de profundizar en la teología del matrimonio y de revalorizar tanto la maternidad como la virginidad. La Mulieris dignitatem constituye precisamente el cumplimiento de tales deseos. El hecho de que el Santo Padre haya querido dedicar a esta sola cuestión una Carta Apostólica, en vez de limitarse a incluirla junto con otros temas en el documento conclusivo del Sínodo, demuestra su importancia.
Antes de pasar a examinar el contenido del documento, no estará de más recordar que esta Carta se dirige tanto a las mujeres como a los varones, ya que el acercamiento de Juan Pablo II al feminismo cristiano se basa precisamente en el hecho de envolver a toda la humanidad en la superación de los. problemas viejos y nuevos.
María, modelo para la mujer y para el hombre
La Mulieris dignitatem ha sido publicada al término de un Año Mariano y en cierto modo representa su fruto y su legado. Juan Pablo II lo muestra ampliamente cuando precisa que el modelo para la mujer no puede encontrarse en base solo a definiciones conceptuales de carácter filosófico o teológico, sino dirigiendo la mirada sobretodo a la "Mujer" de la Escritura, a María, que gracias a su excepcional unión con Dios, constituye la expresión más perfecta de la dignidad y de la vocación humanas. El acontecimiento central de la historia de la salvación, está inseparablemente unido a una extraordinaria elevación de la mujer (cfr. MD, 3). Dios, en efecto, eligió a una mujer para estrechar la definitiva alianza con la humanidad y, por eso mismo, hace de ella la representante y el modelo de la Iglesia y de la humanidad entera, varones y mujeres. Desde esta perspectiva, cualquier argumentación que disminuya el papel de la mujer, pierde incluso hasta la última brizna de razón.
María participa en la redención precisamente como mujer. En cuanto tal es la primera en recibir, conservar y transmitir la Buena Nueva; su feminidad es el lugar en el que el amor de Dios se interioriza y profundiza en la medida que no tiene igual. «Aquella plenitud de gracia, concedida a la Virgen de Nazaret para llegar a ser Theotókos, significa al mismo tiempo, la plenitud de la perfección de lo que es característico de la mujer, de lo que es femenino» (MD, 5).
En María se encuentran cumplidas, en la forma más sublime, todas las posibilidades de la mujer. Por esto, viviendo unida a la Madre de Dios, imitándola y procurando imitarla, la mujer desarrolla en el grado máximo la propia personalidad. Es ésta una idea, que Juan Pablo II ya había claramente formulado en la Encíclica Redemptoris Mater (25-III-1987): «En efecto, la feminidad se encuentra en una relación singular con la Madre del Redentor (...) Se puede, por tanto, afirmar que la mujer, mirando a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y actuar su verdadera promoción» (n.46).
Es conocido que ciertas corrientes del feminismo rechazan vehementemente la imagen de María como punto de referencia de la realización de la mujer, acusándola de haber ofrecido en el pasado un pretexto teológico a la tendencia católica de poner a la mujer en posiciones subordinadas[2]. En contra de esta actitud, Juan Pablo II subraya la libertad de María que entró con una «participación plena» de su «yo personal y femenino» en aquella irrepetible relación con Dios (MD, 49). Donó consciente y voluntariamente todo su ser físico y espiritual a Dios, cuando se definió a sí misma como la esclava del Señor (Lc 1, 38).
Reconocer que una interpretación errónea de esta expresión puede inducir al mantenimiento de la mujer en situaciones de subordinación, hasta el punto de hacer pasar, como cualidades femeninas, la timidez y el apocamiento de ánimo, no significa que la virtud de la caridad y de la disponibilidad a servir, tengan que ser liquidadas sin más como retazo de esclavitud. El rechazo del "servicio" coincide en efecto con la exaltación práctica del egoísmo, es decir, de la actitud espiritual que constituye la mayor amenaza a la realización personal, tanto de la mujer como del varón. Hace falta , sin embargo, sondear las palabras en que María declara ser la "sierva" del Señor en toda su incomparable profundidad.
El Santo Padre subraya, ante todo, que también Cristo se define a sí mismo como "siervo" (cfr. MD, 5). Justo en el momento más álgido de la declaración de su misión mesiánica, afirma con desconcertante sencillez: «El Hijo del hombre, en efecto, no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10, 45). Palabras que, además de manifestar la intensa unión espiritual entre el Hijo y la Madre, revelan cómo es de excelsa la dignidad de servir del hombre[3].
Quien es capaz de darse libremente a los demás, refleja en sí la imagen de Dios y realiza, por tanto, la propia humanidad con singular plenitud. Esto lo desarrolla ampliamente el capítulo sucesivo de la Mulieris dignitatem que trata de la relación entre el ser persona y el servicio.
Persona, comunidad, don de sí
Ya en las catequesis de los miércoles desarrolladas desde 1979 a 1981 sobre la teología del cuerpo, Juan Pablo II había analizado a fondo los primeros tres capítulos del libro del Génesis. Sobre la traza de aquella exégesis, reafirma ahora que los textos sobre la creación del hombre revelan «la inmutable base de toda la antropología cristiana» (MD, 6).
Gn 1, 27 afirma explícitamente que Dios creó al hombre —varón y mujer— a su imagen y semejanza. Esto significa, en primer lugar, que los dos sexos poseen la misma naturaleza de seres racionales y libres; que ambos han recibido el mandato común de someter la tierra; y finalmente, que cada uno de los dos tiene una relación directa y personal con Dios. Es decir, tanto el varón como la mujer son personas: son —como repite a menudo el Papa citando la Gaudium et Spes (n. 24)— amados por Dios «por sí mismos», y en esto reside su dignidad (cfr. MD, 7, 10, 13, 18, 20, 30). La mujer no es pues un ser definido a través del varón y en función del varón. No recibe del varón su propia dignidad, sino que la posee originariamente en sí misma.
Gen 2,18-25 procede posteriormente a enseñar las verdades fundamentales sobre el hombre. Narra la creación de la misma materia, de aquella costilla, en la que Juan Pablo II ve una expresión plástica de la identidad de la naturaleza entre el varón y la mujer. Esta es como el "otro yo" en la humanidad común (MD, 6). La unidad de los dos expresa así en medida todavía más alta la semejanza con Dios en cuanto, en cierto modo, reproduce aquella verdadera unidad en la distinción que existe en modo supremo en la Trinidad.
La fe trinitaria, presupuesta aquí por el Papa, afirma en efecto que la vida divina es comunión del Padre con el Hijo y el Espíritu Santo, los cuales, siendo un único y el mismo Dios eterno y omnipotente, se distinguen realmente como Personas[4]. El Padre es lo que es por el Hijo. Su "personalidad" se realiza en ser Padre del Hijo: está en relación total y constitutiva con el Hijo, con el cual, por el cual y en el cual es. Asimismo, el Hijo es lo que es por el Padre. Su "personalidad" consiste en ser Hijo del Padre y en el corresponder al amor que recibe eternamente de El. Es con el Padre, por el Padre y en el Padre. Y el Espíritu Santo es el Amor subsistente del Padre y del Hijo; procede de ambos como fruto de la relación Padre-Hijo y a la vez, misteriosamente, hace posible tal relación. Por El, con El y en El, el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre. He aquí como el Espíritu Santo consuma la unidad y la diversidad en la Trinidad.
Juan Pablo II destaca que, aunque Dios haya querido revelarse en su designio salvífico sobre todo con nombres masculinos, esto no significa que El puede ser concebido según categorías creaturales y finitas. En El se basan todas las perfecciones de las criaturas y por tanto no solo la paternidad, sino también la maternidad. El Santo Padre señala muchos textos en los que la Escritura nos muestra los rasgos maternos del amor de Dios, que consuela a su propio hijo (Is 66,13), no le puede olvidar (Is 49,14-15), lo abraza cariñosamente (Sal 131,2-3), lo cuida y lo nutre (Is 31,20): «El amor de Dios es presentado en muchos pasajes como amor masculino del esposo y del padre (cfr. Os 11,1-4; Jer 3,4-19) pero a veces también como amor femenino de la madre» (MD, 8).
Algunos exponentes de la teología feminista[5] han insistido a menudo, recientemente y con gusto sobre la "feminidad" de Dios. Estas tesis, aun remediando indudables lagunas de la teología tradicional, no siempre han conseguido respetar la justa medida. Juan Pablo II parece acoger los detalles más relevantes, que por otra parte se pueden ya encontrar en autores de los primerísimos siglos[6], pero los armoniza con la gran tradición de la Iglesia. El descubrimiento del «rostro materno» de Dios, tan querido a la teología de hoy, contribuye en verdad a enriquecer los contornos de la imagen de Dios si no oscurece el aspecto paterno. Se puede, pues, afirmar que en Dios encontramos tanto la "masculinidad" como la "feminidad", sin embargo no a través de un proceso de humanización de corte pagano, sino analógicamente, como arquetipo ideal, de modo ejemplar y eminente (cfr. MD, 8).
Ser persona a imagen y también a semejanza de Dios significa para el hombre, por tanto, existir "en relación" a otro y encontrar en ello un nuevo yo en la comunicación del amor. Ser hombre quiere decir comunión interpersonal (cfr. MD, 7), ya que el hombre no fue creado solo, sino como varón y mujer desde el principio: «En la unidad de los dos, el varón y la mujer son llamados desde el principio no solo a existir uno al lado de la otra o también juntos; sino que son también llamados a existir recíprocamente el uno para el otro» (MD, 7). Sobre la base de esta observación, Juan Pablo II aclara que la ayuda de la que habla el Génesis es una «ayuda recíproca» del hombre a la mujer y de la mujer al hombre. Los dos sexos se ayudan a ser plenamente humanos. La naturaleza misma los ha ordenado a completarse mutuamente, de modo que cada uno sea, en el propio ámbito, superior al otro. Ambos poseen cualidades espirituales específicas, como confirma la investigación médico-psicológica moderna[7].
Por otra parte, la palabra "ayuda" es conducida por Juan Pablo II a significar el hecho de que la persona humana como tal, varón y mujer, alcanza su propia plenitud solo en el don sincero de sí. Se realiza en el darse. Aquí está el fundamento de todo el ethos humano. La persona es pues revelación de una dignidad y de una vocación (cfr. MD, 7). Por lo que respecta a las relaciones entro los dos sexos, esto conlleva que el varón y la mujer han sido creados para servirse recíprocamente, en mutua y libre subordinación por amor.
La mujer y el dominio masculino
Los textos del Génesis sobre el estatuto del varón y de la mujer en el "principio" contienen también la explicación de las desarmonías de la realidad: «Precisamente en este principio el pecado se inscribe y se revela como contraste y negación» (MD, 9) Como recuerda el Concilio Vaticano II, la imagen de Dios en el hombre, aún no siendo borrada por el pecado, ha sufrido una considerable ofuscación (MD, 9)[8]. La pérdida de la íntima unión originaria con el Creador, lleva consigo una alteración en la relación recíproca entre los sexos. El varón y la mujer se encuentran el uno frente a la otra e incluso la naturaleza se rebela contra ellos (cfr. MD, 9).
Cuanto más el hombre se aleja de Dios por el pecado, tanto menos reconoce que puede realizar la propia vida solo en la solicitud por un tú, y tanto menos respeta a los demás hombres. Juan Pablo II observa que las tristes consecuencias de esta alteración afectan sobre todo al sexo femenino: el varón envilece a la mujer y la priva de sus derechos, degradándola a menudo a objeto de posesión y de placer. Al amor y al don de sí, sustituyen el dominio y el utilitarismo, con todas las formas de traición a la persona que estas palabras encierran. El Santo Padre condena enérgicamente las injusticias a las que está expuesta la mujer y afirma que éstas hieren también al varón: pues cuando él ofende la dignidad y la vocación de la mujer «actúa contra la propia dignidad personal y la propia vocación» (MD, 10).
Juan Pablo II se pone sin vacilaciones al lado de los que luchan por la igualdad de los derechos sociales y políticos de las mujeres. También a propósito de esto, las enseñanzas del Concilio Vaticano II son claras. El texto más famoso no se encuentra en la Mulieris dignitatem, pero está contenido en la Gaudium et Spes, que a su vez está citada 13 veces en la Carta Apostólica: «Sin embargo, cualquier género de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, tanto en el campo social como cultural, por razón del sexo, de la estirpe, del color (...), debe ser superado y eliminado, como contrario al designio de Dios»[9]. En otro lugar, el mismo documento dice: «Las mujeres reivindican, donde aún no la han alcanzado, la paridad con los hombres, no sólo de derecho, sino también de hecho»[10].
A pesar de algunos abusos y unilateralidad, los movimientos por los derechos de la mujer han contribuido innegablemente a significativos progresos en el desarrollo de la sociedad. Pero no se puede olvidar que tales pasos hacia adelante quedan, a pesar de todo, insuficientes, porque la defensa de la dignidad de la persona representa, en cada generación, una tarea siempre nueva para cada varón y cada mujer (MD, 10). La oposición de las mujeres al dominio de los varones no debe llevar a la "masculinización" y a la deformación de la naturaleza femenina. En este sentido Mons. Escrivá escribió: «Desarrollo, madurez, emancipación de la mujer, no deben significar un pretexto de igualdad —de uniformidad— respecto al hombre, una "imitación" de los modelos masculinos: esto para la mujer no sería una conquista, sino más bien una pérdida»[11]. La igualdad no va confundida con la identidad, porque de lo contrario, la mujer perdería todo lo que constituye "su esencial riqueza": «Los recursos personales de la feminidad no son ciertamente menores de los recursos de la masculinidad, son solamente diferentes» (MD, 10); su desarrollo requiere la libertad de cualquier coacción arbitraria (MD, 10).
Sobre las consecuencias del pecado se instaura , sin embargo, la redención que, en este contexto, aparece como reintegración del orden original a un nivel superior, restitución de la dignidad de la mujer y del varón. Como Eva es «testimonio desde el principio», María es «testimonio del nuevo principio y de la nueva cultura» (MD, 11). Ella es «el nuevo principio de la dignidad y de la vocación de la mujer, de todas las mujeres y de cada una» (MD, 11)[12]. Tanto en el inicio como en el momento crucial de la historia de la humanidad, encontramos una mujer que influye de manera determinante en el desarrollo de tal historia. La consideración de esta realidad podría hacer definitivamente desaparecer la costumbre de designar a la mujer como el sexo "débil" o "pasivo". Su papel en el destino de la humanidad se revelaría decisivo, si realmente desarrollara las virtualidades de las que es depositaria para la salvación del mundo.
Cristo, supremo protector de la mujer
Cristo ofrece un testimonio riquísimo de «lo que la realidad de la redención significa para la dignidad y la vocación de la mujer» (MD, 12). Incluso quien escucha con actitud crítica la enseñanza de la Iglesia, reconoce cómo «Cristo se ha constituido ante sus contemporáneos promotor de la verdadera dignidad de la mujer» (MD, 12). No es pues casualidad si el capítulo sobre Cristo y las mujeres marca el núcleo central de la Mulieris dignitatem: en efecto, es Cristo, quien ofrece la norma y la medida de la acción de sus discípulos.
El Santo Padre recuerda con algunos ejemplos cómo Jesús restablece el orden alterado por el pecado, cómo reconcilia al hombre con Dios y con los demás hombres, cómo promueve la justicia acogiendo especialmente a los débiles. Entre los sectores de la población más expuestos a las injusticias destacan, en el tardío judaísmo, las mujeres a las que ni siquiera estaba plenamente reconocida una personalidad madura. Recientes investigaciones han mostrado, entre otras cosas, que el puesto de la mujer en la casa no era con el marido, sino al lado de los hijos y de los esclavos. Incluso el estudio de la Ley les estaba expresamente prohibido. Un famoso rabino formuló así esta prohibición: «mejor quemar las palabras de la Torah, antes que confiarlas a una mujer»[13].
Cristo se opuso radicalmente a semejante discriminación. Su conducta le muestra no solo libre totalmente de los prejuicios sociales del tiempo, sino positivamente dispuesto a testimoniar, a través de relaciones espontáneas y directas, que Dios ama a cualquier creatura «por sí misma» (MD, 13). En la acogida de Jesús a las mujeres, los contemporáneos no pudieron leer un testimonio de la igualdad de los dos sexos; así, algunos se escandalizaron; los mismos discípulos «se maravillaron» (Jn 4, 27). Pero El había venido a liberar al hombre, y no se dejó frenar por los convencionalismos y por consideraciones de oportunidad, que hubieran desnaturalizado su misión salvadora. Los motivos que hicieron de Cristo un «signo de contradicción» (Lc 2, 34) fueron eminentemente teológicos y hacían referencia a su misma personalidad divina; pero no como la última entre las razones de tan tenaces oposiciones aparece su misericordia hacia las mujeres y, en particular, hacia las que eran consideradas "pecadoras públicas". Con respecto a semejantes situaciones, Juan Pablo II subraya la actualidad del problema recordando el perpetuarse del juicio discriminatorio que tiende todavía a hacer de la mujer la única culpable y la condena a pagar "ella sola", mientras olvida las transgresiones o los abusos del varón que la abandona con su maternidad, rechaza la propia responsabilidad ante la nueva vida y no raramente la empuja al aborto (cfr. MD, 14).
Y más allá de todo esto, Cristo compromete profundamente a las mujeres en el plano de la redención, llamándolas a colaborar en la instauración del reino (MD, 15): les hace partícipes del mensaje evangélico no solo a través de la transmisión de la fe, sino que les confía un papel de primer orden en el anuncio de la salvación. Es algo inaudito en aquel tiempo, que El se entretiene en dialogar con las mujeres sobre los misterios de Dios. Y ellas le responden evidenciando una especial sensibilidad, que Juan Pablo II define como «auténtica resonancia de la mente y del corazón» (MD, 15). Es una respuesta de la fe que supera cualquier obstáculo y ofrece la prueba definitiva del sí a los pies de la Cruz. En la hora suprema son las mujeres quienes dan el testimonio más vigoroso de unión con Cristo. «En ésta, que fue la más dura prueba de fe y de fidelidad, las mujeres se demostraron más fuertes que los apóstoles» (MD, 15).
Ellas fueron también las primeras que testimoniaron la Resurrección. Los acontecimientos de la mañana de Pascua nos confirman que Cristo confía ante todo a las mujeres el anuncio de la Buena Nueva restituyéndoles así plenamente su dignidad. No hay que maravillarse si la defensa obrada por el Santo Padre, en el n.16 de la Mulieris dignitatem, de la igual dignidad de todos los hijos de Dios y de la "nueva medida" alcanzada en Cristo por la peculiar vocación de la mujer, ha hecho hablar de un documento del feminismo cristiano.
Maternidad física y maternidad espiritual
La unidad y la igualdad del varón y de la mujer no anulan, sin embargo, la diversidad. Después de haber rebatido hasta aquí la radical paridad de los dos sexos, en la segunda parte de la Carta Apostólica, el Santo Padre busca las dimensiones específicas. La especificidad, ciertamente, no se encuentra en calidad o dotes humanas que caracterizan a uno o al otro de ellos. En efecto, la mayor o menor frecuencia con que los diversos talentos pueden darse, según determinadas distribuciones estadísticas, en los varones y en las mujeres no dice nada acerca de las personas concretas. Ningún individuo está determinado solamente por el sexo: además de ser hombre o mujer, posee disposiciones y aptitudes propias que le confieren caso por caso particulares condiciones para la actividad artística, técnica, científica, social, etc.
La especificidad, pues, es bastante más radical y consiste en la maternidad o en la paternidad (cfr. MD, 17). El Papa se entretiene largamente sobre la maternidad como dimensión de la vocación de la mujer (cfr. MD, 18), que implica desde el principio una especial apertura a la concepción o al nacimiento. Así, la mujer se realiza admirablemente mediante un «don sincero de sí» (MD, 18).
El varón, aun siendo padre, se encuentra necesariamente fuera del proceso de la gestación y del nacimiento. Su contribución a la paternidad común, inicialmente, es menos comprometida respecto a la de la mujer: de aquí las obligaciones especiales que nacen para él en relación con su mujer. Juan Pablo II afirma que el marido es deudor de su esposa y recuerda que «ningún programa de igualdad de derechos de las mujeres y de los varones es válido, si no se tiene presente esto de una manera totalmente esencial» (MD, 18). A la concretización de tales deberes preverá la sensibilidad de cada uno, pero no parece fuera de lugar proyectar una colaboración del varón a las necesidades domésticas, como por otra parte la mujer colabora en el sostenimiento económico de la familia.
La maternidad no es solamente un proceso fisiológico. Es sobre todo un acontecimiento que llama en causa el ser de la mujer en su más íntima raíz y corresponde a la total estructura psico-física de la feminidad. El documento pontificio concluye por ello que el «modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando, crea, a su vez, una actitud hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general—, tal que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer» (MD, 18). La antropología filosófica[14] y las ciencias experimentales recientes, confirman, por ejemplo, que la mujer ofrece una contribución más concretamente humana a las relaciones interpersonales: ella posee una capacidad toda suya de descubrir al individuo en la masa y de promoverlo en cuanto tal. «Dios —afirma Juan Pablo II— le confía de un modo especial al hombre» (MD, 30). Sustraer al individuo del anonimato de la sociedad masificada, salvarlo de la fría tiranía de las tecnologías, protegerlo en un contexto de relaciones personales, todo esto es misión y conquista de la mujer[15].
Esto no significa, sin embargo, que las mujeres creen un mundo más humano con su sola y simple presencia y más que los varones. Nuestra sociedad podrá cambiar sólo si ambos sexos supieran acoger la invitación del Papa a dar vida a una nueva cultura, marcada por la comprensión, el amor, el don de sí y de aquella recíproca actitud de servicio que Dios ha inscrito en cada uno de ellos en el principio de la creación y de la redención (MD 18). Pero, en todo esto, la mujer tiene mucho que ofrecer (cfr. MD, 3) y el varón, en cuanto que está por naturaleza más distante de la vida, mucho que aprender. Esto adquiere una especial aplicación a la paternidad en el periodo postnatal (MD, 18).
Juan Pablo II describe la educación de los hijos como dimensión espiritual de la paternidad, en la que los dos cónyuges son igualmente responsables. Sin embargo, de algún modo, la mujer es la «primera educadora» de los hijos (MD, 19). De ello deriva, entre otras cosas, que las incluso legítimas aspiraciones a la emancipación resultan descaminadas, si están dirigidas sólo al ámbito extradoméstico. Con vistas al Concilio Vaticano II[16], el Papa reivindica que es necesario reconocer el valor de los empeños domésticos y educativos de las mujeres (cfr. MD, 18). Es la madre, en efecto, la que echa los cimientos de la formación «de una nueva personalidad humana» con la asiduidad de sus cuidados en los primeros años del desarrollo. Si también la maternidad en el sentido biofísico muestra una aparente pasividad, sin embargo es sumamente creativa desde el punto de vista ético y psicológico: el hombre no aprende de otra manera a amar, a perdonar, a ser fiel. Como madre, por tanto, la mujer «posee una específica precedencia sobre el varón» (MD, 19).
Nadie podrá, pues, considerar fuera de lugar la llamada, que se levanta de tantos sitios, para que la mujer sea adecuadamente protegida por el legislador en su más necesaria actividad específica, y su compromiso en la familia reciba el necesario reconocimiento económico y socio-político[17]. Emancipación viene entonces a significar para la mujer la posibilidad real de desarrollar plenamente las propias virtualidades: aquellas que tiene en cuanto mujer. La igualdad ante el derecho, la paridad ante la ley, no oprimen, sino que presuponen y promueven tales diversidades, que son además riqueza para todos»[18].
Pasando de la dimensión natural a la sobrenatural de la educación, la tarea de la mujer puede ser delineada afirmando que, como ella (cada mujer) recibe el propio hijo de Dios (en cuanto la generación es siempre participación en el acto creador) así el hijo (cada hijo) existe en última instancia para Dios. En este sentido cada mujer participa, de algún modo, en la definitiva alianza establecida por Dios con María: porque cada mujer contribuye a la temporalidad y a la eternidad de su hijo. Así la maternidad «entendida a la luz del Evangelio, no es solo de la carne y de la sangre (...) Son, en efecto, precisamente los hijos de las madres terrenas (...) los que reciben del Hijo de Dios el poder de llegar a ser hijos de Dios (Jo 1,12)» (MD, 19).
La virginidad por el Reino de los cielos
Hay una segunda dimensión constitutiva del desarrollo de la personalidad femenina que Juan Pablo II analiza en la Mulieris dignitatem: el celibato, la virginidad «por el Reino de los Cielos» (MD, 17). Pocas realidades cristianas chocan como ésta con las costumbres de una sociedad permisiva y consumista, en la que los comportamientos dictados por la sensualidad y el egoísmo se han generalizado. Sin embargo, también hoy la virginidad «por el Reino de los Cielos» es lugar insustituible de la experiencia vital de la plenitud del amor. Como el Papa ya había hecho desde la sede de Cracovia[19], también ahora dedica amplio espacio en su propia predicación a ilustrar el sentido de la virginidad en la conciencia cristiana[20] y la Mulieris dignitatem lo confirma con especial hondura.
También la elección del celibato introduce al varón y a la mujer en el misterio esponsal de la unión con Cristo y con la Iglesia. La Carta Apostólica subraya que la virginidad los proyecta en una entrega llena de amor a un Tú, en la que se encuentra la totalidad del don de sí que caracteriza el matrimonio, pero de modo diverso: aquí cada uno, separadamente, se pone en relación directa y personal con Cristo vivo y presente. Varón y mujer se entregan a sí mismos exclusivamente a quien primero se entregó a cada hombre, amándolo «hasta el fin» (cfr. Jn 13, 1). La persona humana amada por Dios hasta tal extremo «se entrega a El y sólo a El»[21], y el Papa aclara: «Esto no puede ser comparado con el simple permanecer célibes porque la virginidad no se limita al solo no, sino que contiene un profundo sí en el orden esponsal: el darse por amor de manera total e indivisa» (MD, 20).
La vocación al celibato es profundamente personal, concreta, irrepetible (MD, 21). En ella, el varón y la mujer se realizan completamente como personas: la feminidad y la masculinidad entran plenamente, con todas sus cualidades y debilidades, en relación con Cristo, y se abren posibilidades y perspectivas nuevas. En la plena comunión del yo con el Tú divino, el corazón humano es colmado por la superabundancia del amor, que se derrama hasta abrazar a la humanidad entera. La mujer que ha renunciado a la maternidad física podrá comprender con mayor inmediatez las exigencias de la maternidad espiritual, puesto que también ésta pertenece a su interioridad más profunda (cfr. MD, 21). Como una madre ama en primer lugar al marido y los propios hijos, así la mujer que se ha dado enteramente a Dios en la virginidad se hace capaz de ofrecer la propia vida por todos. El grado de tal entrega depende de la profundidad vital de su unión con Cristo. Y se consuma también en el dirigirse espontáneamente a los más débiles, a los indefensos, a los inocentes y a los culpables, abandonados por una sociedad cada vez más competitiva. En este contexto, Juan Pablo II recuerda los grandes méritos históricos de las órdenes femeninas, que se han distinguido por la aceptación de la maternidad espiritual a favor de los marginados (cfr. MD, 21): ejemplos elocuentes de cómo, dándose a los demás, por amor a Cristo, la mujer alcanza una realización a menudo heroica de la propia vocación y ofrece un testimonio vivo de insustituible papel de la feminidad. El celibato por el Reino de los Cielos se pone así en estrecha relación con la fecundidad del matrimonio: «Existen, pues, muchas razones para ver en estas dos vías —dos vocaciones de vida diferentes de la mujer— una profunda complementariedad y, nada menos que una profunda unión en el interior del ser de la persona» (MD, 22).
La Iglesia, Esposa de Cristo
La Mulieris dignitatem presenta con amplitud la misión eclesial de la mujer, teniendo en cuenta que la Iglesia no es una sociedad como las demás, sino un misterio cuya más profunda comprensión excede las posibilidades humanas.
La Iglesia es término femenino, consolidado entre otras cosas también por la célebre analogía paulina que hace de ella la Esposa de Cristo (cfr. Ef 5, 23-32). En cuanto sujeto colectivo, comprende obviamente a varones y mujeres, de manera que el femenino surge aquí como «símbolo de todo lo humano» (MD, 25). No es el varón con su espíritu activista, sino la mujer con su apertura a la vida, la que representa en su propio ser la naturaleza de la Iglesia: acogida del hombre por parte de Dios y comunión íntima con Cristo.
¿Y el sacerdocio? La respuesta del Santo Padre no da lugar a ningún posible equívoco a propósito. Se puede deducir de ello que no tiene sentido hacer depender la cuestión de la dignidad de la mujer del sí o del no a su acceso al sacerdocio ministerial[22]. Es sabido que algunos sectores de la opinión pública, sensibilizados por la emancipación de la mujer y por la igualdad de derechos entre los dos sexos, han entendido como una especie de discriminación el hecho de que, en la tradición católica, el sacerdocio ministerial está reservado a los varones. Juan Pablo II, haciéndose eco de la declaración Inter insigniores de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1976), argumenta, fundándose en la conducta mantenida al respecto por el mismo Cristo: aún habiéndose opuesto radicalmente, hasta desafiar la práctica social dominante, y a sus propugnadores, a cualquier discriminación contra la mujer, ordenó sacerdotes sólo a los varones, y lo hizo «con la misma libertad con que, en todo su comportamiento, ha puesto de manifiesto la dignidad y la vocación de la mujer, sin conformarse a la costumbre predominante y a la tradición sancionada además por la legislación de la época» (MD, 26) Los Apóstoles actuaron ateniéndose al ejemplo del Maestro y la Iglesia siempre ha sentido el deber de seguir fielmente lo que Cristo y la comunidad apostólica han hecho. El cristianismo, en efecto, es en muchos sentidos una comunidad histórica[23]: las actuaciones de Cristo no representan sólo un punto de partida, sino que tienen un contenido normativo, que marca para siempre sus rasgos fundamentales.
Se podría incluso imaginar un eventual modo de actuar diverso por parte de Cristo, y quizás esto no estaría en contraste con el resto de la economía sacramental ni con la forma global de la redención. Pero es innegable que, de hecho, el plan de Dios ha seguido su camino, muy distinto y bien determinado. Dicho plan se ha revelado en un momento concreto de la historia y en circunstancias específicas, pero su carácter es permanente[24]. La razón por la que la mujer no puede recibir la ordenación sacerdotal no deriva pues, de la racionalidad humana, porque asciende a una dimensión infinitamente más profunda, que puede ser aclarada y aceptada sólo por la fe.
La referencia del sacerdocio al varón se encuentra anclada en el centro mismo de la sustancia del ministerio de la Iglesia. Cuando el sacerdote ejerce el ministerio, no actúa en nombre propio, sino in persona Christi. En su naturaleza de varón, representa a Cristo, Esposo de la Iglesia en cuanto autor de la gracia (cfr. MD, 26). Esto no implica que a la mujer le estén prohibidas funciones relevantes en la Iglesia, como ha aclarado el Concilio Vaticano II, por ejemplo en el n.9 del decreto Apostolicam actuositatem: «Puesto que además en nuestros días las mujeres toman parte cada vez más activa en toda la vida social, es de gran importancia una más amplia participación suya también en los varios campos de apostolado de la Iglesia». Por otra parte, la doctrina del sacerdocio común de los fieles testimonia que en la Iglesia no se verifica una discriminación de la mujer respecto al varón, sino más bien una complementariedad de funciones y condiciones (cfr. MD, 27).
La dignidad de la mujer y el orden del amor
La necesidad del sacerdocio ministerial o jerárquico y su excelsa dignidad están evidentemente fuera de discusión, sin embargo, esto no representa el ápice supremo en la Iglesia de Dios. Juan Pablo II se detiene en otra jerarquía, que trasciende infinitamente a aquella primera, en importancia: la jerarquía de la santidad que, por cuanto escondida a menudo a nuestros ojos, posee una eficacia histórica superior a cualquier valoración (cfr. MD, 27). En este contexto, el Santo Padre examina la dimensión mariana y apostólica —petrina— de la Iglesia, precisando que el ejemplo de la santidad proviene a todos los cristianos de María, antes y más que de los Apóstoles. En Ella, Virgen y Madre al mismo tiempo (cfr. MD, 17), la Iglesia ha tomado ya la propia plenitud. Y puesto que Ella es modelo también de los Apóstoles, se sigue que todos los sacerdotes deben recurrir a la escuela de María: una mujer que no fue investida por el orden sacerdotal, pero que justamente veneramos como Madre de la Iglesia (cfr. MD, 27).
María supera y precede a todos los cristianos en el camino de la santidad. Es el modelo de la perfecta semejanza con Dios que, en la vida intratrinitaria como en el misterio salvífico, se ha revelado como Amor que se entrega a sí mismo (cfr. MD, 29). En Ella, «la mujer comprende que no puede encontrarse a sí misma si no dando el amor a los demás» (MD, 30). Y esto vale para cualquier criatura humana[25]. La profundización de tal misión lleva al Santo Padre a volver, en la conclusión del documento, sobre el ideal cristiano de servicio. La moral enseñada por Jesús implica un cambio completo del valor mundano de poder al de la humildad, que está en realidad bastante más en consonancia con las exigencias fundamentales de la naturaleza humana. Sólo quien ama, varón o mujer, puede hacerse cargo de los demás y ayudar efectivamente; sólo él puede poner remedio a los sufrimientos. El amor le vuelve sensible y fuerte, humilde y seguro, libre y obediente a la vez; y le hace asumir la responsabilidad para un futuro más humano.
La visión del Apocalipsis culmina en la aparición de María, vencedora en la lucha contra el mal, en la que el Santo Padre ve el definitivo cumplimiento de la dignidad y de la vocación de la mujer (cfr. MD, 30). En el combate contra el pecado, que se plantea como lucha por el hombre y por su definitiva realización en Dios, la mujer es llamada a construir la civilización del amor con su fuerza espiritual y moral.
[1] Cfr. Elenchus definitivus propositionum, en "La Documentation Catholique", 21 (1987) 1088-1100.
[2] Cfr. C. HALKES, Gott hat nicht nur starke Söhne, Gütersloh 1980, p. 117.
[3] El argumento viene desarrollado también en la Encíclica Redemptor hominis, 4-III-1975, n. 21.
[4] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th. I, qq. 28-38; SAN ALBERTO MAGNO, S. Th. I, tr 9, qq. 37 ss., Ed. Col. (1951 ss), 34, 1.
[5] Cfr. M. DALY, Jenseits von Gottvater, München 1980 (Boston 1973).
[6] Cfr. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Quis dives salvetur? 37,2 ss: PG 9, 642 ss.
[7] Cfr. B. FLAD-SCHNORRENBERG, Der wahre Unterschied. Frau sein — angeboren oder angelernt? Freiburg 1978; F. MERZ, Geschlechtsunterschiede und ihre Entwicklung. Lehrbuch der differenziellen Psychologie III, Göttingen 1979; E. SULLEROT, Die Wirklichkeit der Frau, París 1978.
[8] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 13.
[9] Ibid., n. 29.
[10] Ibid., n. 9; cfr. también MD, 1.
[11] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 87.
[12] Cfr. SAN AMBROSIO, De institutione virginum, V, 33: PL 16, 313.
[13] Cfr. G. SIEGMUND, Die Stellung der Frau in der Welt von heute, Stein am Rhein 1981, p. 54.
[14] Cfr. G. VON LE FORT, Die ewige Frau, 14ª ed., München 1950.
[15] Ya en la Encíclica Redemptoris Mater, n. 46, Juan Pablo II había sonsacado de la contemplación de la figura de María estas cualidades como específicamente femeninas.
[16] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 52; JUAN PABLO II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 23.
[17] Cfr. JUAN PABLO II, Litt. enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 19.
[18] Conversaciones, cit., n. 87.
[19] Cfr. K. WOJTYLA, Liebe und Verantwortung, ???
[20] JUAN PABLO II, Die Erlösung des Leibes. Katechesen 1981-1984, Vallendar 1985.
[21] Cfr. K. WOJTYLA, Liebe und Verantwortung, cit., p. 21.
[22] J. RATZINGER, La donna, custode dell'essere umano, en "L'Osservatore Romano", 6-X-1988.
[23] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Decl. Inter insigniores, 15-X-1976, n. 4: AAS 69 (1976) 98-116.
[24] Cfr. J. RATZINGER, Das Priestertum des Mannes: ein Verstoss gegen die Rechte der Frau? en "Die Sendung der Frau in der Kirche", Kevelaer 1978, p.88.
[25] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24; JUAN PABLO II, Exhort apost. Familiaris consortio, n. 22.
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San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
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