El derecho a la igualdad, a la libertad de creencias, a la expresión de las mismas, a la participación en las decisiones colectivas y a la justicia social son, entre otros, valores irrenunciables hacia los que no cabe una actitud pasiva. Luchar por ello cada día merece la pena si se consigue un mundo más justo.
Ha nacido la Fundación Ciudadanía y Valores, que preside Andrés Ollero, antiguo parlamentario del PP durante más de 17 años, miembro y portavoz de las Comisiones de Justicia y Educación en el Congreso de los Diputados.
Debatí con él en Comisión y el Pleno desde el Grupo socialista, sobre proposiciones y leyes. A veces las discusiones fueron muy contrapuestas, pero he de reconocer que Ollero, como parlamentario, tenía grandes dotes. Su manera de razonar era contundente y fundamentada y es de justicia admitir que sus argumentos tenían solidez. Era preciso pertrecharse con buenos razonamientos para responderle, y a fe que en algunas ocasiones desde un recuerdo ya desvaído, la cosa terminó en empate. He seguido, aunque ya ambos estamos fuera de la vida parlamentaria y con un cierto distanciamiento del partidismo vigente, manteniendo una relación que ha fructificado en amistad, sin que por ello hayamos renunciado a nuestras propias trayectorias.
Pero eso es precisamente el valor de la ciudadanía: entenderse desde la discrepancia. No se trata de ser tolerante, por cuanto se tolera lo que no se comparte, sino aceptar que existen, a pesar de todo, bases de convivencia compartidas en nuestra sociedad. Y así esta fundación, en la que participan personas de trayectorias y perspectivas ideológicas diferentes, pretende hacer factible que los hombres y mujeres que conviven en sociedad se entiendan y dialoguen por encima de sus creencias.
Existe, por tanto, una voluntad determinante por establecer un espacio de encuentro para dar cuenta de que los seres humanos participan de valores comunes con la fraternidad de que forman parte de una misma comunidad. Aquellos ideales de los estoicos y los primitivos cristianos vuelven a replantearse a tenor de los cambios que experimentan las sociedades en un mundo que se universaliza económicamente pero que no extiende de igual modo los valores ciudadanos. La humanidad no es sólo una suma de culturas o una suma de individuos aislados, sino la totalidad de los habitantes del planeta Tierra. Y así, la fundación pretende organizar diversas actividades, como las jornadas sobre Emigración e Integración que se celebraron en Madrid en el complejo Eurobuilding.
En los últimos decenios —finales del siglo XX y principios del siglo XXI— la ciudadanía se ha convertido en un concepto central del debate político. Si en los años 60 del siglo pasado su análisis se reducía prioritariamente al ámbito de los estudios sobre la Revolución Francesa, en las últimas décadas la ciudadanía experimentó una renovación de sus fundamentos intelectuales, porque no sólo fue concebida como exponente de una serie de leyes que determinaban los derechos y deberes. Además, llevaba aparejada los valores que le dan contenido, ya que constituye un aspecto del ser humano no sólo remitirse al individuo, a los derechos y deberes de cada uno, sino que éstos han de concebirse en relación con los demás, con los otros seres de la misma especie, sea cualesquiera su condición. Naturalmente que las relaciones abarcan diversas parcelas de la vida humana, desde la religión, la política, el arte, el deporte, la economía, la jurisprudencia, la identidad nacional, la relación afectiva, la cultura y otras muchas. El tema está en determinar cuáles de todas ellas pueden ser sustantivas en la construcción de la ciudadanía para que se extienda a todos los colectivos humanos por encima de sus diferencias.
Y no basta con que aludamos a la Declaración Universal de los Derechos Humanos porque en muchos casos al amparo de ellos las mayorías se imponen a las minorías, y éstas a su vez reclaman un espacio que no les es satisfecho con la simple alusión a la libertad de expresión. La concepción de ciudadanía no se concibe sin relación con la cultura a la que se pertenece. Y eso nos lleva al problema de las minorías y su imbricación dentro de los derechos humanos, pero tampoco puede alegarse la condición de elemento exclusivo de derecho por el hecho de constituirse en minoría cultural: no parece tolerable que los talibanes impongan sus reglas de represión contra las mujeres, ni se aplique la ablación en niñas de 14 años.
Los límites de las creencias nos conducen ineluctablemente a que el término ciudadanía debe estar cargado de valores concretos para saber cuáles son los parámetros por los que nos regimos a fin de corregir aquellas prácticas que no deben admitirse. Y a la vez, trasmitirlos para que toda cultura los incorpore, sean cuales sean sus costumbres. El derecho a la igualdad, a la libertad de creencias, a la expresión de las mismas, a la participación en las decisiones colectivas y a la justicia social son, entre otros, valores irrenunciables hacia los que no cabe una actitud pasiva. Luchar por ello cada día merece la pena si se consigue un mundo más justo.