La ciencia siempre será necesaria para conocer lo penúltimo, el cómo de la realidad, pero sólo la apertura a lo trascendente nos llevará a situarnos en el por y para qué, en aquello que confiere sentido último a la existencia.
De vez en cuando los científicos nos sorprenden gratamente con sus declaraciones. No me refiero sólo a sus investigaciones y descubrimientos, que también, sino a sus reflexiones sobre la realidad y la vida, que a veces llaman la atención por no estar en sintonía con las posturas habituales o por no guardar continuidad con planteamientos anteriores. Estos pronunciamientos son significativos porque dejan entrever que quizá algo esté cambiando en las históricamente convulsas y complejas relaciones de la ciencia con el pensamiento filosófico y sobre todo religioso.
Hace unos meses, el sociobiólogo E. O. Wilson, famoso por sus estudios sobre el comportamiento comunitario de las hormigas y por afirmar con contundencia que sólo somos simios dotados de conciencia, publicaba su libro 'La creación'. Pero la noticia llamativa es que ahora ha decidido reunirse con diferentes líderes religiosos para trabajar conjuntamente por la preservación de la naturaleza y la concienciación ecológica, pues piensa que la religión y la ciencia son los dos grandes motores de la humanidad. También el conocido matemático de Oxford Roger Penrose ('El camino a la realidad'), en una reciente entrevista en 'XL Semanal', además de reconocer con sinceridad las limitaciones actuales de la ciencia y sus discrepancias con teorías como los universos paralelos o la mecánica cuántica, mostraba su respeto por lo religioso y no descartaba la posibilidad de una colaboración entre ciencia y religión. Para algunos científicos parece que comienza a no ser tabú ni vergonzante hablar de religión. Y no sólo eso, algunos hasta se atreven a manifestar su aprecio por lo espiritual, aunque sólo sea en un sentido genérico en consonancia con las corrientes orientalistas y místicas tan de moda ahora en el mundo occidental. No hay más que leer los trabajos de autores como Paul Davis ('La mente de Dios'), Francisco J. Rubia ('La conexión divina') o Ken Wilber ('Breve historia de todas las cosas').
Recuerdo que allá por el año 92, en la Universidad Pontificia de Salamanca, J. L. Ruiz de la Peña lamentaba la escasa atención que los científicos prestan al pensamiento teológico. A los que asistíamos a su curso sobre 'La pregunta por el sentido' nos sorprendió el interés de este teólogo por el discurso de la ciencia. Lamentablemente, aún hoy, la dificultad para entablar un auténtico diálogo entre lo científico y lo religioso viene propiciada en muchas ocasiones por prejuicios e ignorancias. Un buen ejemplo puede ser el último libro de Eduardo Punset, 'El alma está en el cerebro'. El ambiguo título —tal vez intencionado— parece sugerir, para regocijo del materialista y sorpresa del creyente, que el alma y el cerebro son la misma cosa. Pero la cuestión está en que para el cristiano no debería haber ninguna dificultad en esta expresión, pues desde una antropología unitaria y bíblica afirmar la interdependencia de lo físico y lo espiritual es pertinente. Que el alma, como principio espiritual, está en relación con el cerebro pero no es el cerebro ni se identifica con él, es compatible con la teología católica.
Este tipo de malentendidos, que en este caso implica presuponer que la antropología religiosa es dualista (alma y cuerpo separados, y hasta platónicamente enfrentados), es lo que muchas veces dificulta un verdadero encuentro entre la religión y la ciencia. Como señala Fernando Mesquida lo que sucede es que «algunas mentalidades siguen todavía ancladas en los mismos esquemas de pensamiento y creencias que reactivamente se suscitaron en la sociedad victoriana del siglo XIX». Y no sólo en el ámbito religioso, donde unos no han superado la lectura literalista de la Biblia, sino también en el científico donde otros se mantienen en posturas materialistas excluyentes.
Jorge Wagensberg, director del Museo de la Ciencia de Barcelona, propone que «nunca te preguntes el por qué de las cosas, sino el cómo». Puede ser una frase ingeniosa, pero poco realista. El ser humano está interesado en conocer los mecanismos del cosmos y de la mente, pero también en su origen y finalidad. Por eso la experiencia religiosa brota desde la racionalidad y necesidad de totalidad, preocupándose no sólo por el hecho de la muerte sino por el sentido de la vida. Hasta F. Nietzsche llegó a decir que «quien tiene un por qué para vivir puede soportar cualquier cómo». Los científicos materialistas deberían reconocer que hacer una lectura atea de sus investigaciones no es más que una hipótesis metafísica —en definitiva una creencia— sobre la realidad, y que desde una actitud sincera la visión cristiana (Dios como ser personal, que crea, se revela, salva e interviene en el mundo a través del hombre) es al menos tan respetable como la suya. Lo evidente es que el Misterio nos envuelve y nos interpela. Y que al final, la confianza —fiarse de, creer en— es lo que cuenta en la vida. Ciencia y religión fueron rivales durante mucho tiempo, desconocidas un largo periodo, y ahora ojalá comiencen a ser compañeras de viaje. Entre ambas no debe haber conflicto, ni sólo independencia y diálogo, sino integración. Estudios como el de Denis Edwards en 'El Dios de la evolución' son muy alentadores. La ciencia siempre será necesaria para conocer lo penúltimo, el cómo de la realidad, pero sólo la apertura a lo trascendente nos llevará a situarnos en el por y para qué, en aquello que confiere sentido último a la existencia.