Una afirmación insólita puede ser un excelente altavoz y muchos han utilizado el sistema para darse a conocer.
Leí hace años que Bernard Shaw salió de una relativa oscuridad (estaba empezando) al afirmar categóricamente que William Shakespeare era un escritor muy mediocre; la afirmación del joven periodista resonó con fuerza en los círculos londinenses y su nombre despertó la natural curiosidad. No hace falta ser un talento extraordinario para caer en la cuenta de que una afirmación insólita y gratuita puede ser un excelente altavoz y muchos han utilizado el sistema para darse a conocer y han desaparecido después, sin dejar rastro, porque seguramente Shaw hubiera llegado a la cumbre sin necesidad de meterse con William Shakespeare.
Un dramaturgo titula su obra con la blasfemia más habitual en castellano y durante bastante tiempo se comenta su ocurrencia acaloradamente en la prensa, en los medios; una comunidad autónoma patrocina la financiación de unas obras de arte que escarnecen lo sagrado y el responsable de la publicación asegura que no había ninguna mala intención y, por lo tanto, no puede haber delito, ya que se trata sólo de una expresión artística, necesariamente libre e inobjetable; los ejemplos se podrían multiplicar y traer a colación el arte promovido con el dinero público. Me vienen a la cabeza los elogios que la crítica otorga a muchos “noveles” llamándoles transgresores, como señal del genio oculto al común de la gente, que si no es por el toque de atención del crítico podían terminar siendo unos incomprendidos. El hombre medio, ese que somos la mayoría, tiene miedo a opinar de arte, de literatura, de filosofía y se le ve con frecuencia cautamente callado, a la espera de un nuevo criterio que le oriente sacándole de su perplejidad.
Un “transgresor” dirige una película sobre Santa Teresa de Jesús y convierte a una figura de la Historia Universal y de la Literatura Universal en un asunto para aficionados a la psicología de los charlatanes, que no necesitan leer las obras de la monja castellana, traducidas a las lenguas más importantes, con una frecuencia extraordinariamente llamativa. (Hace unos años se publicó una nueva edición de sus obras al danés, que tiene un reducido número de lectores potenciales, aunque es conocido el alto número de lectores que han aprendido castellano para leer a Santa Teresa de Jesús en su lengua materna). Pero supongo, sin ánimo de ofender a nadie, que estas cosas no las sabe el transgresor. Se podría recomendar la lectura, en las Obras completas de Santa Teresa de Jesús, que publicó Aguilar, de una introducción sobre el estilo de Santa Teresa, de D. Ramón Menéndez Pidal, inteligente investigación sobre la espontaneidad y la genialidad expresiva de la famosa Santa; además D. Ramón contesta a un investigador vasco-francés, M. Etchegoyen, que escribe defendiendo a la extraordinaria escritora del peligro que podían correr sus escritos con las nuevas psicologías, y le tranquiliza aportando nuevos datos que hacen brillar más aún su grandeza.
El constitucionalista J.H.H. Weiler, judío practicante y especialista en los aspectos jurídicos de la integración europea, reflexiona sobre la Constitución recientemente discutida y se sorprende de que, en un texto que es diez veces más extenso que la Constitución de los EEUU, no se cite a Dios ni al cristianismo ni una sola vez; su interesantísima reflexión está publicada en su ensayo exploratorio titulado Una Europa cristiana. Weiler encuentra no sólo en la Constitución, sino también en los ambientes intelectuales europeos, una habitual tendencia a no citar a Cristo y la califica de “cristofobia”, después de comprobar cómo se necesita una voluntad decidida y tenaz para evitar ¡nombrarle!, porque no se trataría, desde luego, de resucitar ninguna cristiandad, ahora que la doctrina de la Iglesia fomenta la libertad religiosa en los textos conciliares, apoyando la libertad en la religión y ante la religión, enseñando que deben ser protegidas tanto la práctica religiosa, como la ausencia de religión. El ensayo de Weiler puede ser provechoso no sólo por la doctrina que aporta , sino también por ser él mismo un ejemplo de intelectual sin prejuicios que, no siendo cristiano, echa de menos en estos tiempos de vacío y desorientación doctrinales hábitos jurídicos que superarían una visión de Europa sólo burocrático-mercantil y que están presentes en la Doctrina Social de la Iglesia, por ejemplo.
En contra de los hábitos posmodernos que insinúan que todo ha sido siempre igual, hay que decir que las cosas han sido radicalmente distintas; en mayo de 1953 Edmund Hillary, un apicultor neozelandés, alcanzó, acompañado por el sonriente sherpa Tensing, la cumbre del Everest, y puso como señal agradecida por el triunfo de su esfuerzo un crucifijo, pensando que a todos parecería bien que la más alta meta conquistada estuviese coronada por la imagen del Crucificado que enseñaba la esperanza más segura, al unir el dolor con el amor y con el perdón. Nunca se supo y quizás nunca se sepa, si los británicos Mallory e Irvine llegaron a la cumbre o no pudieron alcanzarla por muy poco, en el año 1924; sí sabemos que el predicador que habló en su funeral se apoyó en las palabras del salmo: "Pusiste Señor en su corazón el deseo de las ascensiones más altas" para afirmar que sus ilusiones eran del agrado de Dios.
Pueden ser tiempos tristes aquellos en los que se pueda pensar que la banalidad, el insulto y la mentira no sólo pueden hacer famoso a alguien, sino que influyen en la ignorancia de la gente y producen llamativos beneficios económicos.