El Papa nos enseñó a no arrodillarnos ante falsos profetas y a decir las cosas por su nombre, sin ofender. A medida que se va alejando el día de la muerte de Juan Pablo II, el Papa polaco, su figura se aproxima y engrandece. Él levantó el báculo y la cruz como sinónimos de libertad. No era Leónidas: era Juan Pablo II, pero también se apostó en un desfiladero angosto, dijo ¡basta! y clamó por la verdad. Y todos le seguimos.
Aquellos que procedemos del bachillerato antiguo y hemos leído y estudiado la historia comenzando por Herodoto de Halicarnaso, nombres como Darío, Jerjes o Artajerjes “longimano” —pues tenía la mano derecha más larga que la otra— o Platea, Salamina y las Termópilas nos resultan sumamente familiares. Y Plutarco alguien tan próximo como el señor Camps, profesor de Historia, el señor Tuset, de Geografía, o el inmenso padre Segarra, profesor de Griego. Con este último leímos y tradujimos algunos trozos de las Vidas Paralelas, y era tal la pasión que ponía el buen jesuita en su lectura que todavía le estoy escuchando, en griego, con voz profunda a la vez que melodiosa —nos decía que así hablaban entonces— dándonos sensación de familiaridad y sencillez sobre esa lengua. Desde entonces tengo fascinación por el mundo helénico y, sobre todo, por sus valores; esos valores —dignidad, justicia, libertad— que aparecen en la película 300 en la que se recrea la batalla de las Termópilas, donde un puñado de espartanos y hoplitas pararon en ese desfiladero a un inmenso ejército persa, dominador del mundo conocido. Al margen de algunos anacronismos, como ese aspecto ridículo que le ponen al rey persa o esa caracterización de tortugas ninjas que tienen los soldados llamados “inmortales”, la batalla, para quien conozca la historia antigua, está muy bien recreada y, sobre todo, en un mundo hedonista como el que vivimos y educamos a nuestros hijos, no está mal que les empecemos a enseñar lo que es capaz de hacer un sólo hombre cuando tiene un ideal por el que vivir, luchar y, si es preciso, morir. Pues vivir sin dignidad, es decir, sin libertad, no es vivir.
Juan Pablo II no se parecía mucho a Leónidas. Uno fue príncipe de la paz y el otro príncipe de la guerra, pero sí tenían ambos algo en común: ninguno de los dos tuvo miedo, los dos estaban convencidos de lo que hacían, y lo hicieron, y tanto uno como otro llevaron sus vidas hasta sus últimas consecuencias, consumiéndolas hasta la extenuación. Hizo ayer dos años que murió el Papa de Roma, el jefe del Estado más minúsculo de la tierra y el líder religioso más importante, sin duda, que ha dado la modernidad. A veces vuelve a surgir entre los católicos el desánimo y la sensación de orfandad. ¡Tan grande fue la humanidad de ese Papa! Pero en seguida el espíritu se recupera para seguir, siempre ya, hacia delante y sin miedo: esa fue su principal enseñanza. No se trata de imponer ninguna idea, ni siquiera lo que para nosotros es la verdad, sino tan sólo de proponer aquello que, desde hace casi dos mil años, constituye el centro y el cetro de la historia. Juan Pablo II nos enseñó a no arrodillarnos ante falsas creencias y falsos profetas y a decir las cosas por su nombre, sin ofender a nadie, intentando encontrar puntos de unión entre todos los hombres pero proclamando, siempre, que la libertad del hombre es consustancial a la creencia en Dios. Dios, pues, no es sumisión sino, por el contrario, un grito de libertad. Incluso un grito desgarrado —como el de Leónidas y los suyos— de libertad.
En nuestros días, por un lado, parece como si el hombre lo pudiese todo, y, por otro, como si las creencias que conformaron la cultura occidental —esencialmente judía, greco-romana y cristiana— fuesen a desmoronarse por el tremendo empuje, tanto demográfico, religioso y económico, de una sociedad islamizada y reinterpretada en su faceta más tenebrosa. A cambio, ¿qué proponemos? ¿Acaso esos valores híbridos de nuestra nueva modernidad son los que van a convencer al mundo? Si tiramos la tradición, es decir, la historia, por la borda; si los valores de libertad, justicia, caridad o familia los reinterpretamos a nuestra comodidad y no desde el sentido universal que siempre tuvieron; si no respetamos y aprendemos de la historia y de nuestros antepasados sus enseñanzas, ¿cómo podremos respetarnos a nosotros mismos, proponer valores universales a otras culturas o, simplemente, seguir siendo libres? Películas como esta última sobre la batalla de las Termópilas seguro que ayudan, en una cultura visual y virtual, bastante iletrada por cierto, a comprender y aproximar a los más jóvenes a esos valores. Además de emborracharse o de salir hasta las siete de la mañana, también puede que a alguno se le ocurra que hay otro tipo de valores que pueden ofrecernos muchas más satisfacciones. Y, sobre todo, mayor libertad y, como consecuencia de ello, mucha mayor seguridad en el futuro de la humanidad. El sacrificio de los trescientos en el desfiladero de las Termópilas hizo posible la derrota persa en la batalla de Salamina.
A medida que se va alejando el día de la muerte de Juan Pablo II, el Papa polaco, su figura se aproxima y engrandece. Él levantó el báculo y la cruz como sinónimos de libertad. No era Leónidas: era Juan Pablo II, pero también se apostó en un desfiladero angosto, dijo ¡basta! y clamó por la verdad. Y todos le seguimos.