Julien Green describe con maestría ese proceso personal, íntimo, por el que todas las personas escuchamos en nuestro interior una llamada a la responsabilidad, a ser mejores, y que unas veces escuchamos y otras no.
Julien Green describe con maestría ese proceso personal, íntimo, por el que todas las personas escuchamos en nuestro interior una llamada a la responsabilidad, a ser mejores, y que unas veces escuchamos y otras no.
Una página de su diario lo expresa muy bien: «Tal día de tu infancia, mientras jugabas solo en el cuarto de tu madre y el sol brillaba sobre tus manos, vino hacia ti cierto pensamiento, ataviado como un mensajero del rey, y tú lo acogiste con alegría, pero más tarde lo rechazaste. Y aquel pensamiento te hubiera guardado, sostenido. Cuando caminabas bajo los plátanos de tal avenida, y tu primo te dijo tales palabras, comprendiste en seguida que aquellas palabras te llegaban de parte de Dios, pero luego las olvidaste, porque contradecían en ti el gusto del placer. Y tal carta, que rompiste y tiraste a la papelera, te habría disipado aquellas dudas, pero tú no querías cambiar...».
Algunas de esas ocasiones tienen una trascendencia especial. Son segundos que parecen decidir nuestro destino. Y no son algo accidental o inopinado, sino el fruto de una larga serie de actos sutilmente ligados entre sí. Son instantes que parecen impuestos por un misterioso impulso, sin ningún debate interior, pero esa aparente ausencia de deliberación no implica falta de libertad. Nuestros actos interiores, esos mil pequeños detalles que registramos en nuestro interior casi sin darnos cuenta, todas las numerosas y minúsculas negativas que dejamos pasar cada día, tejen poco a poco, a nivel consciente o subconsciente, un entramado interior. Y un día, quizá con ocasión de un suceso mínimo, incluso indiferente en sí mismo, surge en nosotros una idea o una convicción que parece nacer ya formada de nuestra mente, como Atenea surgió de la frente de Zeus. Parecen actos o pensamientos espontáneos, pero en realidad expresan el resultado de una batalla que se venía librando desde tiempo atrás en un nivel muy personal, en pequeños hábitos ocultos, en pensamientos velados, en complicidades interiores. Y llega un momento en que nuestra conciencia está parcialmente enajenada, enredada en esas mallas que se han ido tejiendo con el tiempo y que impiden la expresión de nuestra libertad verdadera.
De manera semejante, nuestras buenas acciones, nuestras aspiraciones al bien, hasta nuestros más insignificantes actos de generosidad, tejen a su vez otra red profunda, que también aflora un día en decisiones personales importantes. Igual que el hábito de los muchos «noes» trae un «no» a la hora de la verdad, el hábito de responder que sí a los embajadores de la verdad es lo que endereza nuestra vida. Green cuenta en su diario un pequeño ejemplo. «La primera vez que pensé en la muerte como un acontecimiento al que yo no escaparía, tenía unos veinte años. Fue en el jardín de mi tío, en Virginia. Evidentemente, sabía que tenía que morir, pero, como dice Bossuet, no lo creía. Aquel día entreví lo que podía significar el hecho de morir. Supuso una especie de revelación interior, y aquel pensamiento tan sencillo -tú también morirás- puedo afirmar que me cambió por dentro».
Vivimos en medio de una sucesión de decisiones que conforman nuestro modo de ser. Y no siempre es fácil acertar. Sería simplista pensar que cuando cerramos nuestro corazón a la llamada del bien viene de inmediato un sentimiento de angustia. Es más, puede haber incluso un inicial alivio interior, un sentimiento de liberación, de mayor posesión de uno mismo, como de un peso que uno se ha quitado de encima, de una responsabilidad que ha dejado de pesar sobre nosotros. El rechazo del bien no siempre va acompañado de remordimiento, pues el hombre que se desliza por la pendiente del mal vive en una especie de magia que le fascina. El mal puede resultar atractivo, y el bien, mientras no lo gustamos, puede parecer insulso e irreal. Sólo a la larga el mal descubre la saciedad que oculta, y luego no siempre resulta fácil salir de él. Por eso es preciso guardar nuestro propio corazón, velar por la sensibilidad de sus puertas, pues de lo contrario pronto nos encontraremos invadidos por un tropel de imágenes y pensamientos que hipotecan nuestra vida.