EPÍLOGO
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El hecho religioso es percibido en el actual contexto cultural en formas muy variadas. Para unos aparece como el símbolo de todo lo decadente y residual de un pasado a superar. Para otros como un elemento, más o menos folclórico, del variopinto paisaje de las culturas, cada vez más llamadas a entenderse y a dialogar, pero principalmente sobre otros aspectos más relevantes y sustantivos de la vida sociopolítica y económica de los pueblos en el contexto de la globalización. En este plano, hay quienes ven en la religión un instrumento de cohesión intercultural, pero son más quienes hoy ven en ella un factor de desencuentro, e incluso de violencia.
Nadie puede negar que el hecho religioso tiene consecuencias sociopolíticas de gran envergadura y alcance en la vida de los pueblos. La historia documenta ampliamente esta afirmación. Pero ante todo esas dimensiones externas y objetivables ―culturales, sociales, políticas, etc.― lo son de un fenómeno que en primer término tiene lugar en la interioridad de cada ser humano, en la forma de un desafío antropológico y ético al que caben muy distintas respuestas. La autocomprensión del hombre en el mundo le exige tomar postura, de manera explícita o implícita, frente al desafío de lo religioso. Y dada la naturaleza radicalmente social del hombre, esa autoposición tiende también a profesarse, a proferirse, a declararse, por supuesto en formas muy variadas. Quienes pretenden reducir la religión ―o la ética― a la dimensión exclusivamente “privada” de la existencia humana no han entendido lo que es la religión, o la ética. Aristóteles sí lo entendió. Ninguna de estas dos cosas puede “privatizarse”. Afectan a la naturaleza individual y social del hombre en la forma de necesitar proclamarse. El hecho religioso es argumento ineludible de la reflexión humana, y también de la conversación entre los hombres a lo largo de los tiempos.
En muy buena medida somos, individual y socialmente, lo que nos han hecho ser quienes nos han precedido en la humanidad. Y la Historia precisamente trata de medir la pervivencia del pasado en el presente. Por eso cabe aprender de ella (magistra vitae). Pues bien, la historia del pensamiento, del arte, de las culturas y civilizaciones, en general y en sus aspectos más variados, no puede comprenderse amputándole este miembro de su dimensión religiosa, ni puede entenderse sin ponderarla desde las distintas respuestas humanas a los desafíos que la religión ha planteado al hombre en las diversas épocas.
En nuestros días estamos siendo testigos de un fenómeno cultural en cierto modo inédito (sólo en cierto modo): una tentativa bien orquestada de restar, o, mejor, anular la presencia pública de lo religioso. Dicha tentativa está respaldada por agencias dotadas de gran poder político, económico y, principalmente, mediático, que a su vez son gestionadas por personas convencidas de que la religión es la gran alienación del hombre, y que liberarse de los “prejuicios” religiosos es lo que le falta al hombre para lograrse a sí mismo en plenitud. Sin ese “lastre”, la humanidad experimentará un progreso científico, cultural, político y moral sin precedentes, pues dejará de fiarse de fuerzas mistéricas y sobrenaturales, y se apoyará únicamente en sus propias capacidades, desarrollándolas en un grado mucho mayor que hasta ahora.
El intento de narcotizar el ansia de Dios tiene especial virulencia en Europa occidental, y resulta particularmente hostil al cristianismo. La reciente controversia sobre la inclusión de la invocatio Dei en la Carta magna europea pone de manifiesto hasta qué punto el asunto está en el tapete. Prominentes personalidades de la política, de las relaciones internacionales, del pensamiento y de la cultura arguyen que el pluralismo social y moral característico de los países europeos justifican la omisión de cualquier referencia a la herencia cristiana del continente, incurriendo en una ceguera comparable a la de quien ignorara la influencia del Derecho romano en la historia de las instituciones civiles en Occidente, o la pervivencia del gran pensamiento griego de la etapa socrática a través de toda la historia de la filosofía europea.
Cualquiera que se ha asomado al espíritu europeo entiende que sin esas tres fuentes Europa es, sencillamente, ilegible. Quizá lo saben quienes han optado por la, a juicio de no pocos, onerosa omisión, y resulta improbable que pretendan que Europa nace con la Revolución Francesa. Pero justifican la ceguera histórica pro bono pacis, en un intento de marginar del espacio europeo ―en especial del preámbulo de una constitución política que pretendemos sea un paso decisivo hacia la unidad― justamente aquellos elementos que más bien han constituído factores de disgregación, de desunión, de guerras e incluso luchas fratricidas como la del siglo pasado en nuestro país.
Sólo una visión mutilada de la historia europea puede reducir la herencia cristiana a ese ciertamente penoso espectáculo, y no ver que el cristianismo, en medida mucho mayor, ha sido precisamente un elemento de cohesión en tantos aspectos de la vida europea: un verdadero catalizador de pensamiento, de desarrollo científico, económico, cultural, artístico, la más profunda inspiración de los hombres y mujeres que más y mejor han contribuido a una idea y una realidad de Europa que ha sido y continúa siendo referencia humanizadora para todos los demás espacios geográficos y culturales del planeta. El fenómeno de la inmigración es sólo un botón de muestra.
Es imposible crecer maltratando las propias raíces. Y la religión forma parte de la piedad, el homenaje que el hombre está llamado a rendir a las raíces de su existencia. Algunos analistas han puesto de relieve que el llamado “choque de las civilizaciones” no es otra cosa que un “choque de religiones”, y que el recelo del islam frente a Occidente, entre otros factores de sobra conocidos, también tiene en su base el temor a que la occidentalización les haga olvidar su historia y su arraigo.
El fenómeno de la secularización que el occidente europeo ha vivido a lo largo de su historia reciente no es un efecto perverso de una pérdida de su manadero cristiano. Más bien es una consecuencia del valor de la libertad que ha logrado traslucirse en Europa ―y en las áreas más influidas por la cultura europea― justamente gracias a su raíz cristiana. Nociones como las de libertad, igualdad, fraternidad, dignidad de la persona, solidaridad, democracia, tolerancia, etc., que la cultura política occidental ha desarrollado en pensamiento e instituciones sociales, y que proporcionan el fundamento del discurso sobre la paz, el entendimiento entre los pueblos y el respeto a los derechos humanos, poseen una base inequívocamente cristiana.
Esas nociones efectivamente se han secularizado, y no es mala cosa eso, pues permite que los cristianos se entiendan y puedan dialogar significativamente con ciudadanos que no comparten sus presupuestos religiosos. Pero olvidar esa raíz es desconocer quiénes somos y la referencia básica de lo que podemos aportar los europeos, y también aprender, en el diálogo intercultural. De ahí que sea ciego ignorar la fuente que les suministra su sentido originario
* J. M. Barrio Maestre es profesor Titular de Antropología Pedagógica en la Universidad complutense de Madrid.