miércoles, 21 de febrero de 2007
Mons. Fernando Sebastian, Arzobispo de Pamplona
Fuente: www.arguments.es
Almudi.org
Vivimos en una sociedad de muchos contrastes, y hay una cierta predisposición en favor del rechazo, de la trasgresión, como si necesitáramos disfrutar del gusto de lo prohibido, de lo nuevo, de lo diferente. En nuestra sociedad se ha instalado la creencia de que para ser progresista hay que criticar a los Obispos y fastidiar a los católicos. Esta situación, poco a poco, debilita las convicciones religiosas de muchas personas, y dificulta la adhesión de los jóvenes a la fe y a las tradiciones cristianas.
En este contexto puede resultar muy provechoso para los cristianos el esfuerzo de vivir con especial seriedad las semanas de la próxima Cuaresma. El mensaje de la Cuaresma está en el centro de la fe cristiana. Se trata de prepararnos para celebrar adecuadamente las fiestas de la Pascua, para vivir la Resurrección de Cristo como centro de nuestra fe en Dios, apoyo de nuestra esperanza y justificación de nuestra vida.
La primera invitación de la Cuaresma es dedicar algo más de atención y de tiempo al cuidado de nuestra fe y nuestra vida cristiana. Con un poco de interés todos podemos hacerlo. Podemos, por ejemplo, dedicar unos minutos a leer un pasaje del evangelio, unas páginas de un libro espiritual, como el Kempis, o de los escritos de los santos. Podemos también dedicar unos minutos a rezar, en casa, por la mañana o por la noche. Podemos, incluso pasar unos minutos en el silencio de una Iglesia, ante el Sagrario. Por cierto, los responsables tendrían que estudiar el modo de tener las iglesias abiertas durante más tiempo.
Una segunda dimensión de la Cuaresma es la invitación al arrepentimiento y la penitencia de nuestros pecados. Cuando nos acercamos a Dios, cuando dejamos que la mirada de Jesús ilumine nuestra vida, nos damos cuenta de nuestros pecados, nuestras faltas de piedad, de diligencia, de amor y misericordia. Sólo reconociendo nuestras deficiencias podremos librarnos de ellas y mejorar espiritualmente. La oración nos ayuda a sentir con fuerza la presencia de Jesús en nuestro corazón y ver en su presencia la verdad de nuestra vida personal y espiritual. Somos pecadores, y sólo podemos alcanzar la verdad y la paz interior reconociendo nuestras faltas y pidiendo perdón a Dios por ellas.
Los cristianos contamos con la seguridad del perdón de Dios anunciado por Jesús, ofrecido por la Iglesia, en virtud de su pasión y muerte, mediante el sacramento de la penitencia y del perdón de los pecados. La Iglesia ha recibido del Señor el encargo de anunciar y conceder el perdón de los pecados en nombre de Dios y de Jesucristo nuestro salvador. En virtud de la misión y de la autoridad recibida, ha ordenado el modo de celebrar y alcanzar este perdón de Dios mediante la celebración del sacramento. Nadie, ningún sacerdote, ningún grupo, tiene capacidad para modificar las normas de la Iglesia acerca de cómo celebrar este sacramento. El desconcierto y los abusos existentes en torno a este sacramento están haciendo mucho daño en la vida de las parroquias y de los cristianos.
Los cristianos tienen que saber que el ordenamiento eclesial para recibir el perdón de los pecados en el nombre de Dios requiere la confesión personal de los pecados a un confesor autorizado por la Iglesia y la manifestación de un verdadero arrepentimiento con sincero deseo de la enmienda que nos prepara para recibir personalmente del confesor la absolución de los pecados por el ministerio de la Iglesia y en nombre del mismo Dios. Esta manera de celebrar el sacramento no se puede modificar ni sustituir por otras formas llamadas comunitarias en las que se suprimen la confesión de los pecados y la recepción directa y personal de la absolución en nombre de Dios con la fórmula prevista por la Iglesia.
Cuando celebramos este sacramento, los sacerdotes somos meros ministros de la Iglesia, humildes instrumentos y servidores del Señor. Los sacramentos son verdaderas acciones de Cristo Salvador por medio de su Cuerpo que es la Iglesia. No tenemos ningún dominio sobre ellos. Nadie puede modificar a su gusto la manera de celebrarlos sin riesgo de profanarlos y perder su fuerza santificadora. Quien actúa de esta manera comete una grave desobediencia, engaña a los fieles y hiere la comunión eclesial.
Con toda mi autoridad y el mayor empeño de que soy capaz pido a los sacerdotes que siguen impartiendo estas falsas absoluciones generales que desistan definitivamente de esta práctica abusiva, gravemente ilícita y perjudicial. Los fieles no deben dar crédito a quienes les inviten a celebrar el sacramento de la penitencia en contra de las prescripciones de la Iglesia. Hagamos todos un esfuerzo en esta Cuaresma por reconocer al sacramento de la penitencia la dignidad que le corresponde en la vida de la comunidad cristiana y en nuestra propia vida personal. Busquemos en él el perdón de nuestras culpas, facilitemos a los fieles la celebración del sacramento de penitencia de manera personal, con una buena preparación, según el rito previsto por la Iglesia, anunciemos y celebremos el gozo del perdón y de la paz. Sin esta práctica no puede haber crecimiento espiritual en los cristianos ni conseguiremos nunca promover comunidades parroquiales espiritualmente vigorosas.
El tercer ejercicio de la Cuaresma es la caridad, el amor. La caridad fraterna tiene un reverso que es la sobriedad, la austeridad. Para ser efectivos en la ayuda a los hermanos necesitados, antes tendremos que ser más austeros y practicar la sobriedad, resistiendo las llamadas constantes que recibimos a favor del consumismo sin límites, del fatigoso tener de todo sin contentarnos nunca con nada. Hagamos un ejercicio consciente de sobriedad para poder ayudar a nuestros hermanos, para dar limosnas importantes en favor de las misiones, de las actividades de Caritas o de Manos Unidas, de las inacabables necesidades de la Iglesia diocesana.
Recorramos con fervor este camino de la nueva Cuaresma. Vivamos estos ejercicios cuaresmales con intensidad en nuestras parroquias y comunidades. Es un tiempo de progreso y de crecimiento, un itinerario de liberación y de fraternidad. Por delante de nosotros se ven ya las luces de la Resurrección, el resplandor del rostro de Jesús que nos espera con los brazos abiertos en la Casa eterna del Padre común. Esta es la peregrinación de la Iglesia, el itinerario de nuestro crecimiento espiritual, el camino indispensable de la verdadera humanidad.