Nos movemos en la estela de paz y claridad que dejan a su paso, pero a ellas raramente las encontramos. Cuando algo comienza ya se han ido, y cuando acaba, entonces regresan. Su lema es ir, servir, y salir.
Pablo Prieto (darfruto.com)
Son muchedumbre y están por todos lados. En las oficinas, en los viviendas, en las aceras, en los hospitales, en los colegios, en los bancos, en las estaciones, en las porterías, en los bares, en los museos, en las iglesias, en los almacenes, en los hoteles, en los gimnasios, en las fábricas. Un ejército blanco y silencioso, armado de cubos y escobas, invade la ciudad cada madrugada. Llegan a todos los rincones y penetran sin miramientos hasta los recintos más ingratos y repulsivos, hasta los lugares más fríos y oscuros, los locales peor ventilados, los sitios mugrientos y destartalados, los baños, los vertederos, los sótanos.
¿Quiénes son? Las llamamos genéricamente señoras de la limpieza, ¿pero conocemos sus nombres? ¿Y somos conscientes de su poder? No es fácil calibrarlo, dada su omnipresencia en la sociedad y su acción multiforme y discretísima. Pero lo cierto es que nuestra convivencia es cordial y nuestro trabajo fecundo gracias a ellas.
¿De dónde son? Las que trabajan aquí, en Europa, provienen de todas las partes del mundo, sobre todo de Sudamérica y países del Este. Mientras frotan nuestra dura costra de autosuficiencia, esta densa capa de etnocentrismo multisecular, que nos hace sentirnos superiores, el corazón de estas señoras vuela a su país. Al vaivén de las escobas, con el runrún de fondo de mopas y cepillos, ¡sabe Dios en qué estarán pensando! Unas posiblemente en la gente que dejaron allá lejos, acaso el marido y los hijos. Otras, más jóvenes, sueñan en el futuro, en la aventura del nuevo país: ¿qué amores les saldrán al encuentro? ¿Qué peligros les acechan? ¿Cómo, cuándo, dónde prosperarán? ¿Alcanzarán una posición digna y estable?
Son inquietudes que apenas trascienden al ámbito donde trabajan, pues estas señoras pasan muy inadvertidas. Nos movemos en la estela de paz y claridad que dejan a su paso, pero a ellas raramente las encontramos. Cuando algo comienza ya se han ido, y cuando acaba, entonces regresan. Su lema es ir, servir, y salir. Están en todo sin aparecer en nada. Antes de llegar los clientes, muy de madrugada, las he visto arrastrar sus cubos dentro de los grandes almacenes, para que los suelos brillen desde el primer momento y los escaparates luzcan impolutos. Y en la acera de enfrente, por entre las ventanas abiertas de par en par, se las ve trajinar en los lujosos despachos de un banco o una empresa. Cuando los dignos funcionarios se sienten al ordenador ¿pensarán acaso en la mano que limpió la mesa y vació las papeleras?
Pues estas señoras no sólo cargan con la suciedad razonable y previsible, que sería lo justo, sino también con la que es señal inequívoca de la pereza, el desenfreno, la frivolidad, o el hedonismo: la suciedad desconsiderada e insolente, la basura excesiva de la sociedad de consumo,
Yo besaría de buena gana estas manos, acaso gastadas por la lejía y los disolventes, pero honrosas y bellas. Las adorna el verdadero señorío, que es el que se demuestra en el mínimo servicio. Y están dotadas del poder más asombroso, que es humanizar los objetos inertes, conferir calor humano a la materia fría y dura.
Su labor es mucho más que dejar el espacio agradable y ordenado. Lo que hacen es elevarnos a un mundo nuevo, a un nivel de realidad superior, donde todo es más claro, más transparente, más auténtico. El mundo de la limpieza, en efecto, posee una lógica propia, donde las personas priman sobre las cosas, y la convivencia prevalece sobre la eficacia. En este mundo los objetos materiales están dotados de una misteriosa coherencia interna. Transfigurados por la limpieza, se incorporan al diálogo de los hombres y nos interpelan, nos despiertan a la belleza, nos mueven a ser mejores.
La limpieza, en efecto, entraña una especie de transfiguración, perceptible por cualquier corazón despierto. Los objetos cotidianos —muebles, suelos, utensilios—, al contacto de una mano responsable, más aún si es femenina, se renuevan; su esencia se intensifica y perfecciona. Las cosas no sólo se vuelven más agradables y útiles sino más ellas mismas. Un mueble, por ejemplo, una vez limpiado, es más mueble que el simplemente estrenado. Quien limpia es más lo que pone que lo que quita. Añade algo inédito, un plus de humanidad, una pátina invisible que torna los objetos más conformes con el corazón humano.
Llámese como se quiera: inteligencia táctil, sabiduría manual, materialización del espíritu, humanización de los objetos, contacto creativo, o simplemente… limpieza. El caso es que estas señoras, con su discreta diligencia y su genio femenino, cada día nos desvelan un tesoro: la belleza que late en las cosas sencillas y ordinarias. Lástima que el pragmatismo, esta obsesión nuestra por lo útil y lo inmediato, nos embote tantas veces la vista. Ojalá ellas, las señoras, consigan barrerlo de nuestro corazón.
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