PABLO CABELLOS LLORENTE/ 23 de enero de 2007
Almudi.org
En varios sitios de la red (por ejemplo, almudi.org) está un artículo del profesor Rodríguez Luño, interesantísimo para entender qué supone esta actitud mental respecto a la fe cristiana. Comenta el citado filósofo que cuando Benedicto XVI se ha referido al relativismo como un problema central, que la fe cristiana ha de afrontar, algunos medios de comunicación han interpretado sus palabras como referidas a la moral. Pero el problema es mucho más hondo: el Papa se refiere a la actitud con que la conciencia contemporánea –de creyentes y no creyentes– se enfrenta con la verdad.
No es lo mismo errar con respecto a la verdad que negar la posibilidad de su existencia o de su conocimiento. Una filosofía relativista apunta a que las realidades relacionadas con lo divino son inaccesibles. En todo caso, las diversas culturas y religiones serían distintos modos de aludir de modo imperfecto a realidades que no se pueden conocer. Luego, de manera más vital, se ridiculiza como fundamentalista –y, por tanto, como presunto secuestrador de libertades o provocador de luchas– al que afirma poseer una verdad. Este pensamiento se ha generado por algo, no es gratuito. Han existido guerras de religión; se han dado e impuesto por la fuerza grandes explicaciones cerradas del vivir humano –el marxismo– que han fracasado estrepitosamente; el hecho del pluralismo cultural, religioso, político; la experiencia de que la aceptación de una verdad compromete seriamente, y prueba de ello es el relativismo que empuja a muchos que, llamándose cristianos, hacen una relación de sus verdades, una religión a la carta.
Es preciso aclarar que la fe cristiana no se opone a la convivencia ni al diálogo pacífico con nadie. No se puede encontrar en la tradición ni en el evangelio nada que lo avale. Otra cosa son los distintos momentos históricos y culturales que han provocado crisis de paz de diversa índole. De hecho, esas crisis puede engendrarlas cualquier idea que quiera imponer alguien con algún poder, también el mismo relativismo con esa afirmación de que lo más profundo de la vida humana es incognoscible.
Pero volviendo prácticamente al inicio, ¿por qué el Papa actual considera tan grave esa visión de la vida? Es sencillo: la fe cristiana –afirma el profesor citado– se mueve en el plano de la verdad, ése es su espacio vital mínimo; la fe cristiana nos comunica la verdad sobre Dios y el hombre. Negar esa posibilidad es cerrarse a Cristo y a todo lo que el Verbo encarnado ha traído: la fuerza del cristianismo, y el poder para configurar y sanar la vida personal y colectiva que ha demostrado a lo largo de la Historia, consiste en que implica una estrecha síntesis entre fe, razón y vida, en cuanto que la fe religiosa muestra a la conciencia personal que la razón verdadera es el amor y que el amor es la razón verdadera. Así sintetiza, apretadamente, Rodríguez Luño el pensamiento del que fue cardenal Ratzinger, para concluir que esa síntesis se rompe si la razón es relativizada. ¿Es miedo a la verdad y al compromiso? ¿Es una forma de eludir los grandes interrogantes sobre la vida y la muerte? ¿Es la actitud honrada de un hombre sin fe, un demócrata que ve en el relativismo la única solución a la realidad poliédrica? ¿Es irreligiosidad o antirreligiosidad descaradas? ¿Es la paradoja de la Ilustración, que sitúa al hombre en el centro para empequeñecerlo después?
Todo esto da para pensar mucho, para buscar coherencia en libertad. Seguramente encontremos algo iluminante en las siguientes ideas del Papa tomadas de dos discursos a la Curia Romana con la distancia de un año. Decía en 22 de diciembre de 2005: “Si la libertad de religión es considerada como expresión de la incapacidad del hombre para encontrar la verdad, y por tanto se convierte en canonización del relativismo, entonces se eleva impropiamente tal libertad desde el plano de la necesidad social e histórica hasta el nivel metafísico y se le priva de su auténtico sentido. La consecuencia es que no puede ser aceptada por quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado por ese conocimiento en virtud de la dignidad interior de la libertad. Algo completamente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana; más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad, que no puede ser impuesta desde el exterior, sino que tiene que ser asumida por el hombre sólo mediante el proceso de la convicción. El Concilio Vaticano II, al reconocer y asumir con el decreto sobre la libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno, retomó el patrimonio más profundo de la Iglesia”.
Y exactamente un año después, aseveraba que “la razón secularizada (sin Dios, relativista) no es capaz de entablar un diálogo verdadero con las religiones”. En efecto, piensa en ellas como meros mitos. Por eso añadía que si la razón “se cierra a la cuestión de Dios, se acabará llegando al enfrentamiento de culturas”.
En fin, el relativismo, al cerrarse a la verdad, se cierra a Dios. Como consecuencia, su orden ético se apoya en motivos prácticos: quiere permitir algo a quien lo desee, pensando así que amplía el campo de su libertad. Pero eso no hace sino proporcionar graves problemas antropológicos, de los que el profesor Rodríguez Luño cita sólo dos que me limito a enunciar: predomina la función técnica de la inteligencia sobre la sapiencial, que es la que mira a entender el significado del mundo y de la vida humana. El segundo problema es que la falta de sensibilidad por la verdad lleva a la corrupción de la libertad, que se invoca en formas destructoras: libertad de abortar, de ser soez, de construir el matrimonio de espaldas a la naturaleza, libertad de molestar y no dar razón de las propias posiciones y, sobre todo, libertad de imponer una filosofía relativista, que será en realidad dictadura del relativismo.