La base del progreso científico continuado es la educación exigente de las generaciones jóvenes
Alejandro Llano
Almudi.org
ESTAMOS perdiendo un tiempo precioso. Mientras los países más avisados apuestan decididamente por invertir en recursos humanos y científicos para la promoción de la sociedad del saber, nuestro país se pierde en polémicas ideológicas y territoriales que agudizan los problemas ya planteados en lugar de resolverlos. La propia vida política padece aquí una sobrecarga de pasión y un déficit de racionalidad. Es cierto que en España, un país empobrecido desde hace más de dos siglos, casi nunca ha medrado la ciencia. Pero hoy día disponemos por fin de los recursos económicos que permitirían encaminarnos decididamente por el sendero de la educación seria y de la investigación avanzada.
La base del progreso científico continuado es la educación exigente de las generaciones jóvenes. En un proyecto de largo aliento, las disciplinas científicas y humanísticas fundamentales son la baza decisiva. Por el contrario, deben pasar a segundo término las enseñanzas de tipo meramente ornamental o pragmático, sobre las que no es posible basar la creatividad intelectual. El tributo que, en la ordenación escolar española, se está pagando a las modas de la época, a lo políticamente correcto y a las servidumbres ideológicas resulta a todas luces excesivo. En cambio, está disminuyendo hasta desaparecer la atención a las humanidades y a las ciencias teóricas. Lamentablemente, se va haciendo realidad la broma de Julio Camba, cuando decía que él era lo más distinto de un alemán: porque, entre otras particularidades, los alemanes saben matemáticas y griego. “Yo, en cambio, —decía el agudo humorista— tengo una ignorancia enciclopédica con la que confirmo mi españolismo”.
El núcleo de una educación sólida es la formación intelectual, la capacidad de forjar una imagen rigurosa del mundo y de la historia, de alcanzar comprensiones creativas de la naturaleza y del hombre, de dominar un uso penetrante y exacto del lenguaje y de otras formas de expresividad cultural. Pero cuando se van haciendo públicos los nuevos diseños para la enseñanza primaria y secundaria, uno observa perplejo que, a contrapelo de las orientaciones pedagógicas emergentes, en nuestra ordenación educativa aumentan las materias instrumentales y disminuyen las ya magras disciplinas sustantivas.
Advirtamos que lo propio de la sociedad del saber no es que en ella se acumulen numerosos conocimientos: es que se tenga capacidad de innovarlos. No se trata de saber mucho, sino de saber siempre más. Esta posibilidad de progresión es la que, en el plano operativo, constituye la base de la competitividad, la cual no se mueve en la dimensión del espacio, sino en la del tiempo.
Orientar la enseñanza universitaria hacia unas presuntas exigencias del mercado equivale a poner las tejas antes que los cimientos. Porque si algo caracteriza a la economía de libre oferta y demanda es, justamente, su carácter dinámico. El mercado del año 2010 ya no será el de hoy. De manera que el destino de los programadores de nuevas titulaciones y sofisticadas tecnologías didácticas es el propio del que se apresura a correr tras un tren que está punto a de pararse en un andén de la estación, mientras que otro convoy se dispone a salir de una vía distinta.
Es una lástima advertir que, no sólo las carreras de humanidades, sino también las de ciencias teóricas, están siendo abandonadas por los jóvenes estudiantes, al paso que en las titulaciones encaminadas a aplicaciones profesionales concretas, que no siempre ofrecen una formación intelectual armónica, se acumulan unos candidatos que cada vez tendrán más dificultades para encontrar un puesto de trabajo. A la larga, el utilitarismo resulta muy poco práctico, porque se agota en rendimientos inmediatos y no abre perspectivas de largo recorrido.
Tanto el pragmatismo como el emotivismo son tendencias culturales y éticas que revelan planteamientos antropológicos insuficientes. Éste es hoy el caldo de cultivo de no pocos enfoques educativos, tanto públicos como privados, que presentan escasas perspectivas de futuro. La enseñanza de calidad será cada vez más la que apueste por una preparación intelectual exigente, en la que no se tenga miedo al esfuerzo, y se capacite a los jóvenes para acceder con el tiempo a grados y postgrados que ofrezcan una altura comparable a la de los mejores del mundo. También en esto hay que aprender la lección de EEUU: la mayoría de los más prestigiosos programas de doctorado y de máster los cursan predominantemente estudiantes extranjeros, orientales sobre todo, porque los propios norteamericanos no tienen la preparación necesaria para acceder a ellos. Y ya empieza a suceder —yo no lo lamento— que en algunas universidades españolas los alumnos más brillantes son latinoamericanos y asiáticos. Para recoger frutos ganados, hay que hundir el arado en tierras profundas.