El ideal o el proyecto más noble puede ser objeto de burla o de ridiculizaciones fáciles. Para eso no se necesita la menor inteligencia (Alexander Kuprin).
La historia de las misiones
—Hay bastantes movimientos críticos contra el modo en que se desarrollaron las misiones. Parece que la Iglesia lleva con esto un lastre importante.
Ha habido con esto muchos juicios sumarios y apresurados que no responden a la verdad de la historia. No pretendo disculpar los fallos, grandes o pequeños, que seguro que habrá habido a lo largo de todos estos siglos de trabajo en las misiones de tantísimas personas en tantísimos lugares del mundo. Pero hay cada vez más estudios históricos serios sobre este tema, y las nuevas investigaciones dejan al descubierto que la fe, y la propia Iglesia, realizaron una gran tarea de servicio y de protección de las personas y de la cultura frente al impulso de aplastamiento que muchas veces tuvieron los conquistadores o las potencias coloniales.
En el caso concreto de América Latina, el papa Pablo III y sus sucesores intercedieron con firmeza a favor de los derechos de los indígenas, y dictaron disposiciones jurídicas bien claras. La corona española también promulgó leyes que protegían los derechos de los nativos, y fue en aquel siglo de oro español cuando los teólogos y canonistas católicos dieron origen a la idea de los derechos humanos. Todo aquello constituyó un auténtico valladar contra el exterminio de las poblaciones indígenas, tristemente habitual en otro tipo de colonizaciones.
Esa ingente actividad misionera se transformó en un gran movimiento defensor de la dignidad y los derechos del hombre. Y si los indígenas acogieron enseguida el cristianismo fue en gran parte porque comprendieron su enorme fuerza protectora y su valor liberador (liberador también del culto que muchos de ellos habían tenido hasta entonces). Los obispos, sacerdotes y misioneros se convirtieron en los principales defensores con que podían contar los débiles y los oprimidos. Y de modo semejante a como había sucedido en la Edad Media en la vieja Europa, actuaron también como educadores, como fundadores de universidades, como desbrozadores de terrenos baldíos, como estudiosos de aquellas culturas indígenas, como promotores de formas de vida que no concluyeran con el exterminio de una raza por otra, sino con el mestizaje. Si las etnias y las culturas indígenas no desaparecieron fue debido a esa fecunda labor que hizo prevalecer los principios cristianos sobre la codicia de los conquistadores.
La abolición de la esclavitud
—Pero así como la defensa de los indígenas americanos tuvo desde el principio sus principales valedores en el cristianismo, no puede decirse lo mismo de la esclavitud.
Es un asunto más complejo, y habría que analizar su evolución a lo largo de la historia. En el mundo antiguo se consolidó la idea aristotélica de que algunos hombres habían nacido para ser esclavos. Esto, unido a la piedad con los prisioneros de guerra, para los que ser esclavo era mejor que la muerte, hizo que el fenómeno de la esclavitud estuviera presente en todas las civilizaciones de la antigüedad. Entre las sociedades esclavistas estaban la griega y la romana. El derecho romano, por ejemplo, consideraba al esclavo una cosa –res–, sin ningún derecho, a disposición total de su amo.
Con la llegada del cristianismo se proclama la igualdad absoluta de todos los hombres ante Dios. Sin embargo, tardará siglos en llegarse a la abolición de la esclavitud, pero el punto de partida estaba puesto ya. La Iglesia desde el principio consideró a los esclavos como personas, los admitió a los sacramentos, se preocupó de su instrucción e impulsó a los amos a tratarlos con la mayor consideración. Pese a eso, el fenómeno de la esclavitud vino a ser en todo el mundo una de las más grandes lacras sociales y una ofuscación que pervivió durante siglos y ensombreció verdades que estaban contenidas en el mensaje cristiano.
Pero la lucha contra la esclavitud surgió poco a poco en el seno del cristianismo, y sólo bastante después recibió el respaldo de otras culturas y otros modos de pensar.
—¿No fue algo que impulsó más bien la Ilustración?
Coincidió en el tiempo, pero no siempre en las ideas. Si examinamos las páginas de la Enciclopedia –el máximo exponente de la Ilustración–, puede verse que los ilustrados no sólo no eran contrarios a la esclavitud, sino que veían como natural considerar que unas razas eran superiores y otras inferiores, y que las primeras dominaran a las segundas “por su bien, pues –afirmaba la Enciclopedia– los negros se encontrarán mejor bajo el dominio de un amo blanco en América que en libertad en África”.
No resulta difícil imaginar lo que hubiera sido de esos hombres si, frente a la visión de los conquistadores, frente al pensamiento ilustrado y frente a las concepciones islámica y pagana de la esclavitud, no se hubiera alzado una recuperación del concepto cristiano acerca de la dignidad de todo hombre.
—¿Y cuál fue el proceso de la abolición?
El inicio de la trata de esclavos a gran escala comenzó en el siglo XV en diferentes puntos de la costa africana. Durante más de un siglo, Portugal casi monopolizó ese tráfico gracias a la colaboración de los comerciantes árabes del norte de África, que ya enviaban esclavos de África central a los mercados de Arabia, Irán y la India. El descubrimiento de América llevó a otras naciones a sumarse a esa práctica tan denigrante. Ni siquiera la Revolución americana de 1776 cambió la situación, y la Constitución norteamericana admitió también la esclavitud.
La idea de abolir la esclavitud surgió en el seno del cristianismo, a medida que se fue tomando mayor conciencia de que se oponía a los principios del Evangelio. No fue una tarea fácil, ya que chocaba con intereses económicos obvios, pero finalmente, y gracias sobre todo al empeño de William Wilberforce, Inglaterra prohibió en 1807 el comercio de esclavos, y en 1833 declaró la abolición de la esclavitud en la totalidad de los territorios británicos. El único país que se adelantó fue Dinamarca, en 1792, y lo hizo también apelando directamente a valores cristianos. A lo largo del siglo XIX la esclavitud fue abolida sucesivamente en el resto de los países de tradición cristiana.
Hoy día, a pesar de las normas antiesclavistas de la legislación internacional, la esclavitud sigue siendo una triste realidad fuera de Occidente y afecta a no menos de cien millones de personas. En algunos países islámicos y budistas cuenta incluso con una cobertura legal. De no haber sido por la influencia del cristianismo, tal vez tendríamos ese mismo panorama en las sociedades occidentales.
Preocupación por los que sufren
Por otra parte, hay que decir que la influencia de la fe cristiana en la lucha por aliviar el sufrimiento humano ha sido decisiva a lo largo de la historia. Ya en el imperio romano, el cristianismo se preocupó por los débiles, los marginados, los abandonados, es decir, por aquellos por los que el imperio no sentía apenas preocupación. También dio una acogida extraordinaria a la mujer, y contribuyó a suavizar las barreras étnicas entonces tan marcadas. El cristianismo predicaba a un Dios ante el cual no cabía mantener la discriminación que oprimía a las mujeres, el culto a la violencia que se manifestaba en los combates de gladiadores, la práctica del aborto o el infanticidio, la justificación de la infidelidad masculina, el abandono de los desamparados, etc., y su influencia fue enorme.
En los siglos siguientes, el cristianismo fue también decisivo para preservar la cultura y extender la educación. Impulsó la defensa y la asistencia de los débiles y se preocupó por quienes nadie parecía tener interés. Baste citar, por poner un ejemplo, la aportación de San Juan de Dios, que fundó una orden dedicada a la atención de los enfermos mentales (verdaderos olvidados de la sociedad durante siglos); o el esfuerzo de innumerables instituciones católicas dedicadas durante siglos a atender leproserías, dispensarios, personas pobres o abandonadas, niños huérfanos, etc.
“Ahora –ha escrito Tomás Alfaro–, o en cualquier otro momento de la historia de los últimos veinte siglos, si buscamos un grupo de personas miserables, abandonadas por todos, marginadas por la sociedad, con los que nadie querría pasar una hora, es casi seguro que a su lado encontremos a alguien que se considera hijo de la Iglesia, y que hace lo que hace precisamente por ser seguidor de Cristo”.
Miguel Servet
—¿Y esa otra vieja historia sobre Miguel Servet, que por su descubrimiento de la circulación de la sangre fue quemado en la hoguera?
Esa vieja leyenda puede rebatirse, sin necesidad de grandes despliegues de erudición. Para empezar, Miguel Servet no descubrió la circulación de la sangre, sino sólo lo que se conoce como la “circulación menor”, es decir el paso de la sangre de un lado a otro del corazón, a través de los pulmones, donde se purifica la sangre en contacto con el aire que se respira.
Curiosamente, además, esa aportación mundial y motivo del lugar preeminente de este médico aragonés en la historia de los grandes descubrimientos, la escribió intercalada entre los párrafos de un libro de Teología dedicado a la Santísima Trinidad. Las cosas en aquellos tiempos eran así –explica Pascual Falces de Binéfar–, pues todavía dominaba la idea de que “el médico que sólo sabe medicina, ni medicina sabe”. Ese libro de Miguel Server titulado “Christianismi restitutio”, cayó en manos de Juan Calvino, justo con su Reforma recién implantada en la ciudad de Ginebra. Calvino discrepó de tales teorías, hasta el punto de declarar públicamente que si Miguel Servet aparecía por esa ciudad, sería quemado, tal y como se arreglaban entonces muchas de las diferencias personales o políticas. Miguel Servet hizo caso omiso de esa advertencia, se plantó desafiante en la aburrida ciudad y le ocurrió lo previsible: terminó en la hoguera y sus cenizas esparcidas por el viento sobre el lago Lemán. Por eso fue ajusticiado, y no por descubrir la circulación de la sangre. Fue algo evidentemente injusto, pero ni lo hizo la Iglesia católica ni fue por descubrir la circulación de la sangre.
¿No hacer nada para no equivocarse?
—Hay gente que piensa que la Iglesia debería recortar su actuación, para evitar el peligro de cometer todos esos errores reales o supuestos que ha habido a lo largo de la historia.
Es bastante fácil atacar a la Iglesia, y burlarse de las páginas más difíciles de su historia. No intento en estas líneas justificar los errores que realmente han cometido muchos cristianos a lo largo de los siglos. Pero a veces pienso que si a esas personas les parece que la Iglesia tiene las manos sucias, habría que decirles que quizá ellos no tienen las manos sucias porque no tienen manos o porque no las utilizan.
La Iglesia procura realizar su tarea, y vive inmersa en una sociedad cambiante que se desarrolla a su vez en una época determinada, y trata de insertar en ella la levadura sobrenatural del Evangelio. La grandeza de la Iglesia está en afrontar las variaciones del hombre en el transcurso de los siglos y tratar de introducir en su vida lo sobrenatural. Si para evitar el riesgo de contaminar su pureza, la Iglesia renunciara a intentar hacerse presente en la sociedad de cada momento, se volatilizaría en un curioso empeño abstracto.
Hay mucho purista que se escandaliza de las actuaciones de la Iglesia o de los católicos, pero que no aporta ninguna solución a todos esos problemas que a cualquier persona deben interpelar seriamente. Buscan una seguridad en las actuaciones, un no asumir riesgos que no lleva a otra paz que la del cementerio.
La Iglesia afronta con serenidad todos esos sarcasmos, porque desea cumplir su misión entre los hombres. Sabe que roza sin cesar el peligro de empañar la pureza de su mensaje, al menos según las apariencias, al tratar de encarnarlo en una historia que se vuelve incesantemente contra ella, contra quien quiere salvarla. La Iglesia prefiere este riesgo al estéril replegamiento sobre sí misma. Lo prefiere, y afronta ese riesgo desde hace veinte siglos porque en su amor al hombre, acude a los puntos de más necesidad, más amenazados.
Siempre habrá personas que se obstinen en no ver en el cristianismo otra cosa que las deformaciones de las que ha sido objeto a lo largo de la historia. Siempre habrá quien relacione la fe cristiana con el oscurantismo, con la "sombría Edad Media", con la intolerancia, con la presión sobre las conciencias, con el subdesarrollo intelectual, con el retraso y la falta de libertad. Es una imagen que se ha creado unas veces con mala intención, y otras simplemente por desconocimiento, y que quizá procede de esa vieja impresión ilustrada por la que tantos pensaban que la racionalista falta de fe había obtenido un imponente "triunfo mental" sobre la fe.
La historia de la Iglesia es una confusión de triunfos y aparentes fracasos del cristianismo. Es una serie siempre repetida de intentos de construir el reino de Dios en la tierra. Esto no es sorprendente, ni es algo que Jesucristo no previera. La parábola de la cizaña sembrada entre el trigo muestra con claridad que Él lo sabía y que esto está de acuerdo con el plan de Dios.
La vida de la Iglesia en la historia así como la vida del cristiano individual –afirma Thomas Merton– es un acto constantemente repetido que empieza siempre de nuevo, una historia de buenas intenciones que acaba en éxitos y en equivocaciones; de errores que han de ser corregidos, de defectos que tienen que ser utilizados, de lecciones que se aprenden mal y deben aprenderse una y otra vez. Ha habido vacilaciones y falsos comienzos en la historia cristiana. Ha habido incluso errores graves, pero estos son imputables a las sociedades seculares cristianas más que a la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia no ha perdido nunca su camino. Pero lo que la mantiene en el camino recto no es el poder, no es la sabiduría humana, la habilidad política ni la previsión diplomática. Hay épocas en la historia de la Iglesia en que estas cosas llegaron a ser, para los líderes cristianos, obstáculos y fuente de errores. Lo que mantiene a la Iglesia y al cristiano en el buen camino es el amor. Y esto es necesario, porque el amor es la más alta expresión de la personalidad y la libertad. Construir el reino de Dios es construir una sociedad que esté enteramente basada en la libertad y el amor. Es construir una sociedad que se fundamente en el respeto por la persona individual, puesto que sólo las personas son capaces de amor.
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