Almudi.org. Los homosexuales y la Iglesia
Por Juan Manuel DE PRADA. ABC, 26-VII-04
SIEMPRE me ha producido perplejidad la virulencia con que
determinados individuos o colectivos que alardean de hallarse fuera del seno de
la Iglesia católica arremeten contra las recomendaciones y pronunciamientos
eclesiásticos. En dicha virulencia he advertido el impulso totalitario de
quienes, no satisfechos con pensar y actuar en libertad, aspiran a imponer sus
pensamientos y a...
Almudi.org. Los homosexuales y la Iglesia
Por Juan Manuel DE PRADA. ABC, 26-VII-04
SIEMPRE me ha producido perplejidad la virulencia con que
determinados individuos o colectivos que alardean de hallarse fuera del seno de
la Iglesia católica arremeten contra las recomendaciones y pronunciamientos
eclesiásticos. En dicha virulencia he advertido el impulso totalitario de
quienes, no satisfechos con pensar y actuar en libertad, aspiran a imponer sus
pensamientos y actuaciones a quienes piensan o actúan de manera distinta. ¿Por
qué no les basta con hacer caso omiso de esas recomendaciones y pronunciamientos
que no les atañen? ¿Por qué se dan por aludidos, cuando orgullosamente no se
cuentan entre sus destinatarios? Supongo que en dicha actitud subyace la
convicción de que los obispos aún poseen cierto prestigio entre capas nada
exiguas de la población que a ellos les gustaría tener amodorradas por el
pensamiento único; pero su afán un tanto frenético por anular dicho prestigio
sólo admite una explicación patológica. No les basta a estos individuos con
emitir su doctrina y allegar, mediante muy agresivos métodos proselitistas,
pareceres concurrentes, sino que pretenden silenciar dictatorialmente a quienes
se atreven a disentir.
El último episodio de virulencia anticlerical lo ha desatado
un documento de los obispos titulado «En favor del verdadero matrimonio». En un
artículo tan bendecido por el sentido común como suelen estarlo todos los suyos,
Martín Ferrand se preguntaba: «¿Hay algo más natural que las mitras se dirijan a
sus feligreses para orientarlos en asuntos de fe, dogma o, como es este caso,
relativos a las costumbres y su valoración moral? Podrían entenderse los reparos
de quienes, siendo creyentes y practicantes, discrepan en su valoración con la
de la Jerarquía; pero ¿a qué viene la rabia de quienes no lo son?». A esta
pregunta -seguramente retórica- del maestro Martín Ferrand creo haber respondido
ya en el párrafo inicial de este artículo. Sobre las uniones entre homosexuales
ya me he pronunciado en anteriores ocasiones. Durante siglos, la homosexualidad
fue considerada una perversión o vicio nefando que la psiquiatría estudiaba y
las leyes reprimían. Desde el momento en que dicha conducta sexual ha dejado de
constituir un delito, el Derecho no puede ignorarla, pues su misión fundamental
consiste en proporcionar seguridad a quienes se hallan bajo su imperio. Parece,
pues, de justicia que el Derecho arbitre algún instrumento que regule las
uniones de homosexuales. Ahora bien, es injusto y contrario a derecho que dicho
instrumento sea el matrimonio, institución jurídica que regula una realidad
social distinta. Pues el matrimonio incluye en su misma naturaleza fines de
mantenimiento de la propia sociedad (me refiero, claro está, a la procreación de
hijos) que la unión entre homosexuales no posee. No debemos dejar de considerar
que una población formada exclusivamente por homosexuales estaría condenada a la
extinción. El Derecho no puede otorgar el mismo grado de reconocimiento a las
uniones que garantizan la propia subsistencia de la sociedad que a otras que la
abocan a su consunción. Si se lo otorga, está incurriendo en una aberración
jurídica.
El documento episcopal, por lo demás, proclama la «dignidad
inalienable» de los homosexuales; execra su menosprecio y discriminación;
reconoce los derechos que les asisten; y exhorta a los fieles a acogerlos «como
corresponde a una caridad verdadera y coherente». Recoge, en definitiva, aquel
mandato de Jesús que, en uno de los pasajes más emocionantes del Evangelio, se
niega a condenar a la mujer adúltera, tras salvarla de la lapidación. Pero este
gesto de amor supremo lo remata con una muy persuasiva admonición: «Vete y no
peques más».
Quien tenga oídos para oír, que oiga. Y quien no, por favor,
que se calle un poquito.
http://www.abc.es/abc/pg040726/prensa/noticias/Opinion/Colaboraciones/200407/26/NAC-OPI-004.asp