Homilía en Santa Marta
Pedro pregunta a Jesús qué tendrían a cambio los discípulos por seguirlo (cfr. Mc 10,28-31), una pregunta planteada después de que el Señor hubiera dicho al joven rico —lo vimos ayer— que vendiera todos sus bienes y los diera a los pobres. Y es un diálogo de gran actualidad.
Jesús responde en dirección distinta a la que esperaban los discípulos: no habla de riquezas, promete en cambio heredar el Reino de los cielos, pero con persecución, con la cruz. Por eso, si un cristiano está apegado a los bienes, da muy mala imagen como cristiano, pues quiere tener dos cosas: el cielo y la tierra. La piedra de toque, precisamente, es lo que Jesús dice: la cruz, las persecuciones. Lo que supone negarse a sí mismo, sufrir cada día la cruz. Los discípulos tenían esa tentación, seguir a Jesús, pero luego, ¿cuál será el final de este negocio? Pensemos en la madre de Santiago y Juan, cuando pidió a Jesús un puesto para sus hijos: A este me lo haces primer ministro, y a este ministro de economía, mostrando un interés mundano al seguir a Jesús.
Pero luego, el corazón de los discípulos fue purificado, hasta Pentecostés, cuando lo entendieron todo. La gratuidad al seguir a Jesús es la respuesta a la gratuidad del amor y de la salvación que nos da Jesús. Por eso, si se quiere ir tanto con Jesús como con el mundo, con la pobreza y con la riqueza, eso es un cristianismo a medias, que quiere una ganancia material. Es el espíritu de la mundanidad. Ese cristiano —ya lo decía el profeta Elías— cojea de las dos piernas (cfr. 1Re 18,21) porque no sabe lo que quiere. Para entenderlo, recordad que Jesús anuncia que los primeros serán los últimos y los últimos los primeros, es decir, el que se crea o sea más grande, debe hacerse servidor, el más pequeño. Seguir a Jesús, desde el punto de vista humano, no es un buen negocio: ¡es servir! Así lo hizo Él. Y si el Señor te da la posibilidad de ser el primero, debes comportarte como el último, o sea, en el servicio. Y si el Señor te da la posibilidad de tener bienes, debes demostrarlo en el servicio, o sea, con los demás. Porque hay tres cosas, tres escalones, que nos alejan de Jesús: las riquezas, la vanidad y el orgullo. Por eso son tan peligrosas las riquezas, porque te llevan en seguida a la vanidad y te crees importante. Y cuando te crees importante, ¡se te sube a la cabeza y te pierdes!
El camino señalado por el Señor es el desprendimiento, como Él hizo y aconsejó: quien quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo (Mt 20,27). Este trabajo con los discípulos le costó mucho a Jesús, mucho tiempo, porque no le entendían. Por eso, también nosotros debemos pedirle: ¿Nos enseñas ese camino, esa ciencia del servicio, la ciencia de la humildad, la ciencia de ser los últimos para servir a los hermanos y hermanas de la Iglesia? Es muy feo ver a un cristiano, ya sea laico, consagrado, sacerdote u obispo, que quiera las dos cosas: seguir a Jesús y los bienes, seguir a Jesús y la mundanidad. ¡Es un mal ejemplo que aleja a la gente de Jesús!
Continuemos la celebración de la Eucaristía, pensando en la pregunta de Pedro: Lo hemos dejado todo: ¿cómo nos pagarás?, y pensando en la respuesta de Jesús. El precio que nos dará es la semejanza con Él. Ese será el estipendio: ¡gran estipendio, parecerse a Jesús!