Homilía en Santa Marta
Acabamos de leer el famoso episodio narrado por san Marcos (cfr. Mc 10,17-27) del joven rico que encuentra a Jesús, y entusiasmado le pide seguirlo, y asegura que vive desde siempre los mandamientos. Pero luego cambia absolutamente de humor y de actitud cuando el Maestro le comunica el último paso a dar, lo que le falta: vender todos los bienes, darlos a los pobres y seguirle. De golpe, la alegría y la esperanza desaparecen en aquel muchacho, porque no quiere renunciar a sus riquezas.
El apegamiento a las riquezas es el comienzo de todo tipo de corrupción, en todas partes: corrupción personal, corrupción en los negocios, también la pequeña corrupción comercial, de esos que quitan 50 gramos al peso justo, corrupción política, corrupción en la educación… ¿Por qué? Porque los que viven apegados a su poder, a sus riquezas, se creen en el Paraíso, pero están encerrados, no tienen horizonte ni esperanza. ¡Y, al final, tendrán que dejarlo todo!
¡Hay un misterio en la posesión de las riquezas! Tienen la capacidad de seducirnos y hacernos creer que estamos en el Paraíso terrenal. En cambio, ese paraíso terrenal es un lugar sin horizonte, como un barrio que recuerdo haber visto en los años setenta, habitado por gente acomodada, con un muro para defenderse de los ladrones: se habían encerrado literalmente, rodeados por una muralla, perdiendo todas las vistas. Vivir sin horizonte es una vida estéril, vivir sin esperanza es una vida triste. El apegamiento a las riquezas nos produce tristeza y nos hace estériles. Digo apegamiento, no digo administrar bien las riquezas, porque las riquezas son para el bien común, para todos. Y si el Señor se las da a una persona es para que las emplee en bien de todos, no solo para sí mismo, no para que las encierre en su corazón porque luego se vuelve corrupto y triste. Las riquezas sin generosidad nos hacen creer que somos poderosos, como Dios. Pero, al final, nos quitan lo mejor, la esperanza.
Sin embargo, Jesús indica en el Evangelio cuál es la manera justa de vivir una abundancia de bienes. La primera Bienaventuranza: Bienaventurados los pobres de espíritu, es decir, despojarse del apegamiento y hacer que las riquezas que el Señor nos ha dado sean para el bien común. Es la única manera. Abrir la mano, abrir el corazón, abrir el horizonte. Pero si tienes la mano cerrada, y el corazón cerrado como aquel hombre que daba banquetes y vestía lujosamente, no tienes horizontes, no ves a los demás que pasan necesidad, y acabarás como aquel hombre: alejado de Dios.