Homilía en Santa Marta
Jesús se despide para ir al Padre y enviarnos al Espíritu (cfr. Jn 17,1-11), y San Pablo se despide antes de ir a Jerusalén, y llora con los ancianos venidos de Efeso para saludarle (cfr. Hch 20,17-27). Esto nos ayudará a reflexionar sobre nuestras despedidas.
En la vida hay muchas despedidas, pequeñas y grandes, y mucho sufrimiento y lágrimas en alguna de ellas. Pensemos en esos pobres de Rohingya del Myanmar, que cuando dejaron su tierra por huir de las persecuciones no sabían lo que les iba a pasar. Y llevan meses dando vueltas en una barca: llegan a una ciudad, y les dan agua y alimento, pero les dicen: iros de aquí. ¡Es una despedida! Y la otra gran despedida existencial, como la despedida de los cristianos y los yazidíes, que ya ni piensan volver a su tierra, porque fueron expulsados de sus casas. ¡Está pasando hoy! Sí, hay grandes y pequeñas despedidas en la vida, como la despedida de la madre que saluda y da el último abrazo al hijo que va a la guerra; y todos los días se levanta con el temor de que venga alguien a decirle: Agradecemos mucho la generosidad de su hijo que ha dado la vida por la patria. Y luego está la última despedida que todos tenemos que hacer, cuando el Señor nos llame a la otra orilla. Yo lo pienso mucho.
Pero las grandes despedidas de la vida, incluida la última, no son hasta pronto ni hasta luego ni hasta la vista —del que sabe que vuelve más o menos pronto—, sino despedidas del que no se sabe ni cuándo ni cómo volverá. Están hasta en el arte y en las canciones. Me viene una a la cabeza, la de los alpinos, cuando aquel capitán se despide de sus soldados: el testamento del capitán. ¿Pienso yo en mi gran despedida, no cuando diga hasta luego, hasta la vista, sino adiós? Los dos textos emplean la palabra adiós. Pablo confía a Dios a los suyos y Jesús confía al Padre a sus discípulos, que se quedan en el mundo: ¡No son del mundo, protégelos! Confiar al Padre, confiar a Dios: ese es el origen de la palabra adiós. Decimos adiós solo en las grandes despedidas, ya sean pasajeras o la última.
Creo que con estas dos imágenes —la de Pablo llorando de rodillas en la playa, y Jesús, triste porque va a la Pasión, con sus discípulos, llorando en su corazón— podemos pensar en nuestra despedida, porque nos hará bien. ¿Quién cerrará mis ojos? ¿Qué dejo? Tanto Pablo como Jesús hacen una especie de examen de conciencia: He hecho esto, aquello, lo otro… ¿Yo qué he hecho? Me viene bien imaginarme en aquel momento. Cuando será, no se sabe, pero llegará el momento en el que hasta luego, hasta ponto, hasta mañana, hasta la vista se convertirán en adiós. ¿Estoy preparado para confiar a Dios a todos los míos? ¿Para confiarme a mí mismo a Dios? ¿Para decir esa palabra que es la palabra con la que se encomienda el hijo al Padre?
Os aconsejo meditar las Lecturas de hoy sobre la despedida de Jesús y de Pablo, pensando que un día también nosotros tendremos que decir adiós. A Dios confío mi alma; a Dios confío mi historia; a Dios confío los míos; a Dios lo confío todo. Que Jesús muerto y resucitado nos envíe el Espíritu Santo, para que aprendamos esa palabra, aprendamos a decirla, pero existencialmente, con toda la fuerza: la última palabra: adiós.