Homilía de la Misa en Santa Marta
Hoy dedicamos la Misa a mi patria en el día de la fiesta de Nuestra Señora de Luján, Patrona de Argentina.
Acabamos de leer en los Hechos de los Apóstoles que el Espíritu Santo crea cierto movimiento en la Iglesia que, aparentemente, puede parecer confusión, pero que, en cambio, si se acoge en oración y con espíritu de diálogo, genera siempre unidad entre los cristianos. El Dios desconocido mueve las aguas de la Iglesia, y cada vez que los cristianos, empezando por los Apóstoles, discuten con franqueza y diálogo, y no fomentando traiciones ni camarillas internas, siempre comprenden qué es lo que hay que hacer, gracias a la inspiración del Espíritu Santo.
El texto de hoy narra la conclusión del primer Concilio de Jerusalén, que estableció, tras no pocas fricciones, las pocas y sencillas reglas que los nuevos conversos al Evangelio debían observar. El problema es que antes se había encendido una lucha intestina entre los llamados cerrados —un grupo de cristianos muy apegados a la ley, que querían imponer las condiciones del judaísmo a los nuevos cristianos—, y Pablo de Tarso, Apóstol de los paganos, totalmente contrario a esa constricción. ¿Cómo resuelven el problema? Se reúnen, y cada uno da su opinión. Discuten, pero como hermanos y no como enemigos. No forman grupitos para vencer, no van a los poderes civiles para imponerse, no matan para ganar. Buscan el camino de la oración y del diálogo. Y así, los que estaban en posiciones opuestas, dialogan y se ponen de acuerdo. ¡Eso es obra del Espíritu Santo!
La decisión final se toma en concordia. Y, sobre esa base, se escribe la carta que, al final del Concilio, se enviará a los hermanos que provengan de los paganos, en la que lo que se comunica es fruto de un acuerdo entre diversas maniobras y estratagemas que sembraban cizaña. Una Iglesia donde nunca haya problemas de ese tipo me lleva a pensar que el Espíritu quizá no esté tan presente. Y en una Iglesia donde siempre se discute y hay grupúsculos donde se traicionan los hermanos unos a otros, ¡ahí no está el Espíritu! El Espíritu es el que hace la novedad, mueve la situación para avanzar, crea nuevos espacios, concede la sabiduría que Jesús prometió: ¡Él os enseñará todo! (cfr. Jn 14,26). Esto remueve, pero también es lo que, al final, crea la unidad armoniosa entre todos.
El Concilio concluye con unas palabras que revelan el alma de la concordia cristiana, y no un simple acto de buena voluntad, sino un fruto del Espíritu Santo. Eso es lo que nos enseña la lectura del primer Concilio ecuménico. Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros (cfr. Hch 15,28): esa es la fórmula, cuando el Espíritu nos pone a todos de acuerdo. Pidamos al Señor Jesús que nos envíe siempre al Espíritu Santo a cada uno; que lo envíe a la Iglesia y que la Iglesia sepa ser fiel a los movimientos que provoca el Espíritu Santo.