Homilía de la Misa en Santa Marta
Hemos leído en la primera lectura (cfr. Hch 7,51–8,1a) el juicio del Sanedrín contra Esteban, que acaba en su lapidación. Esta escena dramática recoge los rostros e historias de tantos que —también hoy—, como el primer mártir de la Iglesia, son perseguidos y asesinados por el simple hecho de ser fieles a Jesús. Los mártires no necesitan otros panes, su único pan es Jesús. Y Esteban ni regatea ni se pliega a componendas. Su testimonio es tal que sus detractores no podían resistir ni su sabiduría ni el espíritu con que hablaba. Como Jesús, también Esteban se enfronta a falsos testigos y a la sublevación del pueblo que lo lleva a juicio. Esteban les recuerda cuántos profetas murieron por haber sido fieles a la Palabra de Dios y, cuando confiesa su visión de Jesús, sus perseguidores se escandalizan, se tapan los oídos para no oírlo y lo arrastran fuera de la ciudad para lapidarlo. La Palabra de Dios siempre disgusta a ciertos corazones. La Palabra de Dios molesta cuando tienes el corazón duro, cuando tu corazón es pagano, porque la Palabra de Dios te empuja a seguir adelante, buscándote y alimentándote con ese pan del que habla Jesús. En la Historia de la Revelación, muchos mártires murieron por fidelidad a la Palabra de Dios, a la Verdad de Dios.
El martirio de Esteban es como el de Jesús: muere con esa magnanimidad cristiana del perdón, rezando por sus enemigos. Los que perseguía a los profetas —igual que a Esteban—, creían dar gloria a Dios, creían que así eran fieles a la Doctrina de Dios. Hoy quisiera recordar que la Historia de la Iglesia —la verdadera Historia de la Iglesia— es la Historia de los Santos y de los mártires: perseguidos —y muchos asesinados— por esos que creen estar dando gloria a Dios, por los que creían estar en posesión de la verdad… ¡con el corazón corrupto!
En estos días, ¡cuántos Esteban hay en el mundo! Pensemos en nuestros hermanos degollados en la playa de Libia; pensemos en aquel chico quemado vivo por sus compañeros, por ser cristiano; pensemos en esos inmigrantes que en alta mar son arrojados al mar por los demás, porque son cristianos; pensemos —antes de ayer— en los etíopes asesinados por ser cristianos…, y tantos otros. Y muchos otros que sabemos que sufren en las cárceles por ser cristianos… Hoy, la Iglesia es Iglesia de mártires: ellos sufren y dan la vida, y nosotros recibimos la bendición de Dios por su testimonio.
También hay mártires escondidos, hombres y mujeres fieles a la voz del Espíritu, que abren camino, que buscan nuevos modos de ayudar a sus hermanos a amar mejor a Dios, y son acusados, calumniados, perseguidos por tantos Sanedrines modernos que se creen dueños de la verdad: ¡tantos mártires escondidos! Y también muchos mártires escondidos que, por ser fieles, sufren tanto en su familia. Nuestra Iglesia es Iglesia de mártires. Y ahora, en nuestra celebración, vendrá a nosotros el primer mártir, el primero que dio testimonio. Unámonos a Jesús en la Eucaristía, y unámonos a tantos hermanos y hermanas que sufren el martirio de la persecución, de la calumnia y de la muerte por ser fieles al único pan que sacia, o sea, a Jesús.