Homilía de la Misa en Santa Marta
¿Es posible para el hombre reaccionar a una situación difícil con los modos de Dios? ¡Lo es, y es cuestión de tiempo! El tiempo de dejarnos permear por los sentimientos de Jesús. Acabamos de leer (cfr. Hch 5,34-42) que los Apóstoles fueron llevados a juicio ante el sanedrín, acusados de predicar el Evangelio que los doctores de la ley no quieren escuchar. Sin embargo, un fariseo del sanedrín, Gamaliel, de modo tajante, sugiere dejarlos tranquilos, porque —sostiene, citando casos análogos del pasado— si la doctrina de los Apóstoles es de origen humano acabará destruida, cosa que no pasaría si viniese de Dios. El sanedrín acepta la sugerencia, es decir, deciden dejar pasar el tiempo. No reaccionan siguiendo el instintivo sentimiento de odio. Y esto es un buen remedio para todo ser humano. Dar tiempo al tiempo. Nos sirve a nosotros cuando tenemos malos pensamientos contra los demás, malos sentimientos, antipatía, odio… ¡No dejarlos crecer, pararse, dar tiempo al tiempo! El tiempo pone las cosas en armonía y nos hace ver el lado bueno de las cosas. Pero si reaccionas en el momento de la furia, seguro que serás injusto. ¡Serás injusto! Y también te harás daño a ti mismo. Este es mi consejo: tiempo, dejar pasar el tiempo en el momento de la tentación.
Si incubamos un resentimiento, es inevitable que explote. Explota en el insulto, en la guerra y, con esos malos sentimientos contra los demás, peleamos contra Dios, mientras que Dios ama a los demás, ama la armonía, el amor, el diálogo, caminar juntos. También a mí me pasa: cuando una cosa no me gusta, el primer sentimiento no es de Dios, siempre es malo. Detengámonos, y dejemos sitio al Espíritu Santo para que nos haga llegar a lo justo, a la paz. Como los Apóstoles, que son flagelados, pero salen del sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús (Hch 5,41). El orgullo de los primeros te lleva a querer matar a los demás; la humildad de los Apóstoles, incluso la humillación, te lleva a parecerte a Jesús. Y esto es algo que no solemos pensar. En este momento, en el que tantos hermanos y hermanas nuestros son martirizados por el nombre de Jesús, ellos se encuentran en ese estado, tienen en este momento la alegría de haber sufrido ultrajes, hasta la muerte, por el nombre de Jesús. Para huir del orgullo de los primeros, solo hay un camino: abrir el corazón a la humildad; y a la humildad nunca se llega sin la humillación. Y eso es algo que no se entiende naturalmente. Es una gracia que debemos pedir.
La gracia de la imitación de Jesús. Una imitación manifiesta no solo por los mártires de hoy sino también por esos muchos hombres y mujeres que padecen humillaciones cada día pero que, por el bien de su familia, cierran la boca, no hablan y lo soportan todo por amor a Jesús. Esa es la santidad de la Iglesia, esa alegría que da la humillación, no porque la humillación nos guste, no —¡eso sería masoquismo!—, sino porque, con esa humillación, imitas a Jesús. Así pues, hay dos actitudes: la cerrazón que te lleva al odio, a la ira, a querer matar a los demás; y la apertura a Dios por la senda de Jesús, que te hace tomarse las humillaciones, incluso las más fuertes, con alegría interior porque estás seguro de que vas por el camino de Jesús.