Homilía de la Misa en Santa Marta
En las lecturas de hoy, Pedro y Pablo nos hacen comprender que un cristiano se puede gloriar de dos cosas: de sus pecados y de Cristo crucificado. La fuerza trasformadora de la Palabra de Dios parte de ser conscientes de esto. Así Pablo, en la primera Carta a los Corintios, invita a quien se crea sabio a hacerse necio para llegar a ser sabio, porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios (1Cor 3,18-19). Pablo nos dice que la fuerza de la Palabra de Dios, la que cambia el corazón, la que cambia el mundo, la que nos da esperanza, la que nos da vida…, no está en la sabiduría humana: no está en hablar bien, ni en decir las cosas con inteligencia humana. No. Eso es necedad, dice él. La fuerza de la Palabra de Dios viene de otra parte. Es verdad que también la fuerza de la Palabra de Dios pasa por el corazón del predicador, por eso dice a los que predican esa Palabra de Dios: Haceos necios (1Cor 3,18), es decir, no pongáis vuestra seguridad en vuestra sabiduría, en la sabiduría del mundo.
El apóstol Pablo no se gloría de sus estudios —había estudiado con los profesores más importantes de su tiempo—, sino solo de dos cosas. Él mismo lo dice: solo me glorío de mis pecados (cfr. 1Cor 12,7-9). Y eso escandaliza. Y luego, en otro texto, dice: solo me gloriaré en Cristo, y éste crucificado (cfr. Gal 6,14). La fuerza de la Palabra de Dios está en el encuentro entre mis pecados y la sangre de Cristo, que me salva. Y si no se produce ese encuentro, no hay fuerza en el corazón. Cuando se olvida ese encuentro que hemos experimentado en nuestra vida, nos volvemos mundanos, queremos hablar de las cosas de Dios con lenguaje humano, pero no sirve: no da vida.
También Pedro —en el evangelio de la pesca milagrosa— experimenta el encuentro con Cristo viendo sus pecados: ve la fuerza de Jesús y se ve a sí mismo. Se echa a sus pies, diciendo: Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador (Lc 5,8). En ese encuentro entre Cristo y mis pecados está la salvación. Así pues, el lugar privilegiado para el encuentro con Jesucristo son los propios pecados. Si un cristiano no es capaz de sentirse pecador y salvado por la sangre de Cristo —y éste crucificado—, es un cristiano a medio camino, es un cristiano tibio. Y cuando vemos Iglesias decadentes, parroquias decadentes, instituciones decadentes, lo más seguro es que los cristianos que estén allí no hayan encontrado nunca a Jesucristo o se han olvidado del encuentro con Jesucristo. La fuerza de la vida cristiana y la fuerza de la Palabra de Dios está justo en ese momento donde yo, pecador, encuentro a Jesucristo, y ese encuentro transforma mi vida, me cambia la vida. Y te da la fuerza para anunciar la salvación a los demás.
Podemos preguntarnos: ¿Yo soy capaz de decir al Señor: Soy pecador, no en teoría, sino confesando el pecado concreto? ¿Y soy capaz de creer que precisamente Él, con su Sangre, me ha salvado del pecado y me ha dado una vida nueva? ¿Tengo confianza en Cristo?
Así pues, ¿de qué cosas se puede gloriar un cristiano? De dos cosas: de sus pecados y de Cristo crucificado.